La causa de la instrucción pública no termina nunca. Parece mentira que el sueño ilustrado de la igualdad entre las personas y del acceso al conocimiento riguroso lleve más de dos siglos existiendo y todavía no llegue a cumplirse, y esté siendo continuamente agredido, socavado, malbaratado, a veces incluso por algunos de los que debieran defenderlo. En Buenos Aires se echan a la calle medio millón de personas para vindicar lo que la Argentina, igual que Uruguay, había conquistado a principios del siglo XX, antes de cualquier país europeo: la separación entre la Iglesia y el Estado, y con ella el establecimiento de una educación pública universal y gratuita, desde la primaria a la universidad. Podría pensarse que un sistema que lleva más de un siglo mostrando su formidable eficacia estaría al menos tan fuera de duda como muchas tradiciones obtusas que propagan la brutalidad o el fanatismo religioso o patriótico. Pero uno de los objetivos prioritarios de Javier Milei es la abolición de la enseñanza pública, según proclama con la desvergüenza propia de los agitadores de su cuerda, los mismos que dentro de unos días pueden haber ganado una influencia temible sobre el porvenir de Europa.
No hay que dejarse distraer por las payasadas de los energúmenos. Por detrás del espectáculo, de los eslóganes berreados por multitudes y las extravagancias capilares, hay una racionalidad de cálculo económico. Hace unas semanas Donald Trump se puso perfectamente serio delante de un auditorio formado por los máximos dirigentes de las compañías petrolíferas americanas, a los que les pidió mil millones de dólares para financiar su campaña, a cambio de la promesa de abolir una por una todas las medidas contra el cambio climático y a favor de las energías renovables que se han ido estableciendo durante la presidencia de Joe Biden. Quien haya leído esa magnífica novela de Éric Vuillard, El orden del día, se acordará de una reunión celebrada en casa de Hermann Goering, en vísperas de las elecciones legislativas de 1933, en la que Hitler en persona prometió a los dueños de las mayores empresas y bancos alemanes que si le financiaban la campaña y él salía ganador no tendrían que preocuparse nunca más por los partidos de izquierda o los sindicatos, y ni siquiera por la molestia de nuevas elecciones. Los empresarios y los banqueros pagaron, y no se puede decir que no les saliera a cuenta la inversión. Gracias a la guerra se enriquecieron más todavía fabricando armas, aeroplanos, camiones, automóviles, por no hablar del gran negocio para las empresas químicas —todas ellas operativas y prósperas todavía— que aseguraban el suministro eficiente de gas Zyklon-B a los campos de exterminio.
Trump no es Hitler, y Milei no es Trump, y a sus imitadores españoles les falta todavía desenvoltura escenográfica, atados como están por ahora a una aspereza envarada y cuartelera, eso que los falangistas líricos llamaban “el laconismo de nuestro estilo”. Pero a todos ellos los une la franqueza con la que proclaman una metódica voluntad de eliminar cualquier traba a los intereses de un capitalismo dispuesto a perpetuarse a costa de la segura destrucción no de la vida sobre la Tierra, sino del único mundo habitable para los seres humanos. Para lograrlo necesitan, entre otras cosas, la difusión de la ignorancia y la mentira. Los que tanto gesticulan contra las “élites” están al servicio, y seguramente a sueldo, de las élites más codiciosas y destructivas que han existido nunca.
Que sean todos tan beligerantes contra la enseñanza pública como contra las placas solares y los carriles bici es un indicio del peligro que ven en ella, y por lo tanto del valor que le atribuyen, como el que Stalin y sus sicarios otorgaban a la poesía. Si el autor de unos poemas o de una novela es perseguido o incluso asesinado, y su obra destruida, quiere decir que la literatura puede ser más perturbadora y más valiosa de lo que creen quienes se dedican a veces desengañadamente a ella. Si Javier Milei tiene tanta prisa por destruir uno de los sistemas de educación pública más antiguos y eficaces del mundo está reconociéndola como un obstáculo fundamental contra su propósito de eliminar cualquier asidero de igualdad o justicia, de reducir al máximo la capacidad de conocimiento y por lo tanto de libre albedrío de los ciudadanos.
Dejando a un lado el paréntesis republicano, el sueño de la educación pública ha sido más difícil de cumplir en España que en otros países de Europa y del Río de la Plata: por el atraso general, por la indiferencia y la ignorancia de las clases dominantes, por la fuerza opresiva de la Iglesia y la debilidad del Estado. Fuimos un país de grandes educadores predicando en el desierto. Mi generación fue la primera en la que un número creciente de hijas e hijos de trabajadores pudimos hacer el bachillerato en institutos públicos y llegar a la universidad gracias a las becas. Fueron los gobiernos socialistas de los años ochenta los que ampliaron de verdad el derecho a la educación, pero no se atrevieron a hacerla universal y pública. Faltó coraje, o convicción, o de nuevo no hubo fuerza para hacer frente al poderío de la Iglesia católica. El resultado es un confuso sistema según el cual la enseñanza privada y religiosa se financia masivamente con fondos públicos, y la enseñanza pública se va quedando relegada, empobrecida, cada vez más incapacitada para cumplir la misión educadora y emancipadora que le corresponde. No hace falta la truculencia de una motosierra para ir amputando casi día por día, en las comunidades gobernadas por las derechas más y menos extremas, plazas y aulas escolares, puestos de profesores, asignaciones para comedores y bibliotecas, hasta el espacio mismo de los centros, como en ese instituto admirable de Madrid, el Ramiro de Maeztu, que el Gobierno regional ha incautado en parte, sin consultar con nadie, para cederlo a una escuela internacional de privilegiados.
Igual que en Buenos Aires, los profesores y los estudiantes se echan a la calle en Madrid y en Valencia para protestar contra el acoso permanente hacia la enseñanza pública, pero muchos de ellos se quejan de la indiferencia de la ciudadanía y la hostilidad de los medios serviles, beneficiarios de fondos cuantiosos que quizás fueran más útiles si se dedicaran a mejorar las escuelas. Durante años he notado en mis amigos profesores una mezcla de cansancio y del cotidiano heroísmo de hacer bien un trabajo que saben esencial. Ahora lo que transmiten es sobre todo desolación. “La desgana, el agotamiento y el hartazgo están al alza entre los docentes” me escribe uno de ellos, al que conocí enérgico y animoso hace unos años. “Justo antes de los recortes, en mi centro educativo, había 77 profesores y 790 alumnos; hoy somos 72 profesores para 820 alumnos. La consecuencia es una ratio disparatada: tenemos muchos grupos de más de 30 alumnos, a veces en aulas diminutas. Incluso hay un grupo de 2º de Bachillerato de ¡37 alumnos! Los profesores solemos decir, contra los políticos y pedagogos, que la verdadera reforma educativa consiste básicamente en arreglar la ratio, pues dar hoy día clase a más de 25 alumnos vuelve imposible el tan cacareado ideal de la atención personalizada al estudiante”.
A veces las movilizaciones obtienen resultados, aunque no siempre los previstos. En Valencia, al día siguiente de una gran manifestación de protesta, el Gobierno regional anuló de golpe una convocatoria de 5.000 plazas de profesores. No es que el sueño de la instrucción pública no llega a culminarse en España: es que está siempre en el aire. Apenas habíamos conquistado algo y ya estamos perdiéndolo.
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