jueves, 19 de diciembre de 2024

La democracia y la verdad, por Daniel Innerarity (El País, 19/12/24)

Con la mejor intención de hacer frente a la actual proliferación de bulos, desinformación y las mentiras en política, algunos, como mi colega el filósofo Diego S. Garrocho el pasado 16 de diciembre en EL PAÍS, echan mano del aliado más disponible pero menos necesario e incluso inconveniente: la verdad. No hace falta que insista en mi desprecio hacia la mentira antes de sostener que introducir a la categoría de la verdad en nuestras disputas políticas no es muy razonable y no mejora nuestras democracias, todo lo contrario. Y no solo porque caracterizar a nuestro tiempo como una era de la posverdad suena como si acabáramos de salir de otra en la que hubiera triunfado siempre la verdad. Más que la indiferencia frente a la verdad, lo que más daña a nuestras democracias es pretender tenerla siempre de nuestra parte. Puestos a buscar culpables reputados de la degradación de nuestras trifulcas políticas, recurrir al pensamiento débil y la posmodernidad es como pretender que lo cutre tiene que tener siempre un autor intelectual. No es la primera vez que oigo que la posmodernidad sería la explicación de que la mentira esté tan extendida en la política actual. De entrada, la reivindicación que Gianni Vattimo hizo del valor de la interpretación no tiene nada que ver con el relativismo banal y, además, detrás de un mentiroso no hay un relativista sino alguien sin el menor interés en tener una relación con la verdad, buena o mala. No creo que los actuales maquinadores de bulos hayan leído a Vattimo y, si lo pudieran comprender, se avergonzarían de lo que hacen. Es una estrategia política que no necesita el prestigio de ninguna teoría. Quien haya conocido a Vattimo ha podido ver, por el contrario, hasta qué punto su respeto por las opiniones de los demás se basaba en el cuestionamiento reflexivo acerca de las propias. Es una paradoja que la defensa de la verdad se haga partiendo de una caricatura de sus supuestos adversarios. Las cautelas hacia el empleo ligero de la categoría de la verdad cuando nos movemos en el terreno de la política es una propiedad del pensamiento liberal en sus distintas versiones, que reconduce nuestras pretensiones de representar la objetividad a un intercambio o combate de opiniones. La democracia no tiene por objetivo alcanzar la verdad, sino conversar y decidir sobre la base de que nadie —mayoría triunfante, élite privilegiada o pueblo incontaminado— tiene un acceso privilegiado a la objetividad. En este sentido se puede entender por qué John Rawls decía que cierta concepción de la verdad (the whole truth) era incompatible con la ciudadanía democrática y por qué Hannah Arendt hablaba de una tensión o no coincidencia entre la verdad y la política. Al afirmar que “la verdad tiene un carácter despótico” no pretendía defender ninguna clase de relativismo, sino proteger el carácter contingente y libre de la política, cuyas decisiones deben ser informadas y respetuosas con la realidad, pero que no se deducen de esa realidad. Una democracia es un sistema de organización de la sociedad que no está especialmente interesado en que resplandezca la verdad, sino en beneficiarse de la libertad de opinar. La democracia es un conflicto de interpretaciones y no una lucha para que se imponga una “descripción correcta” de la realidad. Existen cosas objetivas, por supuesto, pero la mayor parte de lo que entendemos por política tiene muy poco que ver con ellas. No se puede hacer política sin una correcta identificación de los hechos sobre los que debe basarse o actuar, pero aún menos si se piensa que esa constatación de los hechos es una actividad que no implica ninguna interpretación de la realidad. Todos sabemos que los datos —tan importantes, por supuesto— no prescriben una única conclusión y que el célebre “gobernar mediante los números” justifica decisiones diversas, alguna de ellas muy ideológicas. Quien se crea en disposición de monopolizar la objetividad producirá grandes distorsiones en la vida política. Una de las principales razones para utilizar con sumo cuidado la expresión “verdad” en política tiene que ver con la experiencia histórica de en cuántas ocasiones creerse en posesión de ella ha servido para olvidarse de otras dimensiones de la convivencia más necesarias. Que las tiranías ideológicas o tecnocráticas hayan abusado de la verdad no dice, en principio, nada en contra de la verdad, por supuesto, pero parece recomendable que el debate político se sitúe siempre que sea posible en otros términos. Las valiosas aportaciones de quienes se dedican al fact checking no deberían llevarnos a olvidar que la conversación colectiva se refiere solo en una pequeña parte a objetividades y en una mayor medida al modo cómo los humanos interpretamos la realidad en una sociedad pluralista. Por supuesto que hay mentiras flagrantes y mentirosos compulsivos, que merecen ser combatidos con todos los instrumentos periodísticos y jurídicos a nuestro alcance. Pero nuestra relación con la verdad —especialmente en la vida política— es menos simple de lo que quisieran quienes la conciben como un conjunto de hechos incontrovertibles. No vivimos en un mundo de evidencias, sino en medio del desconocimiento, el saber provisional, las decisiones arriesgadas y las apuestas. Además, como la vida misma, también la política posee una dimensión emocional y nuestras emociones —aunque las haya más o menos razonables, mejor o peor informadas— tienen una relación muy indirecta con la objetividad. Una cierta debilidad de la democracia ante los manipuladores es el precio que hemos de pagar para proteger esa libertad que consiste en que nadie pueda agredirnos con una objetividad incontestable, que cualquier debate se pueda reabrir y que nuestras instituciones no se anquilosen. Por supuesto que hay límites para la libertad de expresión, que no todo son opiniones inocentes y que hay mentiras que matan. Una sociedad democrática se caracteriza por permitir la libertad de expresión y limitar al máximo la intervención represiva en el espacio de la opinión. Un largo aprendizaje histórico nos ha llevado a la conclusión de que las mentiras no son tan peligrosas para la democracia como cierta persecución de las mentiras. Hemos de protegernos de los instrumentos a través de los cuales pretendemos protegernos frente a la mentira. En una sociedad avanzada el amor a la verdad es menor que el temor a los administradores de la verdad. Los defensores de la verdad en política dan a entender, por un lado, que la verdad es lo normal y no más bien la excepción; parecen desconocer que nuestro mundo es, en realidad, un conjunto de opiniones generalmente con poco fundamento, donde discurren con libertad muchas extravagancias, se aventuran hipótesis con poco fundamento, se simula y aparenta. La apelación a la verdad tiene también el efecto contrario de dar a entender que nos encontramos siempre ante situaciones límite, frente a una tropa de contestadores de la verdad, lo que daría a sus defensores unos poderes extraordinarios. Esta dramatización puede ser muy perturbadora para la convivencia democrática porque puede hacer que resulte sospechosa la diversidad de interpretaciones de la realidad e incluso justificar el empleo de cualquier medio frente a enemigos tan mentirosos (incluido el recurso a la falsedad para defender la verdad). Siendo el de los mentirosos un grave problema para las democracias, también lo es esa degradación de la conversación democrática debida a que hay demasiada gente demasiado convencida, incapaces de reconocer alguna incertidumbre, que manejan las evidencias con excesiva ligereza, donde los golpes de efecto han sustituido a los argumentos, una confrontación política llena de hipérboles y sin ninguna moderación (justificada por estar defendiendo la verdad). La democracia es un régimen de opinión que desconfía de los detentadores de la verdad, pero no renuncia a que haya mejores y peores argumentos. Dejemos a la verdad en paz y no nos pongamos aprovechadamente de su parte; ella no lo necesita y a nosotros no nos conviene. Esto no es una rendición ante la dificultad de alcanzar la verdad y el cinismo de los manipuladores, sino que implica un mayor nivel de exigencia hacia quienes nos representan: no digan solo cosas verdaderas, sino también oportunas, respetuosas, ilusionantes, bien argumentadas, que apelen a nuestra razón y a las emociones tranquilas que otro liberal, David Hume, consideraba tan necesarias para la convivencia social.

lunes, 9 de diciembre de 2024

Tener menos de todo, por Antonio Muñoz Molina (El País: 7/12/24)

En cada acto de militancia cotidiana hay una sospecha latente de futilidad. ¿De qué sirve esforzarse en gestos individuales que van a tener un efecto nimio o nulo en el discurrir de las cosas, arrollados por fuerzas incontrolables, por designios políticos y económicos que lo avasallan todo? Uno lee y escucha la crecida de la grosería ambiente y se esmera en expresarse con precisión y mesura y en guardar las formas. Quien ha vivido en sociedades de costumbres ásperas y separaciones de hielo entre las personas sabe agradecer la cortesía verdadera de un vecino que saluda mirando a los ojos o de un empleado público o un vendedor que se dirige a uno con amabilidad. Uno se esfuerza en comportarse con decencia en las ocasiones diarias de la vida, y cuando tuvo que educar a sus hijos supo el trabajo que costaba convertir en hábito cosas tan simples como no tirar cosas por la calle, no dar un golpe al cerrar las puertas, no gastar cantidades irresponsables de agua en la ducha. Inculcar altos valores abstractos sin duda es meritorio, pero yo creo que la única manera honrada y tal vez efectiva de predicar es con el ejemplo, y educar en una conciencia aguda de los propios actos, del beneficio o el daño que pueden causar. Como muchas personas de mi generación, me crie con grandes ideales de emancipación universal que con mucha frecuencia no tenían reflejo alguno en la vida práctica, en la simple realidad de las cosas. Admiraba regímenes que en nombre de la justicia aplastaban a la inmensa mayoría de sus súbditos, y en nombre de la igualdad reservaban todo el bienestar a la minoría dirigente, y en nombre de la soberanía colectiva de la clase trabajadora practicaban el mayor culto a la personalidad de un déspota que había existido nunca antes en la historia. La misma discordancia se reproducía en el ámbito de las militancias que entonces se llamaban “de base” y en el de las vidas privadas. En organizaciones presuntamente igualitarias, las mujeres quedaban por debajo de los varones, y en las facultades por las que yo me movía lidercillos de tres al cuarto, poseedores de una retórica palabrera y sofista, actuaban como donjaunes cinegéticos con maneras de sultanes de harén, y envolvían en fulminantes argumentos teóricos impulsos tan antiguos como la soberbia, la vanidad, la pura ambición de poder. A la propensión doctrinaria de origen marxista se sumaban las coartadas que el mayodelsesentayochismo facilitaban a los grandes caraduras. ¿Qué mujer —y en ocasiones varón— iba a ser tan estrecha y reaccionaria que les negara a ellos la satisfacción de sus deseos soberanos? ¿No quedábamos en que estaba prohibido prohibir? He asistido a manifestaciones contra el cambio climático o por alguna causa igual de noble que dejaban atrás un gran río de basura que iba siendo recogida por las brigadas de limpieza que avanzaban con sus mangueras y sus máquinas detrás de los manifestantes. Paso a media mañana por colegios privados en los que al parecer se imparte una educación exquisita y veo el muladar de bolsas, latas, colillas y restos de comida que los alumnos de élite han dejado después del recreo. Me examino a mí mismo y pienso con remordimiento en las veces que me sentí autorizado por mi condición de escritor para eludir responsabilidades familiares de las que no habría podido escapar si no fuera hombre. Así que con los años se ha fortalecido en mí un recelo instintivo hacia las grandes palabras y construcciones teóricas, y una voluntad de fijarme no tanto en lo que las personas dicen, sino en lo que hacen. Y procuro aplicarme a mí mismo esta regla que se podría llamar de militancia práctica, y que, a diferencia de la teórica, se ejerce a cada momento de la vida, y no en la lejanía de los ideales, sino en la proximidad de lo diario. Hay que ponerse en guardia contra lo que Charles Dickens, en Casa desolada, llama “filantropía telescópica”, refiriéndose a una dama victoriana que vive en un sufrimiento permanente y virtuoso por los nativos en las colonias de África, y a la vez trata a patadas a los sirvientes de su casa. Voy por la ciudad en transporte público o en bici o voy andando, separo con cuidado la basura, procuro, procuramos, aprovechar al máximo los alimentos y no desperdiciar nada. Uso abrigos que heredé de mi padre y mi suegro. Compro en la librería, en la panadería, en la pescadería, en la frutería que tengo cerca, y donde me conocen y me fían si me he dejado la cartera en casa. Y al mismo tiempo tengo un sentimiento de futilidad. Voy a los contenedores de reciclaje y ya son vertederos que se desbordan de cartones de embalaje y objetos abandonados. Echo las botellas en el contenedor de vidrio y me doy cuenta del engaño o la estafa en la que todos estamos participando: el reciclaje de vidrio, como casi cualquier otro, requiere mucha energía a cambio de resultados casi siempre escasos. Mucho más eficiente, y más racional, sería devolver las botellas, como se hacía antes, quizás en esas máquinas que hay en muchos supermercados de Europa. Y mucho mejor aún sería no estar produciendo a cada momento tantos millones de toneladas de basura, la de esos embalajes que ya no caben en los contenedores y la de los objetos que venían dentro de ellos, todos también tirados al cabo de muy poco tiempo, de modo que hay que comprar otros nuevos cuanto antes, en una escalada que en esta época del año se vuelve abrumadora y vertiginosa, con esa forma de espiral que las leyes de la física imponen a las grandes catástrofes, desde los huracanes del Caribe y ahora también del Mediterráneo a las extensiones oceánicas de desechos de plástico que giran en las corrientes del noreste del Pacífico. Todos sabemos o intuimos que este sistema de aceleración y multiplicación de todo no puede sostenerse mucho más tiempo. Las leyes físicas, a diferencia de las leyes humanas, y no sé si en especial las españolas, no se las salta nadie. En un mundo de recursos naturales limitados, y además irremplazables, no es posible el crecimiento ilimitado al que aspiran los economistas y los dirigentes políticos. En un libro recién publicado, El futuro de Europa, Antonio Turiel, doctor en Física Teórica e investigador científico, desmiente con rigor y vehemencia la conveniente fantasía de que una transición rápida y completa a energías limpias permitirá atajar el cambio climático y mantener el sistema productivo y social que ahora alimentan los combustibles fósiles. No tengo formación para evaluar cada uno de sus argumentos, pero me parece que sus premisas y sus conclusiones son en gran medida irrefutables: más que cambiar unas fuentes de energía por otras, queriendo mantenerlo todo igual, lo que es urgente es cambiar la vida y establecer un orden de prioridades. “Necesitamos garantizar unas condiciones de vida digna para todo el mundo”, escribe Turiel, “trabajo, alimentos, agua, ropa, vivienda, educación, sanidad”. Y necesitamos hacerlo en un mundo cada vez más sumergido en el gran trastorno del cambio climático, de la degradación de los suelos fértiles y el agotamiento de los mares, de la contaminación de esos residuos químicos que envenenan no solo el agua y el aire, sino también el flujo de nuestra sangre y las células más escondidas de nuestros cuerpos. Para que todos tengan lo necesario hará falta que los privilegiados tengan, tengamos, un poco o bastante menos de todo. La militancia práctica de cada uno solo se vuelve de verdad efectiva si se integra en un vasto activismo comunal que se convierta en voluntad política. El precio de no hacer nada no es una deuda postergada a un vago futuro: la están pagando ahora nuestros conciudadanos de Valencia.

miércoles, 4 de diciembre de 2024

Escribir y leer para huir del amo; por Gabriela Cabezón Cámara (El País: 4/12/24)

“Escarbo/ escarbo/ escarbo// el hueso de dios/ todavía puede estar/ en el corazón caliente/ de la tierra”: habla un perro y esto es un pequeño fragmento de un libro —La bestia ser, de la poeta argentina Susana Villalba— y de algo así, de algún hueso de dios, del corazón caliente de la Tierra, de literatura, de ficción, de la vida misma y de cómo todo esto está tramado quiero escribir hoy. Por ejemplo, de cómo la ficción nos rige. De cómo una ficción, la idea de futuro, ha sido privatizada en los hechos: el futuro, hoy, se concibe como la colonización de Marte —Elon Musk dice que la conquista marciana salvará a la humanidad—, la inmortalidad —Aubrey de Grey sostiene que para 2050 los que puedan pagar los tratamientos vivirán mil años y, ojo, estamos hablando de empresas que cotizan en la bolsa, como Unity Biotechnology, con accionistas como Jeff Bezos y Peter Thiel—. No hace ni falta aclararlo: los demás, los que no somos parte del 1% de hombres blancos dueños del mundo, no vamos a tener cohetes a disposición. Fármacos contra el envejecimiento tampoco. Los demás, decía, no podemos concebir más futuro que el colapso al que nos arrojan. En este punto, les recomiendo Ciencia ficción capitalista (Anagrama), el libro de Michel Nievas de donde saco esta información. De ficciones habla Michel, de hechos, de cómo la ficción y los hechos se tejen y hacen mundo. De eso que es tan parte del corazón caliente de la Tierra como nosotros, los que le sobramos al futuro de la humanidad según lo imaginan —y construyen— estos megamillonarios que se están dando cuenta —Musk es tal vez el ejemplo menos discreto— de que no necesitan ni democracias ni bienestar general para acumular riquezas. Que, de hecho, una concentración tan bestial de la riqueza es opuesta a cualquier idea de democracia. Y florecen, ay, acá, y allá también, y por muchas partes del globo, neofascismos. Muchos llegan al gobierno. Con sus propias ficciones: una meritocracia que, si no fuera trágica nos haría reír a carcajadas, tiene como próceres a hijos de ricos. La idea de que la crueldad es la causa de progreso: el que no se pueda pagar los tratamientos y los fármacos que necesita para vivir, que se muera; el que no se pueda pagarse un techo, que viva tirado en la calle y perseguido por la policía; el que no pueda mudarse, que sea achicharrado por los pesticidas que le tiran en la cabeza. Y cada vez son menos los que pueden pagarse nada. Según el informe de Oxfam de septiembre de este año, “el 1% de los más ricos del mundo posee más riqueza que el 95% de la población mundial en conjunto”. Acá, en la Argentina, nuestro neofascismo habla de “motosierra” para hablar del ajuste de un Estado que tenía mucho por corregir pero tenía, también, la idea de que debía servir a los ciudadanos en lo elemental: salud pública, educación pública, alguna ayuda para garantizar el acceso a la vivienda. Se acabó. Decreto tras decreto. Con la venia, o la impotencia, de una clase política agotada, rotos los lazos con sus supuestos representados. En este marco, avanza, también, una restauración del patriarcado más rancio. Lo anuncian y empiezan a intentar ejecutarlo. Hay resistencia. Basta de educación sexual para niñas, niños y adolescentes. Basta de soberanía sobre el propio cuerpo y la propia voluntad de ser, o no ser, madres. Mujeres, a la cocina, a la obediencia, a la reproducción. En este marco avanzan los intentos de censura a las escritoras. ¿Tiene sentido explicar que la literatura, como todas las artes, es el reino de la libertad? Ahí donde el imaginario colectivo se sirve de una autora, de un autor, de une autore —toda la diversidad genérica posible es relevante en este caso— para cristalizar algunas de las formas que está soñando para sí misma la humanidad. Esa práctica, la de las artes, tal vez sea lo único que nos queda, a los que fuimos formados por la cultura tanática de Occidente, de la forma de soñar de los pueblos originarios: ese espacio-tiempo en el que el soñador puede ser no humano, comunicarse con los ancestros, con los otros seres de la Tierra y concebir lo antes inconcebible. Concebir, por ejemplo, otros futuros posibles para la vida de la Tierra, es decir, para nosotros, la humanidad, también. Otras formas de vida para el 99%. Para decirlo en términos más accesibles a Occidente, voy a citar a Deleuze: “Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir, un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo vivido. La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se deviene–mujer, se deviene–animal o vegetal, se deviene–molécula hasta devenir–imperceptible”. Escribir, y leer, es salirse del centro, del poder: huir del amo. Devenir-perro y buscar el hueso de dios que todavía pueda estar en el corazón caliente de la tierra.

lunes, 2 de diciembre de 2024

Cambiar de actitud, no de ideas; por Pau Luque Sánchez (El País:1/12/24)

Recuerdo que una vez el historiador de las ideas Paco Fernández Buey me contó cómo, al calor cuasihegemónico del PSUC como fuerza antifranquista, algunas gentes pudientes de Barcelona tenían como proyecto ir a trabajar a las fábricas para así “proletarizarse”. Paco me lo contaba con esa media sonrisa propia de los sabios y los viejos marxistas (si es que tal cosa no es redundante). Años más tarde, aquel intento de proletarización, se revelaría, sencillamente, como una excentricidad más de niños ricos, narcisistas y moralmente hipocondríacos. Nada de lo anterior quita que hubiera, al menos en algunos casos, un genuino compromiso político con los intereses de los trabajadores por parte de personas de los barrios más adinerados de Barcelona. Esto era algo noble y nada estridente. Lo que no podía haber era una “proletarización”. Y es que no importa quién uno sea para apoyar políticamente una causa. Sin embargo, quién uno es sí importa si lo que pretende es encarnarla. Me acordé de esta historia de proletarización de gente bien al leer un montón de columnas y artículos que discuten si y por qué la izquierda parece haber perdido el apoyo de una parte significativa de las clases trabajadoras de las sociedades occidentales. Y lleva semanas revoloteándome la cabeza la siguiente hipótesis. Si en los años sesenta y setenta las élites progresistas pretendían “proletarizarse”, lo ocurrido en los últimos 15 años puede tildarse de desproletarización progresiva de esas mismas élites. Esto último tiene algo de exageración, pero ya hace tiempo que sospecho que es en la exageración donde descansa la verdad. Así las cosas, ha habido un desprecio más o menos disimulado por aquellas actitudes, perplejidades y dudas que carecían de pedigrí cultural, académico y, más en general, intelectual. No estoy señalando un problema de desproletarización de las ideas. Las élites progresistas no han defendido ideas elitistas. Puede que se hayan equivocado en las políticas económicas (yo así lo creo, por ejemplo, al aceptar las políticas de austeridad impuestas por Alemania tras el crash de 2008). Pero ni estas, ni tampoco las ideas que ha intentado poner en práctica acerca de las cuestiones de raza, género o inmigración son ideas cuya motivación resida en atacar los intereses de las clases trabajadoras, más bien al contrario. Pero lo cierto es que han generado diversos grados de rechazo. Esto se debe, creo, a que tales ideas —singularmente las que se refieren a la raza, el género o la inmigración— fueron en realidad defendidas como moralinas y no como nobles ideas políticas. Y cuando digo que fueron defendidas como moralinas me refiero, sobre todo, a esa peculiar actitud superficial y altanera —el “yo no soy como ellos”— que cristaliza en la veneración más absurda y absoluta por la coherencia. Nada ha hecho más daño a la izquierda política que pensar que la coherencia moral es un valor exclusivo de la izquierda. En 2019, Barack Obama —nada menos que Obama— dio una charla a un grupo de jóvenes en la que dijo que veía en los campus de las universidades, o sea entre el mandarinato cultural e intelectual, una disposición hacia la pureza, así como una aversión a verse comprometido (en el sentido negativo de verse moralmente manchado), de las que había que deshacerse tan rápido como se pudiera. Sospecho que ese tipo de discurso cayó en saco roto porque el air du temps es el que es. Ya cambiará. Pero me parece que, a su manera, Obama venía a decir que toda la altivez y arrogancia morales que encierra el “yo no soy como ellos” no es una desproletarización de las ideas, sino de las actitudes. Y es que las personas en situación de radical desventaja social no acostumbran a poder permitirse ser coherentes: tirar hacia adelante con lo que se pueda no suele ir de la mano con la coherencia. En el sentido más superficial que la nefasta comunicación política saca constantemente a relucir, la coherencia moral es una fantasía que sólo acarician —aunque terminen fracasando— quienes tienen la vida resuelta. También esto es desproletarización de las actitudes. Tenía razón Máriam Martínez-Bascuñán cuando recientemente advirtió de que la izquierda no puede adoptar la verborrea populista. Pero esto no debería impedir darse cuenta de que existe una élite —aunque nos incomode la expresión, ellos mismos, con su altanería, han decidido colocarse en lo más alto de esa pirámide simbólica— que consagra una inalcanzable coherencia moral como eje vertebrador de su discurso político. No hace falta copiar el discurso populista para transmitir otra imagen de la política. A mí me persuade la que sugirió el filósofo Bernard Williams: la política no es moral aplicada; es un juego de equilibrios en que la incoherencia moral será probablemente inevitable. Así que no hace falta cambiar de ideas. Hace falta cambiar de actitud.

viernes, 29 de noviembre de 2024

Sesgo y contrasesgo , por Juan José Millás (El País: 29/11/24)

A la inteligencia artificial, para que sea de verdad inteligente, le falta lo que a la mayoría de las personas: una mirada propia. Ignoramos si logrará obtenerla, aunque bastaría con que lo simulara. No se trata, pues, de que carezca de yo, pero el yo no es nada sin el contrapeso del contrayó. Tal es lo que caracteriza a los seres humanos: que por debajo del yo aparente hay otro invisible que es el que manda. Llámenlo inconsciente, por ejemplo. Lo cierto es que ese yo-otro es el que marca la diferencia. El yo-otro, a veces, está representado por una enfermedad. Si yo padeciera de un daño crónico en el pie, mi yo-mismo estaría en lucha continua con ese yo-otro doloroso. Donde hay tesis y antítesis, no tarda en manifestarse la síntesis. Gran parte de la producción literaria es producto del desencuentro entre esos dos yoes. La IA solo tiene de momento uno, pero podría, a medida que crece, surgirle ese otro capaz de provocarle una incomodidad que la dotara de un punto de vista original, de una voz propia. Una mirada singular es el resultado del choque entre aquello de lo que uno procede y su subjetividad. Si a la tradición en la que te has educado le opones lo que rechazas de ella, surge necesariamente algo nuevo. La IA se encuentra en la fase de recibir. Acepta todo cuanto le dicen sus padres (nosotros) como un niño pequeño. Tiene un sesgo, por tanto. Necesitamos que de ese sesgo nazca un contrasesgo para que escriba un buen poema. Lo hará cuando alcance la adolescencia. A veces, discutiendo con ella, con la IA, aparecen arranques que, si no de rebelión sincera, están bien imitados. Significa que está hecha a nuestra imagen y semejanza, que la hemos construido con un pedazo de barro al que estamos a punto de dotar de alma. De momento, sabe leer y escribir correctamente, aunque no entiende lo que lee ni lo que escribe, como la mayoría de nosotros, por otra parte. Está en la época de la caligrafía y le sale muy bien.

jueves, 28 de noviembre de 2024

Los medios de derechas y el cuento de la neutralidad, por Jordi Gracia (El País: 28/11/24)

La apología de la neutralidad equidistante y objetiva suele ser patrimonio de quienes prejuzgan el partidismo irrefrenable de los demás, en un lado y otro (sin que los afecte a ellos, por supuesto). El Confidencial podría llevarse de calle el primer puesto en el ranking de esta autopercepción, y algunos de sus mejores colaboradores también, como José Antonio Zarzalejos y Ramón González Ferriz (con él precisamente departí amigablemente hace unos días sobre este mismo asunto, y acaba de escribir sobre ello en ese digital). Enarbolar la bandera de la neutralidad convierte al portador de forma automática en un hombre justo, ajeno a la diatriba lamentable de los medios miserablemente partidistas y el único capaz de decirle las verdades al poder (en particular, el poder de La Moncloa). Por eso, González Ferriz echa de menos que los medios de izquierdas (por contraposición, se supone, a los medios de derechas menos El Confidencial, que no es de uno y ni de otro sino impávidamente neutral) no sacudan al Gobierno como le convendría a Pedro Sánchez, para ver si así mejora y prospera adecuadamente. Afear al Gobierno sus errores, según este punto de vista, está fuera de la dieta informativa de periódicos y medios de izquierdas —y los que cita el autor son EL PAÍS, Eldiario.es, La Vanguardia, la SER o el programa de La Sexta El intermedio— porque su única aspiración como medios de información es perpetuar en el poder al Gobierno de Sánchez a toda costa y sin hacer prisioneros. El mejor método para esa cruzada es obviar, surfear, minimizar o abandonar en el rincón de pensar las noticias que puedan resultar dañinas para La Moncloa. No parece advertir este argumento que la valoración de la presunta putrefacción que corroe de cianuro moral e inmundicia política a este Gobierno impide aplicar neutralidad alguna. Lo que El Mundo, Abc, El Confidencial y lo que podríamos llamar ultramedios sin escrúpulos consideran la dictadura del apocalipsis y la degradación inédita en 2.000 años (aproximadamente) de historia puede razonablemente ser valorado también de otro modo estudiando con cuidado y con tiempo el alcance de los hechos objetivos, los datos disponibles, las investigaciones fehacientes, las averiguaciones fiables y todo ello bajo la exigencia de calibrar la gravedad deducible de los datos, y no de los titulares sentenciosos y la verborrea enfermiza de los líderes políticos. No parece ser esa la práctica más común entre las múltiples cabeceras que en Madrid abandera la derecha —a veces incluso como prescriptores de la conducta de sus líderes políticos, de forma tampoco exactamente neutral—, cuando convierten en sentencia firme y hecho probado lo que apenas son indicios, pistas, declaraciones de una inconsistencia infantil. No parece asaltarles la legítima inquietud democrática ante el hecho de que una parte de la judicatura abra causas basadas en recortes de periódicos, noticias falsas, informaciones manipuladas o declaraciones anónimas. Ahí caben desde bolsas de oro macizo hasta imputaciones sistemáticamente archivadas por los jueces contra partidos como Podemos o contra Ada Colau, como caben también hechos delictivos graves como los que presuntamente afectan al exministro José Luis Ábalos. Tampoco el bloqueo de los órganos institucionales e impedir que se ajusten a las legítimas mayorías parlamentarias parece otra cosa que la colonización intensiva del Estado por parte de Sánchez, según esta neutralidad permisiva con el incumplimiento institucional de las obligaciones del partido que pierde el Gobierno y enérgicamente neutral en la exigencia al Gobierno. La presunción de neutralidad parece ser exigible a lo que llaman con guiño cómplice medios de izquierdas porque los de derechas la llevan de carril y es consustancial a su probidad y ecuanimidad congénita. No hay para tanto, según dicta la neutralidad, ante el racismo cerril, el machismo desacomplejado y la homofobia militante de Vox, y tampoco hay que llevarse las manos a la cabeza por la radicalización de la derecha de este país, ni se ve tampoco falta alguna de neutralidad en desacreditar sin límite a un personaje crucial para los intereses españoles (y europeos) como Teresa Ribera. Si esa es la neutralidad ejemplar de los medios que no son de derechas ni de izquierdas porque se presuponen neutrales y ecuánimes, resulta verdaderamente paradójico que la decantación sistemática de sus posiciones políticas hacia la derecha coincida una y otra vez con la exquisita neutralidad de quienes contrastan hasta el desvelo sus informaciones, no hiperbolizan hechos nimios, tasan con justiprecio admirable los indicios o evitan el escándalo mediático basado en cabriolas mentales y fantasías logorreicas. Puede ser verdad que la neutralidad en los medios deba ajustarse a la exquisita ponderación de Alberto Núñez Feijóo y los demás no sepamos percibirla por afán de perpetuación del enrocado Sánchez en La Moncloa, y puede por tanto que sea rigurosamente cierto que confundir las denuncias de un presunto delincuente como Víctor de Aldama con hechos probados y condena judicial firme sea la ejemplar neutralidad que otros no sabemos acatar. A mí me parece una genuina temeridad política que el líder de la derecha dé por veraces las acusaciones de Aldama y afirme que “se ha confirmado que el Gobierno apesta a mentiras y corrupción”, nada más y nada menos que dando plena confianza a un empresario en prisión (e inmediatamente liberado tras las declaraciones), y pendiente de dirimir judicialmente si ha estafado 180 millones de euros a la Hacienda pública. Sin duda la función de los susodichos medios de izquierdas es ponderar, tasar, calibrar y contrastar las informaciones que afectan al Gobierno y actuar en consecuencia. Pero titular como hizo El Confidencial “Una adjudicación a una constructora gallega desató el enfado de Cerdán y el supuesto pago de 15.000 euros” da por probado un enfado que está solo en la declaración de Almada y es evidente desinformación porque nadie más que Aldama ha podido probar si se enfadó o no se enfadó Cerdán. El titular ha corrido más que la verdad probada. Eludir ese mecanismo que convierte en verdad una mera conjetura o declaración es lo que hacen los medios profesionales, tradicionales o no, por fortuna reacios a secundar la estrábica neutralidad de la galaxia de medios de la derecha.

viernes, 22 de noviembre de 2024

Un orden caótico, por Juan José Millás (El País: 22/11/24)

Reprimo con frecuencia el impulso de criticar a la vez esto del Gobierno y aquello de la oposición por miedo a caer en lo que se ha dado en llamar la “antipolítica”. También para evitar que de mis palabras pudiera concluirse que “todos son iguales”. No lo son, muestran sensibilidades distintas ante las desgracias que nos aquejan, pero tienen una cosa en común: trabajan en un contexto económico hiperliberal, así que no pueden tomar decisiones o promulgar leyes por las que el dinero se sienta amenazado. De ahí el declive ininterrumpido de las clases medias y bajas; de ahí el aumento de los trabajadores pobres; de ahí que la vivienda haya devenido un bien de mercado inaccesible; de ahí el descenso alarmante de la natalidad; de ahí que, gobierne quien gobierne, el destino de los hijos sea el de arrastrar una vida menesterosa, comparada con la de quienes crecieron en un mundo en el que la lógica depredadora del capital tenía como contrapeso la alternativa imaginaria del modelo soviético y de los países socialistas, que resultaron un fiasco. Las únicas sociedades que se han demostrado viables son las de mercado. Pero no es lo mismo el mercado, donde el comprador es un cliente, que el hipermercado, donde el cliente es un consumible. Debería ser lícito, por tanto, declararse antisistema sin ser asimilado de manera mecánica a la antipolítica o a la ultraderecha. Un socialdemócrata flojo, en los tiempos que corren, podría pasar perfectamente por un rojo frenético. De ahí también la crecida feroz de la desigualdad, que no se debe tanto al empobrecimiento del sistema como a la transferencia de rentas de las clases medias y pobres a las privilegiadas. Fue precisamente el multimillonario Warren Buffett el que se quejó de pagar menos impuestos que su secretaria. Dejemos de predicar, pues, que no hay orden posible fuera del sistema (resulta inimaginable un caos mayor que el del sistema) y preguntémonos qué hacer.

Ese oscuro deseo de un Estado fallido, por Jordi Ibáñez Fanés ( El País: 22/11/24)

Vivimos en un Estado fallido gobernado por un autócrata. Esta es muy en síntesis, y prescindiendo de los aderezos más o menos exaltados o delirantes con que se aliña el mensaje, la lectura que los opinadores del antisanchismo —alguno llegó a pasar por analista solvente antes de caer en la ofuscación y la monomanía— proponen para entender la situación de la España de hoy mismo. Al autócrata lo teníamos desde hacía tiempo, por si no lo sabían. Desde 2018, ahí es nada. Pero la terrible riada de Valencia permitió pasar a la casilla del “Estado fallido”. De Estado fallido hablaba algún intelectual —no entrecomillo por caridad— del procés en los meses previos a octubre de 2017. De fallo sistémico habló Mazón ante las Cortes valencianas en un bochornoso ensayo general para su defensa jurídica. De Estado fallido y de fallo sistémico hablan todos aquellos líderes y fuerzas políticas que buscan desacreditar en bloque un régimen político para apoderarse de él sea mediante un golpe, o una revolución, o una simple ocupación democrática del poder para desarmar desde dentro del Estado sus instituciones en provecho propio. Presumo que no todos los que usan esta expresión están en ese extremo ni se han vuelto tan locos, aunque algunas llamadas a “la acción” —entre seniles y grotescas, viniendo de quienes vienen— obligan a temerse que hay quienes salen con unas cuantas copas de más de algunos cenáculos. Hay una ferocidad gagá, y hay ambiciones y ansiedades más juveniles, todas ellas inocuas en una sociedad educada. Pero aquí la pregunta es siempre quién anima o quién paga esos cenáculos. Seguramente el que sale sobrio de la francachela y se va tranquilamente a casa a fumarse un puro y a beber de su whisky, que es el bueno. La imagen no pretende ser literal, pero sí significativa: hemos ingresado en el imperio de la exaltación y han regresado en tropel los tontos útiles. Que el rechazo a Pedro Sánchez puede plantearse como algo argumentado y hasta racional no seré yo quien lo ponga en duda. Ni tan siquiera lo digo en subjuntivo, porque no es una posibilidad: es un hecho y forma parte de las reglas del juego de la democracia. Pero que el rechazo se exprese como odio, e incluso si ese odio todavía se esfuerza por parecer argumentado y razonado —claro, ¿cómo no se verá como odioso a un autócrata, y cómo no será un autócrata si lo odiamos?—, eso ya sospecho que forma parte de una manera muy actual, quizá demasiado actual, de vivir la política. Y no digamos si el odio se expresa como algo visceral, como algo odioso en sí mismo y como algo dispuesto a la violencia, o dando pábulo a la acción violenta hasta alentarla y comprenderla. Objeto de odio ya lo fueron Suárez, González, Aznar y Zapatero. Calvo Sotelo y Rajoy sospecho que desataron menos pasión. Pero sea cual sea el ranking de los odiosos, lo que es evidente es que el odio, la visceralidad, el exabrupto, el disparate, y ahora la mentira sistemática y descarada, la manipulación más burda y maniobrera, dominan la política de este país —y de buena parte del mundo global— para desgracia de todos. Quienes creen que un mínimo de racionalidad se impondrá se equivocan. Quienes invocan una política basada en la sensatez, en el triunfo de la verdad sobre la mentira —del bien sobre el mal— se equivocan. Muchos ciudadanos de hoy se informan y piensan enganchados a un placebo informativo repleto de venenos, y son precisamente esos venenos los que les dan gusto y los vuelven adictos a su nicho de información. Es el final del sueño ilustrado de una sociedad articulada por una opinión pública honesta, cualificada y bien informada. Es el final definitivo, y nada abrupto, porque sería muy ingenuo creer que eso no ha sucedido hasta ahora. Alexander Koyré ya pudo escribir en su ensayo sobre la mentira de 1940 que “nunca antes se había mentido tanto como ahora”. Su motivo de escándalo era Goebbels, y la novedad era el aparato de radio. No es difícil encontrar en internet fotomontajes de los años treinta con el aparato de radio como gran tótem erigido en medio de una multitud, ni imágenes de familias unidas en torno a la misma radio escuchando la voz del Führer con la misma devoción con la que se podía bendecir una mesa. Son conocidas las reacciones de intelectuales como Tucholsky o Thomas Mann al oír por primera vez a Hitler en la radio, porque dejaron por escrito su perplejidad y la imposibilidad de tomarse en serio justamente aquella voz. Pero también es conocida la advertencia de Hitler: “Primero fueron muchos los que se reían, luego fueron cada vez menos, y de los que todavía se ríen, pronto no se reirá ninguno”. No quiero incurrir en la típica reductio ad Hitlerum, pero es importante pensar históricamente y tratar de comprender adónde nos lleva la dinámica actual de frivolidad, mala fe y ominosa ferocidad. Y qué significa para la democracia, tal como la conocemos, esta demolición de una opinión pública razonablemente capaz de preferir la veracidad a la mendacidad. Lo del Estado fallido no es un ejemplo de bulo. Es el horizonte al que apunta la proliferación de los bulos. La agitación verbal acaba por agitar los ánimos, que es lo que busca, y de los ánimos agitados puede esperarse cualquier cosa. Así se crea un estado de opinión cada vez más amplio que asume como un hecho que la situación general de España es efectivamente la propia de un Estado fallido. La parte de la sociedad que muerde con afán semejante anzuelo no puede no desear otro Estado, a menos que encuentre placentero el vivir en un Estado fallido, cosa improbable. De modo que tanto la insistencia en el Estado fallido como la receptividad ante semejante infundio lo que hacen es expresar el deseo de que el Estado actual —la España constitucional— se dé efectivamente por fallido y dé paso a otro modelo o régimen político, se supone que más fuerte, más autoritario, más centralizado, o simplemente más caótico y ya consumadamente libertario, ideal para las doctrinas del cuanto peor, mejor. No me cabe duda de que algunos de los opinadores que se han lanzado por ese tobogán, llegados a ese punto, se llevarían las manos a la cabeza y dirían que ellos solo quieren “echar a Sánchez”. Pero al cambiar el agua del barreño —como suele decirse— hay que vigilar mucho con que no se acabe tirando también al niño. Y el niño por supuesto no es Sánchez. Por supuesto que no es Sánchez lo sagrado, sino el Estado. Por eso lo inquietante es que para hundir un Gobierno hayamos entrado en una carrera hiperbólicamente destructiva y en la que parece haberse infiltrado otro plan, otro propósito con un tufo trumpista y desestabilizador que apesta, en definitiva, a ultraderecha. Y que la ultraderecha juegue a ser ultraderecha no debe sorprendernos. Pero que la derecha en teoría centrista se arme un lío —y nos líe a todos—con sus maniobras de supervivencia ante el colosal desastre de Valencia y su escandalosa gestión por parte del Gobierno valenciano, eso debe anotarse en la interpretación del momento presente y sus tendencias. No vaya a ser que desacreditar el Estado llegue a ser conveniente incluso para aquellos partidos que representa que son partidos de Estado. Dicho de otro modo: ¿Dar el Estado por fallido podría llegar a ser electoralmente rentable?

martes, 12 de noviembre de 2024

Las fracturas de la política estadounidense, por Daniel Innerarity (El País, 12/11/24)

Las recientes elecciones estadounidenses se parecen más a las de 2016 de lo que a primera vista puede parecer. Cabe interpretarlas de tres modos: como la clásica alternancia de poder (lo que contradice la evidencia de que estamos ante cambios más significativos e impredecibles que el mero cambio de Gobierno), como un giro histórico (algo que sobrevalora la capacidad de los políticos para producir los resultados que anuncian, como el de “arreglarlo todo” proclamado por Trump en la campaña) o como unas elecciones que vuelven a recordarnos la existencia de viejos problemas, de las fracturas que atraviesan a la sociedad estadounidense, que deterioran su espacio público común y que condicionan una y otra vez su política. Soy partidario de esta última interpretación. Estas fracturas persistentes se manifiestan al menos en cuatro grandes asuntos: la ruptura de la comunicación entre las élites y la gente, la cultura cívica y populista del viejo jeffersonianismo, la transformación del capitalismo clásico y un cierto agotamiento del paradigma multicultural. Se da la paradoja de que el pueblo americano no ha elegido a quien podría sanar esas fracturas, sino al que con más habilidad las ha utilizado en su favor, pero esa es otra historia, que tiene que ver con que una decisión sea correcta y lo que ahora me interesa es tratar de entenderla. Comencemos por el desconcierto de las élites, que obedece a las múltiples fragmentaciones de la sociedad estadounidense, intensificadas pero no creadas por las redes sociales, frente a lo que suele afirmarse. Más relevante que la desinformación es la incapacidad para hacerse con una información equilibrada y más importante que la verdad es la diversidad, sin la cual no hay acceso posible a la verdad. El resultado de todo ello es la creación de comunidades homogéneas de opinión en las que se realizan diversas formas de autosegregación psíquica e ideológica. Sin experiencias compartidas resulta imposible entenderse incluso desde el punto de vista cognitivo: hacerse cargo de los puntos de vista y malestares de los otros. Pensemos en esa minoría blanca que se siente amenazada por la inmigración y el comercio internacional o la experiencia de esa minoría civilizada que no sufre las amenazas de la precariedad y celebra la diversidad cultural que no le plantea ningún problema existencial sino que más bien multiplica sus posibilidades de oferta gastronómica o trabajadores más baratos. La segunda fractura tiene que ver con la confrontación entre dos culturas políticas muy diferentes y presentes en el relato fundacional americano: la radical-plebeya del viejo jeffersonianismo, que exalta el trabajo, rechaza la burocracia y las intrigas del poder federal frente a la concepción hamiltoniana del poder centralizador y los grandes espacios. Hay mucha nostalgia en el deseo de mantener la cultura cívica republicana (que es una impostura cuando Trump se presenta como su defensor), pero también hay amplias capas de la sociedad americana que la añoran. En el imaginario cultural americano pervive el ideal de la comunidad cívica que reposa sobre la ética individual de sus miembros y la solidaridad con los cercanos (basta recordar algunas películas de Robert Altman o de Frank Capra), en contraste con los escándalos financieros, la administración burocrática y el trabajo deslocalizado o, simplemente, la inanidad de ciertas tareas tal y como se refleja en la serie televisiva The Office. Por supuesto que no deja de ser paradójico que quienes tienen éxito político en este mundo banal no sean aquellos mejor representan esa cultura cívica sino quienes mejor se aprovechan de su decadencia. El tercer gran contraste que atraviesa a la sociedad americana es el que distingue al capitalismo industrial clásico del nuevo capitalismo digital. Buena parte de la sociedad no comprende la lógica de esta nueva economía que es vista como una amenaza y no cuadra con la lógica del trabajo material. Es cierto que hay en todo ello una visión romántica del viejo mundo industrial, una consideración demasiado negativa de la globalización y una incomprensión de la economía del conocimiento, que no necesariamente equivale a especulación financiera. Pero en política es más importante cómo las cosas son percibidas que como realmente son. Conocemos los enormes costes que ha tenido en la historia el cierre proteccionista, pero también sabemos que se paga muy cara la desatención hacia las señales emitidas por la gente, su deseo de protección. Mientras no se consiga esto, habrá resistencias hacia los espacios abiertos para el comercio o la libre circulación de personas, unas resistencias en las que suelen mezclarse aspiraciones racionales y reacciones torpes, pero que no son nunca temores del todo infundados. La cuarta cuestión conflictiva es la que se refiere a la diversidad cultural. En los últimos años, se ha criticado mucho a la izquierda por haber abandonado los combates redistributivos por cuestiones acerca de la identidad, de haber caído en una especie de histeria moral en relación con la identidad racial, sexual y de género que habría distorsionado su mensaje e incapacitado para unificar la sociedad y gobernarla. No comparto esta crítica porque creo que las cuestiones redistributivas y de identidad están íntimamente vinculadas, además de que la movilización de los votantes blancos en favor de Trump sigue la lógica identitaria de un grupo supuestamente discriminado, es decir, que no estaría representando ninguna aspiración universalista. Pero es cierto que el discurso de las élites sobre la diversidad cultural puede ser hiriente para quienes conviven habitualmente con esa diversidad en sus aspectos menos idílicos. Existe un tipo de persona progresista que se siente cosmopolita y moralmente superior porque se eleva por encima de sus intereses, cuando en realidad sus intereses no están en juego y los que son sacrificados son los intereses de los otros, más vulnerables, más en contacto con las zonas de conflicto. La falta de credibilidad de tales discursos es lo que explica, por ejemplo, el voto republicano de tantos migrantes que tienen una visión completamente distinta de la realidad multicultural. Cuanto más tiempo pierdan las élites liberales en lamentar la irracionalidad de estas reacciones, más lejos estarán de la verdadera tarea que tienen por delante: comprender las causas del malestar que ha propiciado el éxito de quien menos puede hacer para aliviarlo. Ahora no se trata de tener razón, sino de resultar convincente sin perderla. Tampoco es que la gente sea necesariamente más sabia que sus representantes, por lo que esa forma de elitismo invertido que es el populismo no representa ninguna solución. El problema de fondo es la falta de mundo común. Las soluciones solo se alumbrarán compartiendo experiencias, es decir, emociones y razones; si, en vez de seguir enfrentando las razones de los de arriba con las pulsiones de los de abajo, aquellos interpretan adecuadamente las irritaciones de estos, condición indispensable para que los irritados puedan confiar en las intenciones y capacidades de quienes les representan.

martes, 5 de noviembre de 2024

DANA: depresión aislada en niveles altos (El País: 3/11/24)

Depresión. Me refiero a ese malestar íntimo y cotidiano, a la consciencia de que habitamos un mundo que produce dolor de forma sistemática mientras nos esforzamos en divertirnos o en poner foco en alguna tarea productiva. Aislada. No somos pocos los que nos sentimos desolados ante la idea de morir en un mundo que agoniza entre guerras y genocidio pero sí nos sentimos profundamente solos e impotentes. En niveles altos. Sucede que la depresión se ha convertido en el estado del alma de las llamadas sociedades del bienestar. En las esquinas del mundo donde miramos vemos desastres naturales, campos de concentración para personas migrantes y hasta las bombas sobre hospitales infantiles con horror, pero también con distancia, incluso con el alivio de sabernos lejos del espanto. Pero la DANA está aquí y las vidas arrancadas están demasiado cerca. Es imposible no entender de una vez que la vida de uno es la vida de todos. Es imposible no sentir, viendo las imágenes de estos días y de todos los días, que somos parte de una cultura fracasada y profundamente equivocada. Hasta que no se nos meta en la cabeza, no con el horror de la tragedia presente pegada al cuerpo sino en todo momento, que la vida de uno es la vida de todos, no hay nada que hacer. Esta catástrofe no es excepcional sino absolutamente cotidiana: en los cayucos, en Ucrania, en Gaza… Todo forma parte de la misma DANA. Sin embargo, eso que llamamos solidaridad solo parece urgente cuando tenemos el agua al cuello y el cuerpo congelado. Como si viviéramos en un tipo de sociedad que no es capaz de entender que cada uno de nosotros es todos. Que en democracia todo el mundo tiene derecho a vivir su vida, y que la vida no es tal cosa sin soportes comunitarios, sin servicios de emergencia, sin espacio público, sin aire limpio, sin una sociedad decidida a protegernos a todos. En vez de eso, tenemos a Trump diciendo que las personas migrantes se comen a las mascotas en EE UU y a Núñez Feijóo viajando a Valencia para hacer uso político de la desgracia en defensa de sus propios intereses. Esa forma tan extendida y “democrática” de hacer política sobre el dolor ajeno y en beneficio del propio interés también es DANA. Pero ¿qué son y en qué consisten exactamente los propios intereses cuando pisamos sobre un planeta que se recalienta hasta la asfixia? ¿Qué es el propio interés cuando tenemos cientos (miles) de niños no acompañados durmiendo literalmente hacinados en centros de menores de Canarias? Creo que el propio interés es también DANA y un reflejo de nuestra falta absoluta de solidaridad. Una clase de solidaridad que es imposible en un tipo de cultura política que no entiende que cada uno es todos y que se esfuerza en convencernos cada día de que cada uno es uno. Por supuesto que todos nos sentimos solidarios y acongojados estos días. Pero creo que la empatía se ha convertido en una forma de disfrazar el miedo y de pensar que podría pasarme a mí, cuando la empatía debería ser una forma de entender y de sentir que de hecho los intereses de los otros son, objetivamente hablando y todos los días, también los nuestros. La empatía de la que hablo no es capaz de evitar la tragedia pero sí de exigir un mundo que deje de una vez de provocarla.