viernes, 22 de noviembre de 2024

Un orden caótico, por Juan José Millás (El País: 22/11/24)

Reprimo con frecuencia el impulso de criticar a la vez esto del Gobierno y aquello de la oposición por miedo a caer en lo que se ha dado en llamar la “antipolítica”. También para evitar que de mis palabras pudiera concluirse que “todos son iguales”. No lo son, muestran sensibilidades distintas ante las desgracias que nos aquejan, pero tienen una cosa en común: trabajan en un contexto económico hiperliberal, así que no pueden tomar decisiones o promulgar leyes por las que el dinero se sienta amenazado. De ahí el declive ininterrumpido de las clases medias y bajas; de ahí el aumento de los trabajadores pobres; de ahí que la vivienda haya devenido un bien de mercado inaccesible; de ahí el descenso alarmante de la natalidad; de ahí que, gobierne quien gobierne, el destino de los hijos sea el de arrastrar una vida menesterosa, comparada con la de quienes crecieron en un mundo en el que la lógica depredadora del capital tenía como contrapeso la alternativa imaginaria del modelo soviético y de los países socialistas, que resultaron un fiasco. Las únicas sociedades que se han demostrado viables son las de mercado. Pero no es lo mismo el mercado, donde el comprador es un cliente, que el hipermercado, donde el cliente es un consumible. Debería ser lícito, por tanto, declararse antisistema sin ser asimilado de manera mecánica a la antipolítica o a la ultraderecha. Un socialdemócrata flojo, en los tiempos que corren, podría pasar perfectamente por un rojo frenético. De ahí también la crecida feroz de la desigualdad, que no se debe tanto al empobrecimiento del sistema como a la transferencia de rentas de las clases medias y pobres a las privilegiadas. Fue precisamente el multimillonario Warren Buffett el que se quejó de pagar menos impuestos que su secretaria. Dejemos de predicar, pues, que no hay orden posible fuera del sistema (resulta inimaginable un caos mayor que el del sistema) y preguntémonos qué hacer.

Ese oscuro deseo de un Estado fallido, por Jordi Ibáñez Fanés ( El País: 22/11/24)

Vivimos en un Estado fallido gobernado por un autócrata. Esta es muy en síntesis, y prescindiendo de los aderezos más o menos exaltados o delirantes con que se aliña el mensaje, la lectura que los opinadores del antisanchismo —alguno llegó a pasar por analista solvente antes de caer en la ofuscación y la monomanía— proponen para entender la situación de la España de hoy mismo. Al autócrata lo teníamos desde hacía tiempo, por si no lo sabían. Desde 2018, ahí es nada. Pero la terrible riada de Valencia permitió pasar a la casilla del “Estado fallido”. De Estado fallido hablaba algún intelectual —no entrecomillo por caridad— del procés en los meses previos a octubre de 2017. De fallo sistémico habló Mazón ante las Cortes valencianas en un bochornoso ensayo general para su defensa jurídica. De Estado fallido y de fallo sistémico hablan todos aquellos líderes y fuerzas políticas que buscan desacreditar en bloque un régimen político para apoderarse de él sea mediante un golpe, o una revolución, o una simple ocupación democrática del poder para desarmar desde dentro del Estado sus instituciones en provecho propio. Presumo que no todos los que usan esta expresión están en ese extremo ni se han vuelto tan locos, aunque algunas llamadas a “la acción” —entre seniles y grotescas, viniendo de quienes vienen— obligan a temerse que hay quienes salen con unas cuantas copas de más de algunos cenáculos. Hay una ferocidad gagá, y hay ambiciones y ansiedades más juveniles, todas ellas inocuas en una sociedad educada. Pero aquí la pregunta es siempre quién anima o quién paga esos cenáculos. Seguramente el que sale sobrio de la francachela y se va tranquilamente a casa a fumarse un puro y a beber de su whisky, que es el bueno. La imagen no pretende ser literal, pero sí significativa: hemos ingresado en el imperio de la exaltación y han regresado en tropel los tontos útiles. Que el rechazo a Pedro Sánchez puede plantearse como algo argumentado y hasta racional no seré yo quien lo ponga en duda. Ni tan siquiera lo digo en subjuntivo, porque no es una posibilidad: es un hecho y forma parte de las reglas del juego de la democracia. Pero que el rechazo se exprese como odio, e incluso si ese odio todavía se esfuerza por parecer argumentado y razonado —claro, ¿cómo no se verá como odioso a un autócrata, y cómo no será un autócrata si lo odiamos?—, eso ya sospecho que forma parte de una manera muy actual, quizá demasiado actual, de vivir la política. Y no digamos si el odio se expresa como algo visceral, como algo odioso en sí mismo y como algo dispuesto a la violencia, o dando pábulo a la acción violenta hasta alentarla y comprenderla. Objeto de odio ya lo fueron Suárez, González, Aznar y Zapatero. Calvo Sotelo y Rajoy sospecho que desataron menos pasión. Pero sea cual sea el ranking de los odiosos, lo que es evidente es que el odio, la visceralidad, el exabrupto, el disparate, y ahora la mentira sistemática y descarada, la manipulación más burda y maniobrera, dominan la política de este país —y de buena parte del mundo global— para desgracia de todos. Quienes creen que un mínimo de racionalidad se impondrá se equivocan. Quienes invocan una política basada en la sensatez, en el triunfo de la verdad sobre la mentira —del bien sobre el mal— se equivocan. Muchos ciudadanos de hoy se informan y piensan enganchados a un placebo informativo repleto de venenos, y son precisamente esos venenos los que les dan gusto y los vuelven adictos a su nicho de información. Es el final del sueño ilustrado de una sociedad articulada por una opinión pública honesta, cualificada y bien informada. Es el final definitivo, y nada abrupto, porque sería muy ingenuo creer que eso no ha sucedido hasta ahora. Alexander Koyré ya pudo escribir en su ensayo sobre la mentira de 1940 que “nunca antes se había mentido tanto como ahora”. Su motivo de escándalo era Goebbels, y la novedad era el aparato de radio. No es difícil encontrar en internet fotomontajes de los años treinta con el aparato de radio como gran tótem erigido en medio de una multitud, ni imágenes de familias unidas en torno a la misma radio escuchando la voz del Führer con la misma devoción con la que se podía bendecir una mesa. Son conocidas las reacciones de intelectuales como Tucholsky o Thomas Mann al oír por primera vez a Hitler en la radio, porque dejaron por escrito su perplejidad y la imposibilidad de tomarse en serio justamente aquella voz. Pero también es conocida la advertencia de Hitler: “Primero fueron muchos los que se reían, luego fueron cada vez menos, y de los que todavía se ríen, pronto no se reirá ninguno”. No quiero incurrir en la típica reductio ad Hitlerum, pero es importante pensar históricamente y tratar de comprender adónde nos lleva la dinámica actual de frivolidad, mala fe y ominosa ferocidad. Y qué significa para la democracia, tal como la conocemos, esta demolición de una opinión pública razonablemente capaz de preferir la veracidad a la mendacidad. Lo del Estado fallido no es un ejemplo de bulo. Es el horizonte al que apunta la proliferación de los bulos. La agitación verbal acaba por agitar los ánimos, que es lo que busca, y de los ánimos agitados puede esperarse cualquier cosa. Así se crea un estado de opinión cada vez más amplio que asume como un hecho que la situación general de España es efectivamente la propia de un Estado fallido. La parte de la sociedad que muerde con afán semejante anzuelo no puede no desear otro Estado, a menos que encuentre placentero el vivir en un Estado fallido, cosa improbable. De modo que tanto la insistencia en el Estado fallido como la receptividad ante semejante infundio lo que hacen es expresar el deseo de que el Estado actual —la España constitucional— se dé efectivamente por fallido y dé paso a otro modelo o régimen político, se supone que más fuerte, más autoritario, más centralizado, o simplemente más caótico y ya consumadamente libertario, ideal para las doctrinas del cuanto peor, mejor. No me cabe duda de que algunos de los opinadores que se han lanzado por ese tobogán, llegados a ese punto, se llevarían las manos a la cabeza y dirían que ellos solo quieren “echar a Sánchez”. Pero al cambiar el agua del barreño —como suele decirse— hay que vigilar mucho con que no se acabe tirando también al niño. Y el niño por supuesto no es Sánchez. Por supuesto que no es Sánchez lo sagrado, sino el Estado. Por eso lo inquietante es que para hundir un Gobierno hayamos entrado en una carrera hiperbólicamente destructiva y en la que parece haberse infiltrado otro plan, otro propósito con un tufo trumpista y desestabilizador que apesta, en definitiva, a ultraderecha. Y que la ultraderecha juegue a ser ultraderecha no debe sorprendernos. Pero que la derecha en teoría centrista se arme un lío —y nos líe a todos—con sus maniobras de supervivencia ante el colosal desastre de Valencia y su escandalosa gestión por parte del Gobierno valenciano, eso debe anotarse en la interpretación del momento presente y sus tendencias. No vaya a ser que desacreditar el Estado llegue a ser conveniente incluso para aquellos partidos que representa que son partidos de Estado. Dicho de otro modo: ¿Dar el Estado por fallido podría llegar a ser electoralmente rentable?

martes, 12 de noviembre de 2024

Las fracturas de la política estadounidense, por Daniel Innerarity (El País, 12/11/24)

Las recientes elecciones estadounidenses se parecen más a las de 2016 de lo que a primera vista puede parecer. Cabe interpretarlas de tres modos: como la clásica alternancia de poder (lo que contradice la evidencia de que estamos ante cambios más significativos e impredecibles que el mero cambio de Gobierno), como un giro histórico (algo que sobrevalora la capacidad de los políticos para producir los resultados que anuncian, como el de “arreglarlo todo” proclamado por Trump en la campaña) o como unas elecciones que vuelven a recordarnos la existencia de viejos problemas, de las fracturas que atraviesan a la sociedad estadounidense, que deterioran su espacio público común y que condicionan una y otra vez su política. Soy partidario de esta última interpretación. Estas fracturas persistentes se manifiestan al menos en cuatro grandes asuntos: la ruptura de la comunicación entre las élites y la gente, la cultura cívica y populista del viejo jeffersonianismo, la transformación del capitalismo clásico y un cierto agotamiento del paradigma multicultural. Se da la paradoja de que el pueblo americano no ha elegido a quien podría sanar esas fracturas, sino al que con más habilidad las ha utilizado en su favor, pero esa es otra historia, que tiene que ver con que una decisión sea correcta y lo que ahora me interesa es tratar de entenderla. Comencemos por el desconcierto de las élites, que obedece a las múltiples fragmentaciones de la sociedad estadounidense, intensificadas pero no creadas por las redes sociales, frente a lo que suele afirmarse. Más relevante que la desinformación es la incapacidad para hacerse con una información equilibrada y más importante que la verdad es la diversidad, sin la cual no hay acceso posible a la verdad. El resultado de todo ello es la creación de comunidades homogéneas de opinión en las que se realizan diversas formas de autosegregación psíquica e ideológica. Sin experiencias compartidas resulta imposible entenderse incluso desde el punto de vista cognitivo: hacerse cargo de los puntos de vista y malestares de los otros. Pensemos en esa minoría blanca que se siente amenazada por la inmigración y el comercio internacional o la experiencia de esa minoría civilizada que no sufre las amenazas de la precariedad y celebra la diversidad cultural que no le plantea ningún problema existencial sino que más bien multiplica sus posibilidades de oferta gastronómica o trabajadores más baratos. La segunda fractura tiene que ver con la confrontación entre dos culturas políticas muy diferentes y presentes en el relato fundacional americano: la radical-plebeya del viejo jeffersonianismo, que exalta el trabajo, rechaza la burocracia y las intrigas del poder federal frente a la concepción hamiltoniana del poder centralizador y los grandes espacios. Hay mucha nostalgia en el deseo de mantener la cultura cívica republicana (que es una impostura cuando Trump se presenta como su defensor), pero también hay amplias capas de la sociedad americana que la añoran. En el imaginario cultural americano pervive el ideal de la comunidad cívica que reposa sobre la ética individual de sus miembros y la solidaridad con los cercanos (basta recordar algunas películas de Robert Altman o de Frank Capra), en contraste con los escándalos financieros, la administración burocrática y el trabajo deslocalizado o, simplemente, la inanidad de ciertas tareas tal y como se refleja en la serie televisiva The Office. Por supuesto que no deja de ser paradójico que quienes tienen éxito político en este mundo banal no sean aquellos mejor representan esa cultura cívica sino quienes mejor se aprovechan de su decadencia. El tercer gran contraste que atraviesa a la sociedad americana es el que distingue al capitalismo industrial clásico del nuevo capitalismo digital. Buena parte de la sociedad no comprende la lógica de esta nueva economía que es vista como una amenaza y no cuadra con la lógica del trabajo material. Es cierto que hay en todo ello una visión romántica del viejo mundo industrial, una consideración demasiado negativa de la globalización y una incomprensión de la economía del conocimiento, que no necesariamente equivale a especulación financiera. Pero en política es más importante cómo las cosas son percibidas que como realmente son. Conocemos los enormes costes que ha tenido en la historia el cierre proteccionista, pero también sabemos que se paga muy cara la desatención hacia las señales emitidas por la gente, su deseo de protección. Mientras no se consiga esto, habrá resistencias hacia los espacios abiertos para el comercio o la libre circulación de personas, unas resistencias en las que suelen mezclarse aspiraciones racionales y reacciones torpes, pero que no son nunca temores del todo infundados. La cuarta cuestión conflictiva es la que se refiere a la diversidad cultural. En los últimos años, se ha criticado mucho a la izquierda por haber abandonado los combates redistributivos por cuestiones acerca de la identidad, de haber caído en una especie de histeria moral en relación con la identidad racial, sexual y de género que habría distorsionado su mensaje e incapacitado para unificar la sociedad y gobernarla. No comparto esta crítica porque creo que las cuestiones redistributivas y de identidad están íntimamente vinculadas, además de que la movilización de los votantes blancos en favor de Trump sigue la lógica identitaria de un grupo supuestamente discriminado, es decir, que no estaría representando ninguna aspiración universalista. Pero es cierto que el discurso de las élites sobre la diversidad cultural puede ser hiriente para quienes conviven habitualmente con esa diversidad en sus aspectos menos idílicos. Existe un tipo de persona progresista que se siente cosmopolita y moralmente superior porque se eleva por encima de sus intereses, cuando en realidad sus intereses no están en juego y los que son sacrificados son los intereses de los otros, más vulnerables, más en contacto con las zonas de conflicto. La falta de credibilidad de tales discursos es lo que explica, por ejemplo, el voto republicano de tantos migrantes que tienen una visión completamente distinta de la realidad multicultural. Cuanto más tiempo pierdan las élites liberales en lamentar la irracionalidad de estas reacciones, más lejos estarán de la verdadera tarea que tienen por delante: comprender las causas del malestar que ha propiciado el éxito de quien menos puede hacer para aliviarlo. Ahora no se trata de tener razón, sino de resultar convincente sin perderla. Tampoco es que la gente sea necesariamente más sabia que sus representantes, por lo que esa forma de elitismo invertido que es el populismo no representa ninguna solución. El problema de fondo es la falta de mundo común. Las soluciones solo se alumbrarán compartiendo experiencias, es decir, emociones y razones; si, en vez de seguir enfrentando las razones de los de arriba con las pulsiones de los de abajo, aquellos interpretan adecuadamente las irritaciones de estos, condición indispensable para que los irritados puedan confiar en las intenciones y capacidades de quienes les representan.

martes, 5 de noviembre de 2024

DANA: depresión aislada en niveles altos (El País: 3/11/24)

Depresión. Me refiero a ese malestar íntimo y cotidiano, a la consciencia de que habitamos un mundo que produce dolor de forma sistemática mientras nos esforzamos en divertirnos o en poner foco en alguna tarea productiva. Aislada. No somos pocos los que nos sentimos desolados ante la idea de morir en un mundo que agoniza entre guerras y genocidio pero sí nos sentimos profundamente solos e impotentes. En niveles altos. Sucede que la depresión se ha convertido en el estado del alma de las llamadas sociedades del bienestar. En las esquinas del mundo donde miramos vemos desastres naturales, campos de concentración para personas migrantes y hasta las bombas sobre hospitales infantiles con horror, pero también con distancia, incluso con el alivio de sabernos lejos del espanto. Pero la DANA está aquí y las vidas arrancadas están demasiado cerca. Es imposible no entender de una vez que la vida de uno es la vida de todos. Es imposible no sentir, viendo las imágenes de estos días y de todos los días, que somos parte de una cultura fracasada y profundamente equivocada. Hasta que no se nos meta en la cabeza, no con el horror de la tragedia presente pegada al cuerpo sino en todo momento, que la vida de uno es la vida de todos, no hay nada que hacer. Esta catástrofe no es excepcional sino absolutamente cotidiana: en los cayucos, en Ucrania, en Gaza… Todo forma parte de la misma DANA. Sin embargo, eso que llamamos solidaridad solo parece urgente cuando tenemos el agua al cuello y el cuerpo congelado. Como si viviéramos en un tipo de sociedad que no es capaz de entender que cada uno de nosotros es todos. Que en democracia todo el mundo tiene derecho a vivir su vida, y que la vida no es tal cosa sin soportes comunitarios, sin servicios de emergencia, sin espacio público, sin aire limpio, sin una sociedad decidida a protegernos a todos. En vez de eso, tenemos a Trump diciendo que las personas migrantes se comen a las mascotas en EE UU y a Núñez Feijóo viajando a Valencia para hacer uso político de la desgracia en defensa de sus propios intereses. Esa forma tan extendida y “democrática” de hacer política sobre el dolor ajeno y en beneficio del propio interés también es DANA. Pero ¿qué son y en qué consisten exactamente los propios intereses cuando pisamos sobre un planeta que se recalienta hasta la asfixia? ¿Qué es el propio interés cuando tenemos cientos (miles) de niños no acompañados durmiendo literalmente hacinados en centros de menores de Canarias? Creo que el propio interés es también DANA y un reflejo de nuestra falta absoluta de solidaridad. Una clase de solidaridad que es imposible en un tipo de cultura política que no entiende que cada uno es todos y que se esfuerza en convencernos cada día de que cada uno es uno. Por supuesto que todos nos sentimos solidarios y acongojados estos días. Pero creo que la empatía se ha convertido en una forma de disfrazar el miedo y de pensar que podría pasarme a mí, cuando la empatía debería ser una forma de entender y de sentir que de hecho los intereses de los otros son, objetivamente hablando y todos los días, también los nuestros. La empatía de la que hablo no es capaz de evitar la tragedia pero sí de exigir un mundo que deje de una vez de provocarla.

Linchamiento, por Santiago Alba Rico (El País, 5/11/24)

Desde hace unos días asistimos a una especie de colapso moral que va mucho más allá del caso Errejón y afecta a los partidos, al crédito político en general, al Estado de Derecho y, sobre todo, al feminismo. Se llama linchamiento. A la espera de que se concreten y resuelvan las denuncias, nada se puede ni se debe decir sobre la culpabilidad penal de Iñigo Errejón porque nadie lo sabe aún. Hay algo que, sin embargo, sabemos ya todos. Incluso si se demostrara culpable de los delitos de los que se le acusa e incluso si un tribunal le impusiera los máximos castigos que nuestras leyes contemplan, ningún juez podrá imponer a Errejón una pena más severa que la que ya ha recibido. Estamos asistiendo, en efecto, a una muerte civil sin rehabilitación posible como resultado de un escarnio público en el que se han cruzado a veces todos los límites. Errejón ha perdido ya eso que, al menos hasta hoy, habíamos decidido no arrebatar jamás a ningún miembro de nuestra sociedad, ni siquiera a los responsables de los crímenes más abyectos. Ha perdido para siempre cualquier posibilidad de vivir como un ciudadano más; tendrá que esconderse o exiliarse; nadie se atreverá a darle trabajo ni a frecuentar su trato, pues su baldón irreparable se contagiará a todo el que se le acerque, como las miasmas de la peste. Es, en efecto, un apestado, un monstruo, un engendro inhumano que parece autorizarnos a suspender todas las reglas y todas las garantías que cuidadosamente nos impusimos respetar. Socialmente, es ya un cadáver. Ya lo hemos matado. En medio de un sombrío panorama mundial, mientras avanza una extrema derecha cruelmente vengadora, mientras se justifican genocidios en nombre de víctimas de holocaustos, cuando parece más posible que nunca precipitarse en la barbarie, recordar los derechos humanos parece una extravagancia propia de locos y de ingenuos. O, peor aún, de traidores: quien no dispare hoy contra Errejón y no se sume a su linchamiento, quien no participe en su asesinato civil, quien evoque la presunción de inocencia o el derecho a la reinserción —dinamitado ya para siempre— deberán ser señalados, atacados y acusados de mancillar a las víctimas. ¿Es esa la sociedad que queremos? ¿Se trata de una gran victoria sobre el machismo? A juzgar por la reacción inicial de los medios, las redes y nuestros partidos políticos, podríamos pensar que sí. Las firmantes de este texto creemos, al contrario, que ninguna victoria feminista puede pasar por la destrucción de un ser humano y menos aún por la activación de tribunales populares al margen de la justicia y basados en dos principios peligrosos: la victimización radical de la mujer y la confusión entre pecado y delito. El “yo sí te creo”, nacido para invertir una relación de poder desigual, debe funcionar como una “ficción de combate” destinada a recordar el miedo de las mujeres frente a una justicia que históricamente nos ha considerado pérfidas y mentirosas. No debemos aceptar ser sospechosas por defecto y ello implica señalar todo poder e institución, toda política, toda ley y todo tribunal, todo policía y todo juez que parta de esa premisa. Ahora bien, si no somos mentirosas por defecto es porque por defecto no somos nada: ni decimos siempre la verdad ni tenemos por qué decirla siempre. Contra la propaganda de la ultraderecha, es bueno recordar que el número de denuncias falsas por agresión sexual es insignificante, es decir, que, frente a esa sospecha patriarcal proyectada sobre las mujeres, estas no mienten más que los hombres. Por pocas que sean las falsas denuncias, en todo caso, su existencia residual demuestra otra cosa: que también mentimos y que para merecer justicia no tenemos por qué ser santas. Las mujeres no estamos obligadas a ser puras e inocentes, tenemos derecho a ser ambiciosas, interesadas, crueles, poco empáticas y mentirosas. Por eso, un análisis feminista que contemple a las mujeres al margen de estas categorías (ángeles o demonios) debe tomarse muy en serio las servidumbres del Derecho; es decir, si hay un espacio al que no puede llevarse el “yo sí te creo” es el de los tribunales, donde debemos imponernos la absoluta obligación de que, como bien explica la magistrada feminista Amaya Olivas, todos los castigos se desprendan no de crímenes creídos sino de crímenes demostrados. Por lo demás, por razones profundamente feministas debemos partir de la constatación de que ni para los hombres ni para las mujeres es fácil evitar estas pulsiones negativas en un marco capitalista neoliberal que fetichiza la imagen y obliga a disputar la visibilidad en condiciones de feroz competencia. El fanatismo opera dividiendo el mundo entre quienes son esencialmente buenos y quienes son esencialmente malos, y ese suele ser justamente el indicio que precede a los abismos más oscuros de la historia. El feminismo, la izquierda, los defensores de los derechos humanos, debemos combatir cualquier forma de fanatismo y anticiparnos a él para prevenirlo y desactivarlo. Por esa razón es imprescindible defender a ultranza una justicia que descarte bulos y testimonios anónimos y decida en cada caso la veracidad de las denuncias conciliando la escucha atenta de las víctimas con el respeto a la presunción de inocencia del acusado. Jamás debería convertirse en un principio del sentido común la idea de que —según hemos oído repetir últimamente— “es una infamia cuestionar el testimonio de las víctimas”, porque ello entraña haber dictado ya sentencia sin piedad y sin derecho a la defensa. El “yo sí te creo” no puede convertirse en una invitación a la denuncia impune y sin nombre. Hay que tener mucho cuidado. Lo hemos visto estos días con inquietud: el peligro de aceptar como creíble una denuncia anónima verosímil es que obliga a dar credibilidad también a las inverosímiles, en una cascada de testimonios sin freno tanto más creíbles cuanto más visible y poderoso es el objeto de las denuncias. Frente a la pandemia digital, en la que la facilidad, la impunidad y la conspiración política se alimentan de manera exponencial y se contagian como un imperativo libidinal, la justicia es impotente para intervenir o no puede intervenir a tiempo. Como sabemos, un linchamiento digital es un linchamiento real, pues ha ocasionado a menudo el suicidio de los señalados, fueran culpables o no. El feminismo nunca —nunca— debería sumarse a estas dinámicas. El caso Errejón ha confirmado un peligro que a muchas nos asusta desde hace tiempo; nos referimos al peligro de confundir el pecado y el delito; es decir, lo social o moralmente reprobable con lo penalmente condenable. Como bien resumía un extraordinario texto del Colectivo Cantoneras, “las relaciones de mierda no son agresiones machistas”. Y no porque no sean a veces machistas —pueden serlo— sino porque hay que elegir bien las palabras con las que nombramos los delitos. La falta de empatía, la ausencia de atención, la indiferencia, son un buen motivo para no volver a tener relaciones sexuales con un hombre. Son también, en un mundo machista, el reflejo de un problema estructural. Que tantas mujeres se encuentren en la cama con hombres con quienes el sexo es egoísta, descuidado, unilateral, desagradable e insatisfactorio pone sobre la mesa una cultura machista que debe someterse a examen. Ahora bien, más vale que distingamos el mal sexo de la violencia sexual, y el machismo de los crímenes penales. Cuando el feminismo que parece reinar en este apocalipsis linchador confunde los comportamientos machistas con la agresión sexual está, por un lado, banalizando la violencia, pero también tratando a las mujeres como menores de edad. Esa confusión (entre “pecados” y “delitos”) sirve para legitimar, contra la razón y contra la misericordia, la condena social, a veces despiadada, de cualquiera que no nos haya tratado como creemos merecer. Induce además el olvido de otras violencias (políticas o económicas) que también sufren las mujeres junto a otros colectivos vulnerables. El espectáculo catastrófico de estos días revela, en fin, la toxicidad de nuestros partidos, la ruina de la izquierda y la destrucción que, en determinadas manos, se ha llevado a cabo del feminismo como promesa de otra sociedad. Ningún feminismo puede ser compatible con el linchamiento. Ninguno. Porque ninguna sociedad puede ser sensible contra el machismo si no es sensible en general; porque ningún feminismo puede combatir el maltrato de las mujeres si no combate todo maltrato; porque ningún feminismo puede denunciar el abuso de poder masculino si no denuncia todo abuso de poder y porque ningún feminismo cambiará nada para las mujeres si no puede transformar esta sociedad. Es en momentos como estos cuando decidimos si queremos o no desengancharnos de todos esos límites —principios éticos y garantías jurídicas— que nos hemos dado para protegernos del fanatismo, de la crueldad y la deshumanización. Nuestro presente político no nos permite olvidar la facilidad con que la humanidad puede precipitarse en todos esos abismos; y un linchamiento, que nos sitúa ante el precipicio, nos hace temer que hayamos decidido dar el último paso y saltar.

miércoles, 16 de octubre de 2024

Nuevos guerreros de Lepanto, por Antonio Muñoz Molina (El País, 12/10/24)

Yo creía hasta ahora que solo los cervantinos incondicionales nos acordábamos de la batalla de Lepanto, y seguíamos las referencias a ella en la obra y en la vida de nuestro héroe, que ya en su vejez comprendía melancólicamente que una victoria militar de hacía casi medio siglo estaba siendo olvidada, y con ella la memoria del sufrimiento y el heroísmo de muchos muertos anónimos, y el desengaño y la penuria de muchos supervivientes, entre ellos el propio Cervantes, mutilado de guerra que persiguió en vano alguna recompensa a sus méritos. Un año antes de morir, “viejo, soldado, hidalgo y pobre”, aún se acordaba con apasionada elocuencia de haber participado “en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”. Es una exageración muy poco característica de su forma de escribir, en la que los altos vuelos retóricos siempre quedan ridiculizados por la ironía. Cervantes había visto de cerca el contraste entre las leyendas oficiales de la épica guerrera y la dureza de la realidad, entre la glorificación de los caudillos militares como don Juan de Austria y el triste destino de los soldados, los marineros, los remeros forzados en las galeras victoriosas. Había experimentado en su propia piel las heridas de la guerra y las de los latigazos y las humillaciones de la esclavitud. Y en su cautiverio de Argel, durante cinco años, había convivido a diario con una variedad de gente y de creencias religiosas que en la España de Felipe II ya era imposible. Al enemigo musulmán se le llamaba genéricamente el Turco. Pero en Argel Cervantes vio que detrás de ese calificativo sin rostro habitaba un hervidero de personas reales, muchas de ellas de lealtades cruzadas, cristianos que se habían convertido por conveniencia al islam, mercaderes griegos, italianos, albaneses, judíos, frailes españoles dedicados durante años a la tarea de rescatar cautivos. Y todos ellos se entendían en una jerga bastarda hecha de retales de diversos idiomas que era objeto de la curiosidad de un oído tan alerta a todo tipo de hablas como el de Cervantes, católico devoto y observador compasivo y sin prejuicios de todo el arco de la condición humana. Pero ahora me entero, gracias a una de esas sagaces crónicas italianas de Íñigo Domínguez, que la efemérides para mí lejana y literaria de la batalla de Lepanto es una fiesta anual de los neopaleofascistas italianos de Matteo Salvini, que se reúnen cada 7 de octubre no para recordar a aquel soldado Cervantes que tuvo tanto amor por Italia —su idioma, su literatura, su alegría de vivir, tan ajena al ceño áspero español—, sino para conmemorar belicosamente la victoria de la Liga Santa contra el imperio otomano. Hay que tener mucho cuidado con los movimientos políticos que veneran batallas ganadas o perdidas hace varios siglos. Por lealtad al recuerdo de la batalla de Kosovo de 1389 los nacionalistas serbios sembraron de destrucción y de cadáveres en los primeros años noventa el país desguazado que un poco antes era Yugoslavia. Como bien sabía Cervantes, el “día después” de Lepanto (por decirlo en nuestro español mal traducido de ahora) fue en gran medida un fiasco. La armada cristiana dejó pasar la oportunidad de perseguir a la muy debilitada de los turcos e infligirle un daño definitivo. La Liga Santa, constituida por España, el Papado y la República de Venecia —ahora Salvini propone una “Santa Alianza”— quedó deshecha muy pronto, por las disputas internas, y, sobre todo, por la ambición de Venecia de mantener los lazos comerciales en el Mediterráneo con el imperio de los infieles. Cervantes, recuperado parcialmente de heridas gravísimas, siguió combatiendo cuatro años más, antes de ser hecho cautivo, y vio en ese tiempo cómo se disipaban en aventuras militares inútiles las supuestas ganancias de la victoria de Lepanto. Ahora, Matteo Salvini y sus repugnantes aliados de toda Europa se ven a sí mismos como herederos de don Juan de Austria, almirantes de una nueva armada cristiana que se dispone a combatir en esas mismas aguas del Mediterráneo a un enemigo que en el fondo es el mismo de siempre, el Turco, el Moro, el Negro, el Ladrón de nuestras casas, el Violador de nuestras mujeres, el que nos va a quitar lo que es nuestro, cada uno de esos privilegios que parecen haber servido solo para alimentar el resentimiento, no la lealtad hacia el sistema democrático y de protección social que los ha hecho posibles. En la cubierta de la galera Marquesa, ardiendo de fiebre, sobreponiéndose al miedo, Miguel de Cervantes veía aproximarse las naves enemigas y era consciente del equilibrio de fuerzas entre las dos armadas. Ahora, en las nuevas batallas soñadas de Lepanto, el enemigo invasor son los fugitivos inermes de las guerras, las persecuciones políticas, el hambre, la desertización acelerada por el cambio climático. Hasta ahora, la gran victoria naval de la que se enorgullece Salvini fue la obtenida contra el buque español Open Arms, al que en 2019, cuando era ministro del Interior, forzó a permanecer 19 días delante de la costa de Lampedusa, con 147 emigrantes hacinados a bordo, rescatados del mar, acosados por el hambre y la sed, por una claustrofobia que a muchos de ellos los empujó a saltar al agua en la que muy poco antes estuvieron a punto de ahogarse. Ese enemigo irrisorio al que venció Matteo Salvini expande ahora por el mundo su amenaza universal. En Springfield, Ohio, los emigrantes de Haití cazan y devoran los gatos y los perros y hasta las ardillas en los jardines de las personas decentes. En las zonas de Carolina del Norte devastadas por el huracán Helene los damnificados blancos no reciben ayuda porque votan al Partido Republicano y porque los fondos del Gobierno federal se gastan en sobornar a los inmigrantes ilegales para que voten a los demócratas. La delincuencia es más baja que nunca en nuestro país, y ha ido descendiendo en los mismos tiempos en que llegaban más inmigrantes, pero dirigentes políticos y agitadores en la televisión y en las redes claman contra la inseguridad creciente provocada por los menores extranjeros. Informes de rigor intachable aseguran que los inmigrantes no perjudican a los nativos en su trabajo ni en sus prestaciones sociales, pero nada de eso desacredita a los demagogos que los acusan de “quitarnos lo que es nuestro”. A Cervantes, que lo había visto todo en esta vida, lo fascinaba la extraña capacidad humana para no ver lo que se tiene delante de los ojos, y para empeñarse en ver lo que no existe, y dejarse engañar por las mentiras y las fantasías de otros. La locura de don Quijote es en gran parte un empecinamiento fanático en no ver lo evidente, y más tarde una voluntad de aceptar las mentiras que otros han urdido para manipular su conducta o tan solo para burlarse cruelmente de él. Según una encuesta reciente, una gran mayoría de españoles considera que en nuestro país hay demasiados inmigrantes, y asocia esa abundancia con hechos negativos, como la inseguridad o el deterioro de las prestaciones sociales. Al mismo tiempo, para esa misma mayoría sus relaciones personales o laborales con inmigrantes son positivas. La amenaza del enemigo abstracto se disuelve ante la cara, la presencia, el trabajo de una persona concreta. Pero Cervantes nos advirtió de lo que saben muy bien los manipuladores satánicos de las mentes humanas: que es muy fácil persuadir a casi cualquiera de que la realidad no es lo que muestra serenamente la razón, sino un simulacro urdido por encantadores maléficos para sembrar la duda y ocultarnos la batalla de Lepanto que no ha cesado nunca, la del nativo contra el bárbaro, del cristiano contra el infiel, del Bien contra el Mal.

Entrevista a Antonio Scurati en El País (13/10/24) , por Íñígo Domínguez

Antonio Scurati (Nápoles, 1969) nos recibe en su estudio de Milán, donde escribe su quinto y último volumen de la novela M., sobre la vida de Mussolini, una empresa literaria que ha llegado a 40 países. Ya se ha convertido en una serie, estrenada en el último festival de Venecia. Se le ve cansado, tanto por las horas de trabajo, como por la inmersión en unos días “oscuros y sangrientos”, los últimos del dictador. Convertirse en una figura pública le ha afectado, pero se lo toma como una misión. Hace seis años percibió que había que volver a contar el fascismo, renovar una memoria que se daba por supuesta, en un momento de auge de la ultraderecha. La llegada, en 2022, del primer Gobierno italiano de extrema derecha le ha convertido en una voz crítica de referencia en el país. Y está pagando las consecuencias, como otros intelectuales. El pasado abril, un monólogo suyo en la RAI, donde acusaba al Ejecutivo de Meloni de no haber renegado de su pasado neofascista, fue cancelado. En España publica ahora el cuarto tomo, M. la hora del destino (Alfaguara), donde narra los años de la Segunda Guerra Mundial, y un ensayo, Fascismo y populismo (Debate), escrito en 2022, justo después de la victoria de Meloni, donde ya señalaba los paralelismos del movimiento del Duce con el populismo actual, y los peligros que advertía. Algunos de ellos, dice, ya son una realidad. Cansado y todo, conversa apasionadamente. Pregunta. ¿Cómo se explica el impacto de sus libros? Quizá la gente se ha dado cuenta de que realmente no sabía nada del fascismo, pese a hablar tanto de él. Respuesta. Sí, esto es decisivo, vivimos en una época en la que nuestra experiencia histórica del tiempo ha terminado. No sentimos una conexión con las generaciones que nos han precedido, ni con las que nos seguirán. Y esto hace que vivamos en una especie de olvido idiota, un eterno presente que no recuerda y no espera. Los lectores han encontrado en estos libros una respuesta. Llegan cuando una nueva clase política, nueva pero vieja, con raíces en el neofascismo, quiere reescribir esa historia. Y esta obra se interpone en su camino, por eso me odian. P. Usted hace autocrítica: dice que nuestra generación ha vivido de forma hedonista, sin preocuparse de la política. R. Sí, en los años ochenta recuerdo la España de la Movida, esa explosión de vitalidad, y coincidía con lo que pasaba en Italia. A partir de entonces el vínculo con la memoria histórica se rompió en toda Europa. Se produjo una desmovilización ideológica, un desapego de la política. Aún teníamos detrás los sangrientos setenta, y fue como barrer el polvo bajo la alfombra. Los ochenta en Italia duraron 30 años. Esa época de aturdimiento propone muchas de las graves cuestiones políticas no de los setenta, sino de los años veinte. Hay simetrías y diferencias. La mayor diferencia es la violencia física, característica esencial del fascismo; hoy solo es marginal. P. La otra cara de la moneda para usted es la seducción. ¿Cómo se articula hoy? R. La seducción populista pone el cuerpo del líder en el centro, algo en lo que Mussolini fue el primero, una de sus muchas intuiciones sobre la política en la era de las masas, la personalización tan fuerte de la política. Pensemos en Trump. Es la identificación total entre el líder y el pueblo: soy el pueblo. Esto trae consigo la simplificación brutal de la complejidad del mundo contemporáneo. Luego, el desprecio de las instituciones. Y la reducción de todo a un único problema, a un enemigo, un extranjero. P. ¿Berlusconi no era ya esto? Le pregunto también por el balance de estos dos años de Gobierno de Meloni: se dice que es la derecha de toda la vida, que no es para tanto. R. No lo comparto en absoluto. Berlusconi fue sin duda el primer líder populista de la nueva era. No es casualidad que fuera el primero en llevar al Gobierno a los herederos del Movimiento Social Italiano [MSI, partido heredero del fascismo, donde militó Meloni]. Preparó el terreno cultural para ello, pero se mantuvo en la órbita liberal. Lo que ha cambiado es la manifiesta tendencia antiliberal. No ha pasado nada si lo que se esperaba era, digamos, un golpe de Estado. Pero se ha ido desarrollando ese proyecto de giro hacia lo que llaman democracia iliberal, un contrasentido. No han secuestrado ni matado a nadie, no lo necesitan. La diferencia entre el populismo de hoy y el viejo fascismo es que la democracia está siendo erosionada desde dentro a través de su degradación cualitativa diaria, y no atacada frontalmente. P. El populismo simplifica la realidad en un solo enemigo: la inmigración. R. Es la cuestión central, seguirán ganando elecciones con esta palanca, con ese sentimiento de melancolía hacia la propia existencia histórica que ha tomado el lugar de la esperanza y el ardor con que las generaciones anteriores creían en el destino colectivo. Melancolía de pasiones tristes. Resentimiento, rencor, traición y, sobre todo, el miedo, que se resume en el miedo al inmigrante. Reconozcámoslo, es un problema real, uno de los más grandes de nuestro tiempo con el ambiental, subestimado durante años por la izquierda. No encuentra respuestas a esto. P. Sobre esta melancolía, el estudioso Renzo de Felice veía en el fascismo algo optimista, vitalista, proyectado al futuro. En cambio, veía en el nazismo un pesimismo trágico muy negativo, replegado en el pasado. Hoy estamos más en esto. R. Sí, De Felice tenía razón. Los neofascismos de los setenta en Italia eran casi siempre nazifascistas. Individuos que ponían bombas, que entraban y salían del MSI, y eso debería obligar a cortar esas raíces a quien empezó en ese partido. No solo no lo hacen, sino que continúan con los caballos de batalla de esa ideología. Sí, vuelve esta melancolía, pero hoy es mucho más actual Mussolini que Hitler, se le presta más atención. P. Aun así en su cuarto libro retrata también a Mussolini como alguien despiadado que enviaba a morir a los italianos a guerras absurdas. Esto se conoce poco fuera. R. Sí, quería relatar las dudas que dieron lugar a sus nefastas decisiones. Y lo subrayo: a mis ojos hacen a Mussolini, si cabe, aún más culpable que Hitler. Él no tenía la ceguera ideológica de Hitler, veía la cara demoniaca del nazismo, le asustaba. Y, aun así, persevera en esta indiferencia ante el sufrimiento de su pueblo y de otros pueblos. P. Se acusa a Meloni de no renegar de este pasado. ¿Por qué no lo hace? R. No estoy en su cabeza, pero se mantiene fiel a la directiva respecto al pasado fascista, dada por el fundador del MSI, Giorgio Almirante: “No reivindicar, no renegar”. En esto siguen siendo del MSI. Es claramente una cuestión de identidad. Y su política es de tipo identitario, antiliberal. P. ¿Cómo se desactiva? R. Es dificilísimo. Contesto con dos ideas. Una es reencontrar el sentido de la lucha. Volver a nuestros padres y abuelos y recordar que la lucha de la democracia, un experimento en una pequeña parte del mundo, podría cerrarse como un breve paréntesis. La historia de la democracia ha sido siempre una lucha por la democracia, un trabajo cotidiano, un heroísmo menor como el que nos exige la educación de nuestros hijos. Y la otra es poner en marcha esta gran pasión política de la esperanza. Los partidos progresistas deben hacerlo. Contar que estos inmigrantes nos ayudan a construir una sociedad mejor, más justa, menos contaminada. Es difícil, pero es eso o ganarán los alfiles del miedo.

viernes, 4 de octubre de 2024

La quimera del odio, por Josep Ramoneda (El País: 4/10/24)

Los debates políticos cansan. Siempre previsibles. Con la oposición en ejercicios lamentables de demagogia. Con escasez de ideas y propuestas en positivo. Con los gobiernos a la defensiva y, a menudo, con inquietantes efectos en la opinión pública. Podemos optar por la resignación: son incorregibles, sólo son capaces de pensar en términos de buenos y malos, los míos y los tuyos. La confrontación parlamentaria con insultos y descalificaciones, sin plan alguno, confesable por lo menos, sólo aumentan el desencanto. Y la demagogia es una contribución a lo peor: una imagen falsa de la realidad, que el perdedor crea impunemente porque todo vale para tumbar al adversario. Tenemos ahora mismo dos ejemplos claros: la inmigración y la seguridad. La inmigración ha hecho de pronto un salto de cuarta a primera preocupación ciudadana sobre una falsa apelación a la realidad: las cifras se magnifican, la retórica nacionalista se dispara y se habla ya del desmoronamiento de la patria ocupada por los parias de la tierra. Y, en consecuencia, contra toda evidencia se hace la transferencia a la cuestión de la inseguridad, sin que haya datos objetivos que justifiquen esta imputación. Los inmigrantes van a por nosotros, estigmatización de los que llegan para confortar a los que siguen. La democracia debería ser un espacio de debate y a menudo se instala en el odio y el resentimiento. Es teatro, dicen, pero un teatro peligroso cuando se representa en la escena pública. Ahora mismo, a la derecha se le hace muy larga la espera para volver al poder. La figura de Feijóo como alternativa, varada en la banalidad de la descalificación permanente, no consigue romper el techo. Desde la nuda altivez, Ayuso viene levantando la voz, subiendo la apuesta demagógica. Y la extrema derecha —como en toda Europa— acecha a la derecha, arrastrándola cada vez más a la xenofobia y al desprecio al otro. La ciudadanía mira con recelo a la clase política, porque la ve opaca y distante, porque la escenificación permanente de la pelea parlamentaria, sin viso alguna de transformación efectiva, cansa. Y la alineación automática de muchos medios, algunos de ellos en manos de viejos guardianes de la verdad progresistas convertidos por una súbita revelación a la dramatización de una patria herida y amenazada y de la democracia desbordada por los enemigos de España, hace todavía más inquietante la situación. Hay una cierta fatiga con el discurso político. Con el riesgo de que ya solo cunda la demagogia. En realidad, son los efectos no deseados de un sistema diseñado para frenar los abusos de poder. Y estos inevitablemente se cuelan en las instituciones. Es la natural precariedad de la democracia que forma parte de su condición. Precisamente porque es abierta pueden entrar todos: los que la respetan y los que quieren apoderarse de ella. Y ahora mismo el conflicto se representa con el autoritarismo posdemocrático acechando. La democracia se funda en el principio de la mitad más uno, que es el número de escaños que otorga el poder. De ahí la tendencia al dualismo, cristalizado en la oposición derecha/izquierda con las puntuales apariciones del centrismo para decantar la balanza generalmente hacia la derecha. Esta dinámica conduce inevitablemente a la confrontación: te quito a ti para ponerme yo. Y de hecho es la razón de ser de la democracia: situar el conflicto en el terreno de la palabra en lugar de la violencia. Dicho de otro modo, la democracia es una forma de sublimación que canaliza el conflicto por la vía de la negociación y la discrepancia abierta. Cuando se tensa supura el odio, siempre al acecho. Una democracia de calidad requiere una cierta cultura que sublime las bajas pasiones humanas, que sería pretencioso dar por adquirida. Como escribe Ricard Solé: “El odio se va incorporando al espacio de la razón y convierte el problema de la polarización en una verdadera pesadilla” como instrumento de los que se creen portadores de la verdad. En la democracia todos tenemos voto y palabra pero como en todo sistema hay una inercia a convertir los protagonistas en casta, en este caso lo que llamamos la clase política, que no siempre sabe ganarse el crédito que requeriría. Y que demasiado a menudo se convierte en estrecha y endogámica, con los partidos políticos como oscuro espacio de encuadre. De ahí se generan la desconfianza y el malestar sobre los que se construye la demagogia, la arbitrariedad y la dinámica de buenos y malos, patriotas y traidores. La distancia con la ciudadanía se agranda y por esta brecha se cuelan los discursos autoritarios, los portadores de grandes promesas. Una sociedad es un edificio muy complejo, formado por poderes económicos, sociales, culturales y morales, que luchan por el control y la influencia, algunos, especialmente en el poder económico, con poderosos recursos y capacidad de influencia porque su potencia le sitúa por encima de los demás y tiene a los gobernantes bajo advertencia. La democracia es un espacio frágil para conseguir un razonable equilibrio entre todos estos factores que reiteradamente sufren asaltos de los que creen que su Dios o su patria son los únicos verdaderos. Y cuando las patrias chocan el incendio crece. En España, después de un período conflictivo que pagaron quienes valoraron mal los límites de lo posible conforme a la relación de fuerzas, podía darse ahora una cierta oportunidad de recomposición, que no significa claudicación. Difícil sin duda, en un marco en que la confrontación política ha llegado incluso al poder judicial con inquietantes señales de politización. Y la confusión de poderes se agranda en la medida que en la sociedad cada vez se concentra más en unas pocas manos que controlan el poder económico y el digital, espacio propio de la confusión, que no favorece la distinción entre la verdad y la mentira. ¿Es posible desprenderse de la quimera del odio?

jueves, 3 de octubre de 2024

La izquierda debe apelar a la mayoría, por Daniel Bernabé (El País, 3/10/24)

Juan Antonio Bardem estrena El puente en 1977, una película de enorme inteligencia política que pretendió desmontar, o al menos servir de epílogo, a la comedia desarrollista del franquismo. Cuenta la historia de un mecánico que, tras quedarse compuesto y sin novia, agarra su moto y se lanza a la carretera, dirección Torremolinos, en busca de aventuras. El viaje compone una road movie castiza por la Nacional IV, donde un genuino representante de la clase trabajadora, interesado tan sólo en las chicas y vivir el momento, va tomando conciencia de la situación de España a cada kilómetro recorrido. Quien lo interpreta es Alfredo Landa, que transformó su carrera a partir de esta película de una manera análoga a la metamorfosis experimentada por su personaje. Bardem era miembro del Partido Comunista, pero no rueda una película para militantes, sino para el público convencional. Sitúa el foco sobre un tipo desclasado, fotografiando el país existente, no el que le gustaría que existiera, apoyándose en un actor popularísimo con el que muchos podrían sentirse identificados. Parte del costumbrismo, pero lo hace avanzar dándole un contrapunto crítico. Se atreve con un cine que apela a la mayoría. Eloy de la Iglesia, también director, también con carnet del PCE, estrena un año después El diputado, un genial thriller donde se entrecruzan el terrorismo de extrema derecha y la homosexualidad, un tema entonces tabú también en la izquierda. A lo largo de la siguiente década se convierte en uno de los cronistas principales del cine quinqui, trayendo a primer término la delincuencia, la marginación y el consumo de drogas. De la Iglesia, que conquista al público a través del escándalo, busca epatar a la sociedad, agarrar la moral burguesa por la pechera y gritarle su hipocresía mientras la zarandea, posiblemente sin acabar de tener en cuenta que el pensamiento de la clase dominante es el pensamiento dominante. Si Bardem comprende, retrata y propone, De la Iglesia se indigna, mitifica e impone. Esta disparidad constituye algo más que materia para la arqueología cinematográfica o ideológica. Ilustra un debate que afecta de lleno al corazón de la izquierda y que se extiende hasta nuestros días, sobre quién es su sujeto político y cuál es la manera de llegar al mismo. Estas preguntas no parten de un capricho intelectual, sino que surgen candentes de la progresiva irrelevancia de este espacio en toda Europa. Podemos encontrar un ejemplo práctico de esta discrepancia en la posición que el progresismo toma acerca de la inmigración. En nuestro país, en los últimos meses, esta cuestión se ha vuelto un tema central en la agenda pública, y ha llegado incluso a escalar a la primera posición en la encuesta del CIS como principal preocupación para los españoles. ¿Los motivos? Más allá de la propia elaboración demoscópica, que a los expertos les ha resultado polémica, parece evidente que importa la llegada a nuestras costas de un número mayor de inmigrantes irregulares. Si esto sucede cada verano, la diferencia es que en este hemos sufrido una intensa campaña de la extrema derecha para equiparar inmigración a delincuencia. El tema es serio y no depende únicamente de los ultras nacionales. Hay que recordar cómo el Reino Unido sufrió a principios de agosto los disturbios racistas más graves en 40 años. También que su génesis fue de todo menos espontánea. Una vez más, los bulos, unidos a la potencia de difusión digital, incendiaron la pradera. Elon Musk, propietario de una de estas plataformas de la mentira, jefe de campaña no oficial de Donald Trump, declaró que “la guerra civil es inevitable”. Debemos esclarecer si la ultraderecha internacional ha elegido el epígrafe de la inmigración para desestabilizar las democracias europeas. Pero también cómo de seco estaba el campo para que la chispa prendiera. Y esto último, que la izquierda vea a la sociedad como es, no cómo le gustaría que fuera, resulta poco usual. Además vale para no atribuir a los ultras una capacidad omnímoda de manipulación. Es evidente que la migración está cambiando nuestro continente. En España viven más de ocho millones de extranjeros, cuando en 1998 su número era de 637.000. Si en 2015 llegaban a nuestro país de manera regular algo más de 300.000 personas, en 2022 el número ascendió a 1,2 millones. Además, debemos tener en cuenta que su distribución por el territorio no es homogénea, sino que se concentran en las zonas de menor renta. Tengan o no una base cierta, las preocupaciones de la población local por los recursos, por la seguridad e incluso por la identidad existen, sobre todo en un contexto tan árido como el de nuestro presente. ¿Atenderlas es comprar los marcos de la extrema derecha? Atenderlas es hacer política con lo real, anticiparse dándoles un encaje progresista para no brindar a los agitadores la exclusiva del tema. Una parte de la izquierda, bien representada entre los dirigentes, la academia y los medios, está más preocupada por cuestionar la legitimidad de las inquietudes generales que por darles una solución; por buscar un nuevo apellido a la fobia que por atajar las causas que alimentan ese miedo. También por montar procesos inquisitoriales a quien se atreve, tan sólo, describir el escenario. Además, llamar privilegios a los derechos conquistados no parece la mejor idea mientras lo reaccionario galopa a lomos del populismo. A menudo, la gente no necesita promesas desmesuradas, sino tan sólo saber que alguien se está ocupando de aquello que le preocupa. Los movimientos migratorios son, en nuestra época, el efecto directo de un neoliberalismo depredador con los países de origen y de una globalización que multiplicó los beneficios, pero también las desigualdades. Y los ciudadanos, aun sin tener claros los términos de la ecuación, sí perciben la inestabilidad asociada al fenómeno. En los últimos 15 años hemos sufrido varias crisis de entidad. La extrema derecha sustenta su auge en ofrecer lugares falsos pero aparentemente seguros frente a estos cambios bruscos. Refugios hostiles con las minorías que hablan sin tapujos a la conmoción de las mayorías, aprovechando que la democracia liberal, maniatada por la ortodoxia de banqueros e inversores, ha reaccionado de manera muy lenta para garantizar el futuro. Proteger a las minorías supone situar a las mayorías en el centro de la acción política, tanto a un nivel material, garantizando el nivel de vida, como a un nivel cultural, dando al ciudadano medio la relevancia que merece. Sería injusto no hacer notar los cambios producidos en este sentido —cómo después de la pandemia elementos como el trabajo han tomado importancia en la agenda de la izquierda—, tanto como obviar que sigue pesando la inercia de una época de identidades competitivas. Asumir que existen conflictos centrales no significa condenar al ostracismo problemas de índole particular, sino asegurarnos de que lo específico no sea lo único que importe en el orden de prioridades. No se trata de elegir, sino de dejar constancia de que en estos últimos 20 años la izquierda eligió prestar mayor atención a aquello que nos diferencia en demérito de aquello que nos iguala. ¿Y qué es lo que nos iguala, es decir, cuál debería ser la base para conformar sujetos políticos en el siglo XXI? Pues la participación en la economía productiva, objeto de las clases medias y trabajadoras, frente a la economía financiera, llevada a cabo por especuladores y rentistas. La vivienda, lo laboral o los servicios públicos, la existencia cotidiana, se vuelve más precaria e incierta a medida que una minoría la considera un objeto accionarial. No se trata tan sólo de bienestar; se trata de no retroceder hasta el feudalismo.

miércoles, 2 de octubre de 2024

¿Qué puede ofrecer la izquierda en un mundo en colapso?, Eliane Brum (El País: 2/10/24)

En las grandes y pequeñas campañas electorales de la mayor parte del mundo, como las elecciones presidenciales en Estados Unidos y las municipales en Brasil, el calentamiento global y la pérdida de biodiversidad aparecen en una posición irrelevante o están completamente ausentes de los debates. Pero, aunque no se aborde, el colapso del funcionamiento del planeta es posiblemente lo que más repercute en la política y está directamente conectado con el ascenso de la extrema derecha tanto en el norte como en el sur global. La cuestión es: ¿qué tienen que ofrecer los partidos y los políticos cuando la temperatura se altera rápidamente, las sequías y las inundaciones se multiplican, los fenómenos extremos son cada vez más frecuentes y graves y los científicos advierten que estamos en territorio desconocido? La extrema derecha, que ha engullido a la derecha tradicional liberal, tiene una respuesta clara: la vuelta a un pasado que nunca existió. O sea: un pasado de glorias y sin conflictos, donde está establecido lo que le incumbe a cada género y raza, con una supremacía masculina y blanca indiscutida, donde solo hay familias de hombre con mujer y los LGBTIQ+ permanecen en el armario o en tratamiento médico. Esta supuesta inmutabilidad social y cultural se correspondería con la inmutabilidad de la trayectoria de la vida: nacer, crecer, estudiar, formar una familia tradicional, conseguir un trabajo estable, montar tu propio negocio o heredar la empresa familiar y morir sabiendo que todo se repetirá en las generaciones venideras. Lo que promete la extrema derecha es obviamente una mentira, ya que ese pasado solo fue posible para una minoría y dejó fuera a la mayoría, sumida en la pobreza, la miseria o la esclavitud. Y los conflictos fueron intensos y les costaron la vida a los más vulnerables. También es un gran engaño porque no hay inmutabilidad en un planeta en mutación. Pero la extrema derecha ha corrompido la verdad y ha decidido inventar tanto la realidad del pasado como la realidad del presente. Vende a una población asustada la mentira de que toda la inseguridad reinante no es responsabilidad del modo colonial capitalista que, entre otras muchas formas de violencia, ha convertido la naturaleza en mercancía y ha alterado el clima del planeta, pero sí de una supuesta “degeneración” moral producida por las izquierdas. ¿Y las izquierdas? Se encuentran en una encrucijada, y algunas ni siquiera lo entienden. Están las viejas izquierdas, que en Brasil tienen a Luiz Inácio Lula da Silva como exponente, que sigue creyendo que lo único que quiere la gente es tener un coche en el garaje, una barbacoa con cerveza el fin de semana y una casa propia con muchos electrodomésticos. Y lo que es peor: lo cree cuando el petróleo y la industria cárnica están entre los principales villanos del calentamiento global. Y luego están las nuevas izquierdas, que han llegado al siglo XXI y se dan cuenta de la gravedad del momento. Pero ¿qué pueden ofrecer? La política o el político más honesto debe decir a sus votantes que no basta con votar. Además de votar mucho mejor, para sacar a los negacionistas activos o pasivos de los puestos de poder hay que participar mucho más activamente en las decisiones. Hay que presionar a diario a los parlamentarios y gobernantes para que adopten medidas de emergencia de mitigación y adaptación, pero también para frenar a las grandes corporaciones que se están comiendo el planeta. Tendría que decir que hay que responsabilizarse mucho más de las decisiones que se toman en el presente, porque de ellas no solo depende tu vida, sino también la de tus hijos y nietos, no dentro de un siglo, sino el año que viene. La política o el político más honesto tendría que decir que la vida ya es peor y que empeorará mucho más. Y tendría que decir que hay que aprender a perder. Cambiar los hábitos alimentarios y la forma en que nos desplazamos por y entre las ciudades es solo el principio. No basta con reciclar los restos del consumo, hay que consumir enormemente menos. Entre la mentira que da el consuelo de la esperanza, aunque sea falsa, y la verdad que exige sacrificios y pérdidas, ¿quién vota a un político que dice la verdad? La respuesta es: tenemos que ser nosotros. Tenemos que votar a quienes dicen la dura verdad, pero están dispuestos a luchar. Ese es el comienzo de un cambio que tiene que ser muy rápido, porque el paisaje del planeta se está transfigurando velozmente. En las políticas y los políticos que dicen lo que es más difícil de oír y aún más difícil de hacer es donde está nuestra oportunidad de tener un mañana.