jueves, 13 de junio de 2024

LA ESCUELA O LA BARBARIE, por Antonio Muñoz Molina (El País

La causa de la instrucción pública no termina nunca. Parece mentira que el sueño ilustrado de la igualdad entre las personas y del acceso al conocimiento riguroso lleve más de dos siglos existiendo y todavía no llegue a cumplirse, y esté siendo continuamente agredido, socavado, malbaratado, a veces incluso por algunos de los que debieran defenderlo. En Buenos Aires se echan a la calle medio millón de personas para vindicar lo que la Argentina, igual que Uruguay, había conquistado a principios del siglo XX, antes de cualquier país europeo: la separación entre la Iglesia y el Estado, y con ella el establecimiento de una educación pública universal y gratuita, desde la primaria a la universidad. Podría pensarse que un sistema que lleva más de un siglo mostrando su formidable eficacia estaría al menos tan fuera de duda como muchas tradiciones obtusas que propagan la brutalidad o el fanatismo religioso o patriótico. Pero uno de los objetivos prioritarios de Javier Milei es la abolición de la enseñanza pública, según proclama con la desvergüenza propia de los agitadores de su cuerda, los mismos que dentro de unos días pueden haber ganado una influencia temible sobre el porvenir de Europa. No hay que dejarse distraer por las payasadas de los energúmenos. Por detrás del espectáculo, de los eslóganes berreados por multitudes y las extravagancias capilares, hay una racionalidad de cálculo económico. Hace unas semanas Donald Trump se puso perfectamente serio delante de un auditorio formado por los máximos dirigentes de las compañías petrolíferas americanas, a los que les pidió mil millones de dólares para financiar su campaña, a cambio de la promesa de abolir una por una todas las medidas contra el cambio climático y a favor de las energías renovables que se han ido estableciendo durante la presidencia de Joe Biden. Quien haya leído esa magnífica novela de Éric Vuillard, El orden del día, se acordará de una reunión celebrada en casa de Hermann Goering, en vísperas de las elecciones legislativas de 1933, en la que Hitler en persona prometió a los dueños de las mayores empresas y bancos alemanes que si le financiaban la campaña y él salía ganador no tendrían que preocuparse nunca más por los partidos de izquierda o los sindicatos, y ni siquiera por la molestia de nuevas elecciones. Los empresarios y los banqueros pagaron, y no se puede decir que no les saliera a cuenta la inversión. Gracias a la guerra se enriquecieron más todavía fabricando armas, aeroplanos, camiones, automóviles, por no hablar del gran negocio para las empresas químicas —todas ellas operativas y prósperas todavía— que aseguraban el suministro eficiente de gas Zyklon-B a los campos de exterminio. Trump no es Hitler, y Milei no es Trump, y a sus imitadores españoles les falta todavía desenvoltura escenográfica, atados como están por ahora a una aspereza envarada y cuartelera, eso que los falangistas líricos llamaban “el laconismo de nuestro estilo”. Pero a todos ellos los une la franqueza con la que proclaman una metódica voluntad de eliminar cualquier traba a los intereses de un capitalismo dispuesto a perpetuarse a costa de la segura destrucción no de la vida sobre la Tierra, sino del único mundo habitable para los seres humanos. Para lograrlo necesitan, entre otras cosas, la difusión de la ignorancia y la mentira. Los que tanto gesticulan contra las “élites” están al servicio, y seguramente a sueldo, de las élites más codiciosas y destructivas que han existido nunca. Que sean todos tan beligerantes contra la enseñanza pública como contra las placas solares y los carriles bici es un indicio del peligro que ven en ella, y por lo tanto del valor que le atribuyen, como el que Stalin y sus sicarios otorgaban a la poesía. Si el autor de unos poemas o de una novela es perseguido o incluso asesinado, y su obra destruida, quiere decir que la literatura puede ser más perturbadora y más valiosa de lo que creen quienes se dedican a veces desengañadamente a ella. Si Javier Milei tiene tanta prisa por destruir uno de los sistemas de educación pública más antiguos y eficaces del mundo está reconociéndola como un obstáculo fundamental contra su propósito de eliminar cualquier asidero de igualdad o justicia, de reducir al máximo la capacidad de conocimiento y por lo tanto de libre albedrío de los ciudadanos. Dejando a un lado el paréntesis republicano, el sueño de la educación pública ha sido más difícil de cumplir en España que en otros países de Europa y del Río de la Plata: por el atraso general, por la indiferencia y la ignorancia de las clases dominantes, por la fuerza opresiva de la Iglesia y la debilidad del Estado. Fuimos un país de grandes educadores predicando en el desierto. Mi generación fue la primera en la que un número creciente de hijas e hijos de trabajadores pudimos hacer el bachillerato en institutos públicos y llegar a la universidad gracias a las becas. Fueron los gobiernos socialistas de los años ochenta los que ampliaron de verdad el derecho a la educación, pero no se atrevieron a hacerla universal y pública. Faltó coraje, o convicción, o de nuevo no hubo fuerza para hacer frente al poderío de la Iglesia católica. El resultado es un confuso sistema según el cual la enseñanza privada y religiosa se financia masivamente con fondos públicos, y la enseñanza pública se va quedando relegada, empobrecida, cada vez más incapacitada para cumplir la misión educadora y emancipadora que le corresponde. No hace falta la truculencia de una motosierra para ir amputando casi día por día, en las comunidades gobernadas por las derechas más y menos extremas, plazas y aulas escolares, puestos de profesores, asignaciones para comedores y bibliotecas, hasta el espacio mismo de los centros, como en ese instituto admirable de Madrid, el Ramiro de Maeztu, que el Gobierno regional ha incautado en parte, sin consultar con nadie, para cederlo a una escuela internacional de privilegiados. Igual que en Buenos Aires, los profesores y los estudiantes se echan a la calle en Madrid y en Valencia para protestar contra el acoso permanente hacia la enseñanza pública, pero muchos de ellos se quejan de la indiferencia de la ciudadanía y la hostilidad de los medios serviles, beneficiarios de fondos cuantiosos que quizás fueran más útiles si se dedicaran a mejorar las escuelas. Durante años he notado en mis amigos profesores una mezcla de cansancio y del cotidiano heroísmo de hacer bien un trabajo que saben esencial. Ahora lo que transmiten es sobre todo desolación. “La desgana, el agotamiento y el hartazgo están al alza entre los docentes” me escribe uno de ellos, al que conocí enérgico y animoso hace unos años. “Justo antes de los recortes, en mi centro educativo, había 77 profesores y 790 alumnos; hoy somos 72 profesores para 820 alumnos. La consecuencia es una ratio disparatada: tenemos muchos grupos de más de 30 alumnos, a veces en aulas diminutas. Incluso hay un grupo de 2º de Bachillerato de ¡37 alumnos! Los profesores solemos decir, contra los políticos y pedagogos, que la verdadera reforma educativa consiste básicamente en arreglar la ratio, pues dar hoy día clase a más de 25 alumnos vuelve imposible el tan cacareado ideal de la atención personalizada al estudiante”. A veces las movilizaciones obtienen resultados, aunque no siempre los previstos. En Valencia, al día siguiente de una gran manifestación de protesta, el Gobierno regional anuló de golpe una convocatoria de 5.000 plazas de profesores. No es que el sueño de la instrucción pública no llega a culminarse en España: es que está siempre en el aire. Apenas habíamos conquistado algo y ya estamos perdiéndolo.

El ombligo de los sueños, por Irene Vallejo (El País, 7/04/24)

Mil veces he escuchado el estribillo. Contar historias no nos sacia el hambre ni protege del frío o del peligro, no nos reviste de visión nocturna ni decisivas ventajas en la lucha por la vida. No sirve para nada. Y, sin embargo, desde los albores del tiempo recordado, los seres humanos sentimos el ímpetu irresistible de urdir relatos. Esta terquedad narrativa es un resorte misterioso. ¿Por qué son tan duraderos los mitos, los poemas, los cuentos? Las invenciones útiles cruzan despreocupadas las aduanas de los siglos, pero ¿qué pueden alegar en su favor las creaciones inútiles? La ensayista británica Karen Armstrong afirma que buena parte de la historia humana ha estado presidida por dos formas de pensar, hablar y lograr conocimiento del mundo: el mythos y el logos. La primera no es una mera fase primitiva de la segunda. Ambas son rutas complementarias y esenciales para buscar la verdad. Según Armstrong, el logos se ocupa de los logros prácticos; el mythos, del significado. Los seres humanos –escribe– somos criaturas en perpetua búsqueda de sentido. Si carecemos de él, caemos de bruces en la desesperación. Los mitos y la literatura permiten que la gente atisbe realidades más hondas, cobijos simbólicos para nuestro precario existir. Necesitamos encaminar hacia un horizonte revelador nuestras vidas y persuadirnos de que tienen un sentido y valor palpables, pese a los errores y extravíos, más allá de cada disparate reincidente, de cada trompicón y traspiés. A menudo pensamos que las leyendas pertenecen a tiempos tribales y que nos llegan —en nuestro mundo moderno, racional y evolucionado— como un rastro de humo procedente de hogueras encendidas en el amanecer de los tiempos. Pero la historia sigue entretejiéndose hoy con los mimbres de los símbolos más que de los hechos. El siglo XX creó mitos extremadamente destructivos, que gestaron terroríficas masacres y genocidios. No podemos oponer resistencia a esos mitos solo con argumentos lógicos, razones que no hablan el lenguaje de los temores, deseos y rencores profundamente enraizados. Se necesitan otros relatos poderosos, en son de paz. Gracias a las narraciones forjadas al calor del encuentro logramos —a veces, tal vez— afrontar juntos las ansiedades de las que está constelado este nervioso presente. Las historias son al mundo lo que el ombligo a nuestro cuerpo: carecen de función o tarea vital, pero nos anudan a lo más esencial, ya que señalan nuestro vínculo carnal con los antepasados. En la antigua Delfos, la piedra omphalós indicaba el exacto centro del universo. Todo ser humano cuenta con ese orificio en el vientre, propio e intransferible, un sello aduanero de su entrada al alborotado paisaje terrestre. De hecho, durante siglos comentaristas y eruditos bíblicos han debatido con tenacidad si Adán y Eva fueron creados con o sin ombligo. Es quizá nuestro rincón más extraño, a la vez lírico y humorístico, arrugado y cóncavo, recubierto de pelusa, en espiral, misterioso, besado, mordido, enjoyado e ignorado. El ojo de una cerradura, una cicatriz. Como la literatura misma, un nexo con el cordón umbilical de las palabras. En una de las novelas más antiguas, Genji Monogatari, publicada en el siglo XI, ya se debate sobre la inutilidad –o perversidad– de las ficciones. En el Japón de la Era Heian, las historias imaginarias se consideraban falsedades, embustes y artimañas propias de mujeres. Los hombres, ocupados en tareas serias como la política y las leyes, eran sus más severos detractores. La autora del libro, Murasaki Shikibu, a través de su protagonista Genji, osa defender las verdades de su invención. Las crónicas históricas, dice, muestran solo una parte de la verdad, y es en los relatos de ficción donde descubrimos las causas profundas de lo que sucede. La humanidad fabula cuando, en su paso por el mundo, sucede algo bueno, conmovedor o terrible, algo en definitiva demasiado maravilloso como para permitir que desaparezca al acabar sus vidas. Según los neurólogos, curiosamente, tenemos un cerebro quijotesco, propenso a procesar de forma semejante relatos y realidad. Al escuchar una historia o leer una novela, intervienen todos los sentidos, y se activan las regiones cerebrales correspondientes a lo que sucede en el torrente de palabras. Términos como “cloaca” o “perfume” estimulan las áreas cerebrales relacionadas con el olfato; ante el verbo “huir”, se electrizan las neuronas del movimiento. Nuestra mente, en cierto modo, no distingue ficción de realidad y, gracias a ese titubeo, es capaz de experimentar las peripecias que narra la lectura. Aunque sí somos capaces de diferenciar un entorno ficticio de uno real, las respuestas de la emoción son idénticas. Por eso hacemos algo tan estrafalario como llorar o reír, preocuparnos o aterrorizarnos en el cine, el teatro o ante un libro, sabiendo que se trata de ilusiones y quimeras. Francisco Mora, experto en neurociencia, afirma que “cada persona cambia no solo en función de lo vivido, sino también de lo leído”. Las historias son el simulacro más persuasivo donde ensayar las inclemencias de la vida y aprender nociones valiosas sobre esos misterios ambulantes que son las otras personas. Tal vez puedan incluso salvarnos incluso de nosotros mismos. Como explica David Farrier en su ensayo Huellas, uno de los grandes dilemas de nuestro tiempo es el almacenamiento seguro a largo plazo de los residuos nucleares. Diversos países llevan décadas y miles de millones invertidos en construir almacenes subterráneos que puedan servir como depósitos fiables de basura radioactiva. Comunicar el riesgo que anida en esos territorios, dentro de miles de años, a generaciones que aún no han nacido, entraña un reto sin precedentes. Cómo avisar del peligro a los biznietos de nuestros tataranietos. Necesitamos concebir un mensaje que siga siendo útil —interpretable y, por lo tanto, eficaz— en un futuro en el que, quién sabe, podría no haber señales de tráfico, leyes o escritura. Las primeras propuestas consistían en paisajes de púas, zanjas en forma de relámpago e inmensos laberintos de alambradas erizadas, como si fueran obra de una raza de gigantes dementes. Sin embargo, esas señalizaciones podrían quedar sepultadas por la arena de los siglos. El problema dio pie a la creación de la rama de investigación lingüística más extraordinaria jamás concebida: la semiótica nuclear. Su fundador, Thomas Sebeok publicó en 1984 un artículo donde defendía que la forma más sólida de proteger un mensaje frente a la erosión del tiempo profundo consistía en crear una leyenda. Sebeok depositó su fe en el poder y la pervivencia de los mitos. Los almacenes de residuos nucleares debían convertirse en lugares legendarios, malditos, amurallados por una invisible hilera de relatos. Nada es tan resistente y duradero como una historia alojada en la mente humana. Umberto Eco escribió cierta vez que quien lee vive al menos cinco mil años: la lectura es una inmortalidad hacia atrás. Y, podríamos añadir, hacia delante, porque de nosotros quedarán ecos, susurros, relatos en boca de otros. Cuando ya solo nos sobrevivan destellos narrativos, cuando nuestros mitos sean un legado de asombro y advertencia, formaremos parte de esa urdimbre inútil de historias. Por suerte, nuestros descendientes sabrán, como la humanidad ha sabido desde los tiempos más remotos, que se necesitan muchas ficciones para aprender unas pocas verdades.