Hace 25 años pensaba que ya sabía la mayor parte de las cosas que necesitaba saber. Imaginaba que a los treinta y tantos años la vida ya había adquirido su forma más o menos definitiva. Sabía las novelas que me gustaban y las que no me gustaban, y también sabía o creía saber que leer novelas y escribirlas eran las dos tareas principales de mi vida. Educado, por llamarlo de algún modo, en la cultura universitaria del antifranquismo, tendía a la rigidez intelectual y consideraba que el sarcasmo era un indicio de inteligencia, y el desengaño y el desencanto, los estados naturales ante la situación del mundo y ante las realidades y las expectativas de la vida inmediata.
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