lunes, 25 de febrero de 2019

El campo antes de la batalla, por Fernando Vallespín

En momentos de desconcierto político, cuando más necesitamos que alguien nos ayude a entender lo que pasa, lo que nos encontramos es lo contrario: la política se vuelve cada vez más primaria, casi insultantemente simple. Cuando la gravedad de los problemas que nos abruman no paran de manifestarse y ansiamos encontrar respuestas, todo lo que se nos presenta son frases hechas o proclamaciones vacías. Cuando más se afirma el convencimiento de que nuestras dificultades solo pueden encontrar una solución a través de políticas de consenso, a lo que asistimos es, empero, a la casi histérica celebración del disenso y la confrontación.../... Lo que se nos oferta es, pues, lo contrario de lo que se demanda.../... Lo decisivo, como bien saben los expertos en comunicación política, es crear estados de ánimo. Cuanto más guerreros, mejor. Y para ello el arma decisiva consiste en irritar las emociones. Esto sirve tanto para ocultar la banalidad de los discursos como para cementar las adhesiones. Un zasca en las redes llega más que un aburrido artículo de opinión; y para descalificar al contrario basta con el insulto, no hace falta leer su programa. La clave está en conseguir un estado de alerta emocional permanente.../... El objetivo no es aplicar una política, sino el acceso al poder como fin en sí mismo; o su conservación. La codicia del poder lo mueve todo. De ahí esa lacerante visceralidad contra el competidor. Y ese ya indisimulado nerviosismo que asola a quienes se juegan el quedar en primer lugar para liderar la potencial coalición victoriosa. La otra dimensión de la política, el adicionar voluntades para conseguir fines colectivos, pasa a mejor vida. LEER

domingo, 3 de febrero de 2019

Defensa de la república inútil, por José Ovejero

Empecemos por algo en lo que es fácil ponernos de acuerdo: los españoles tenemos problemas mucho más graves que decidir si debemos abolir la monarquía y (re)instaurar la república.../... Sin embargo, en este debate suele ganar el que defiende el statu quo, como si cuestionarlo solo pudiese generar inestabilidad. Es lo que nos dicen a quienes querríamos un referéndum sobre la forma de Estado: reabrir la Constitución puede provocar inestabilidad y enfrentamientos. El fantasma de la inestabilidad ha llevado demasiadas veces en España a tragar lo intragable, también en todo lo relacionado con la monarquía: a ocultar los negocios y las cuentas del rey emérito o, cuando abdicó, a su blindaje exprés acordado por el PSOE y el Partido Popular para evitar que se le pudiese imputar por sus posibles delitos.../... Hay muchas razones no para acabar con la monarquía, pero sí para consultar sus deseos a los ciudadanos, más de cuarenta años después de la muerte del dictador y de las razones que llevaron a aceptar el mal menor que era la monarquía: su discutible legitimidad en el caso de España, su comportamiento poco ejemplar, las amistades peligrosas que han mantenido con representantes de regímenes brutales, la sensación de que partidos y prensa nos han ocultado la verdad sobre los actos de la Casa Real, y también por algo que afecta a todas las monarquías, no solo a la española: porque independientemente de su mejor o peor funcionamiento, de lo respetuosas que sean con la ley, de cuánto interfieran en la política, no dejan de ser instituciones asentadas sobre la distinción de clase, la familia a la que perteneces y el poder heredado e indiscutible, cualidades, en fin, que nada tienen que ver con procesos democráticos. LEER