¿Cómo es posible que semejante truhán se haya ganado la confianza de tantos norteamericanos? Ya se han dado muchas razones y algunas van bien encaminadas: el daño producido por la crisis de 2008 en el cinturón industrial del país, el pánico de la minoría blanca tras la victoria de Obama, la resistencia de ese mismo grupo a la pérdida de los privilegios de los que han gozado históricamente. Lo cierto es que por esas y otras razones, hay más votantes de Trump de los que uno cree reconocer. Como dice en The Washington Post el escritor Paul Theroux: “Hay muchos Trumpers ruidosos, pero hay muchos Trumpers vergonzosos también; yo he descubierto muchos en mi adorable y progresista familia, y quizá en la de ustedes también los hay”.
Tal vez una de las razones del éxito de Trump es que su discurso y su conducta no resultan tan ajenos a los valores y tradiciones americanas como se puede creer. Ciertamente, Trump no es digno ocupante de la silla de Lincoln o Roosevelt, pero no está tan lejos del temperamento, la falta de escrúpulos y el odio de Nixon hacia sus rivales. No se identifica con el intelectualismo de Obama o Wilson, pero sí con el populismo de Reagan.
Podemos seguir dos años más lamentándonos del desastre que representa Trump, ajeno a los valores que nos gustan a nosotros, como la solidaridad, la compasión, la diversidad, el civismo, la educación, o pensar en qué motiva a quienes no los comparten a buscar opciones tan radicales y disparatadas. Si esto no se resuelve a tiempo, Trump seguirá en la Casa Blanca después de 2020.
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