En enero pasado, el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, anunció un loable proceso de revisión de las colecciones de los 16 museos estatales, con el fin de eliminar marcas del pasado colonial, además de las inercias de género o etnocéntricas, todo ello enmarcado en un compromiso internacional que España ha firmado. En este terreno tan delicado, un programa revisionista no parece fácil de trazar. Habrá que decidir qué mostrar, qué retirar, cómo comisariar, cómo hablar de la relación de las antiguas metrópolis con las colonias y cómo dar voz a una memoria sin archivo. En este sentido, hemos asistido ya a una primera, y quizá algo tibia, incursión, en este caso en el Museo Thyssen y su exposición a propósito de la memoria colonial en sus colecciones.
Entre tanto, hemos leído manifestaciones encaminadas a relativizar y aminorar el pasado colonial, que desatienden las humillaciones, los métodos coercitivos, las masacres, torturas y los crímenes infligidos a los colonizados. He recordado entonces las palabras de algunos pensadores, a quienes conviene traer a colación. Así, en 1961, Frantz Fanon escribía en su obra Los condenados de la tierra: “El bienestar y el progreso de Europa han sido construidos con el sudor y los cadáveres de los negros, los indios y los amarillos. Hemos decidido no olvidarlo”. Pocos años antes, su maestro, Aimé Césaire, en su Discurso sobre el colonialismo, afirmaba: “Si citásemos a Europa ante el tribunal de la razón y la conciencia, no podría justificarse. Europa”, continúa, “permite matar en Indochina, torturar en Madagascar, encarcelar en África y causar estragos en Antillas”. Por eso Europa es, dice, indefendible, moral y espiritualmente. Incluso arriesga más Césaire, y sostiene que, en el fondo, lo que el burgués del siglo XX no le perdona a Hitler no es exactamente el crimen en sí que su maquinaria realizó, sino el crimen contra el hombre blanco; no es la humillación en sí misma, sino el haber aplicado en Europa procedimientos colonialistas, que hasta entonces solo concernían a los árabes de Argelia o a los negros de África. La tesis es fuerte, porque está afirmando la existencia de Auschwitz antes de Auschwitz, lo que desplaza una de las heridas europeas más profundas y paradigmáticas, del lugar escogido del acontecimiento único a una mera versión más de la brutalidad humana, y, en consecuencia, que el nazismo no es una anomalía de la política occidental, sino una continuación de la expansión colonial moderna, europea, que utiliza sobre ella misma los métodos usados siempre contra el mundo no europeo, inveterados en ese lado oscuro de la modernidad que es la colonialidad.
Eduardo Galeano nos recuerda que, cuando Namibia conquistó la independencia en 1990, se siguió llamando Göring la principal avenida de su capital, pero no por Hermann, el célebre jefe nazi, sino en homenaje a su padre Heinrich, que fue uno de los autores del primer genocidio del siglo XX. Fue entonces, continúa, cuando por primera vez se pronunció la palabra Konzentrationslager, que ya entonces era el lugar donde se combinaba el encierro, el trabajo forzado y la experimentación científica, esta última en manos entonces de los maestros de Mengele.
Fanon y Césaire son pensadores. Y no son europeos y no son blancos, sino negros y de la Martinica. A partir de ellos, el pensamiento decolonial toma la palabra y con ello aparece la exigencia no solo de denunciar los procedimientos colonialistas, sino la de hablar desde un cuerpo y un lugar distintos al hegemónico. La palabra de la filosofía fue desde los orígenes blanca, masculina y europea, y pensó siempre sobre y a partir de sí misma. Cuando Descartes pronuncia su celebérrima sentencia “pienso, luego existo”, está hablando desde y para una razón abstracta y universal, que no contempla las diferencias. Por eso, debiera sustituirse por la fórmula “pienso donde existo”, un donde que señale que no es lo mismo pensar en un cuerpo mujer, o un cuerpo negro, o un cuerpo trans, o pensar desde América Latina, desde África, desde Europa o desde las fronteras. La filosofía, el pensamiento, debe ser por eso una geocorpofilosofía, un pensamiento descentralizado, un paradigma otro. Por mucho que se quiera establecer, no hay un grado cero de la epistemología: el conocimiento no puede ser objetivo, neutro ni universal, porque inevitablemente el pensamiento posee una geografía de carne. La ontología debe quebrarse en ontologías otras, periféricas, mestizas, raciales, lo que significa que en el pensamiento debe operarse un desplazamiento y una desterritorialización.
No es Europa lo que está en juego, sino el eurocentrismo. Tenemos la oportunidad de, en palabras de Enrique Dussel, trazar una geopolítica del conocimiento. La revisión que se ha iniciado ahora está en ese camino, pero debe ser cuidadosa para no repetir la soberanía centroeuropea. Debe ir más allá del mero buenismo europeo, posibilitar pensar desde fuera de palacio y ser una verdadera praxis. La tarea no es sencilla, y no solo por la gestión y la logística al respecto, sino porque ahonda además en un problema filosófico importante: el de la consideración del otro, el del tratamiento de la otredad, y, pegado a ello, el de cómo mostrarla, cómo dar la voz a ese otro sin hablar por él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario