Hijo mío, cuando llegaste al mundo con tus tres kilos y trescientos gramos, supe cuánto pesaba el amor. En ese instante dejé atrás la vida irresponsable que había llevado y entré en el espacio de la responsabilidad. De hombre me volví padre.
Y entonces entendí a mi propio padre. Tenía yo tres años cuando los alemanes lo detuvieron, en 1941, y lo encerraron en la celda de los condenados a muerte. Torturas cotidianas, ejecuciones simuladas, hambre, enfermedades. Lo soportó todo. Porque sólo pensaba en una cosa: “En casa me está esperando un niñito de tres años. No me puedo morir.”
Y no murió. Él nunca me lo dijo. Me enteré por mi madre.
A mi alrededor está oscureciendo, pero antes de que caiga la noche me gustaría decirte un par de palabras sobre tu abuelo. Tú no tuviste oportunidad de conocerlo. Pero así me comprenderás también a mí.
Era un hombre sencillo. Era maestro y le gustaba su trabajo. Vivía frugalmente. Un plato de comida, un vaso de vino. No fumaba, no iba al café, no engordaba. Leía. El periódico diario era su único lujo.
A mí nunca me permitió leer acostado en la cama. “El escritor se pasó muchas noches en vela para escribir su libro. Nosotros no debemos leerlo acostados rascándonos como monos”.
Me previno también sobre los malos hábitos.
“Más tarde o más temprano, esos hábitos acaban siendo nuestro carácter.”
Y tenía razón. A los 15 años yo tenía un carácter fuerte y pocos hábitos. Ahora, de viejo, tengo muchos hábitos y un carácter débil.
Con el paso de los años pienso en él cada vez más. Cuando me quejaba de algo que no podía creer que me hubiera sucedido a mí, me recordaba la sentencia de Aristóteles: “Es muy probable que algo improbable suceda.”
Alguna vez me enfadaba con él por la sencilla razón de que nunca era irracional. Como si no tuviera sentimientos. Pero los tenía. Sólo que para él los sentimientos no eran argumentos.
Quizá eso haya sido para mí lo más difícil de entender. El amor no es un argumento. El amor tiene obligaciones, no derechos. Así hablaba conmigo. Ni siquiera la poesía nos da el derecho a describir una flor de manera equivocada. Me acordé de mi padre cuando leí a Hamsun que decía, en alguno de sus libros, que no existen las flores, existen las amapolas, las rosas, el jazmín y así sucesivamente.
He necesitado una vida entera para apreciar sus palabras. Lo perdí, y relativamente pronto, cuando me fui de Grecia. No intentó impedírmelo. “Vete, hijo mío”, me dijo. “Grecia no tiene lugar para ti”.
Deben haber sido las palabras más amargas de su vida.
Esto es lo que quería decirte, hijo. Esto y lo más importante.
“No nos rendimos. Somos seres humanos”.
Eso me decía él y lo mismo quiero decirte yo.
“Somos seres humanos y como seres humanos tenemos un trabajo que hacer”.
Y lo haremos.
Como te dije antes, a mi alrededor está oscureciendo. Pero a ti te deseo que vivas en la luz y con un corazón puro.
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