SITUAR EL APRENDIZAJE Albano de Alonso Paz
En la casa donde me crié superábamos la ratio. Éramos seis y sólo había dos habitaciones muy pequeñas. En una de ellas dormí durante los primeros años con mis hermanos y mi abuela, que vivió con nosotros desde que tuvo una discapacidad. Éramos multitud pero no teníamos sensación de hacinamiento; estábamos a gusto en nuestro hogar, en el sentido originario de esta palabra que proviene del latín focaris ("fuego").
En el calor que irradiaba la hoguera de la familia, en cada pequeño rincón estaba nuestro lar, nuestro “guardián” de la casa en forma de pequeñas historias de la cotidianidad que rodeaba el pueblo. Había pocos secretos y lo que se contaba no se escondía tras pantallas, simplemente porque entre aquellas paredes sólo estaba la de la tele en blanco y negro del salón que casi siempre ocupaban mi padre o mi abuelo con algún partido de fútbol del recién aterrizado Canal +, no recuerdo si pirateado o no (esas cosas, mejor olvidarlas).
Mi cuarto era otro mundo: era una situación de aprendizaje cada día diferente. En él al anochecer repasábamos a regañadientes en medio de lecturas lo que hacíamos cada día en el colegio, antes de preparar las cosas del día siguiente. Mi timidez diagnosticada a trompicones contrastaba con el desparpajo de mi hermano para recitar de carrerilla, con sólo nueve años, los ríos de España o los huesos humanos. Recuerdo la cara de felicidad de mi abuela, mientras los demás escuchábamos atentamente, a la vez que yo pensaba: “caray, si yo nunca he visto un río”. Con el tiempo me enteré de que en Canarias no había.
Han pasado muchos años y no creo que mi hermano se acuerde de los interminables listados que trabajábamos bajo la directriz de aquellas maestras afanosas. Que le sirvió para ejercitar la memoria, no lo dudo: muchos, con nuestras historias del pasado, seríamos capaces de demostrar que repetir palabras, números o frases puede favorecer que, como mínimo, se retengan un tiempo.
Sin embargo, me da cierta lástima pensar que aquellas situaciones improvisadas no aterrizaran también en saberes del entorno donde me crié, una tierra rodeada de volcanes y cantos populares que acompañaban cualquier festejo. No teníamos fiestas dionisíacas como las de los griegos, pero también la cosecha y la llegada del buen tiempo nos hacía cantar o recitar. Muchos de aquellos versos que nunca di en la escuela aún resuenan en mi cabeza.
Al final, en la cotidianidad de las prisas estas vivencias experienciales se hunden en la memoria hasta desvanecerse, en un estilo de vida donde casi no hay tiempo para situarse. En el mundo académico hemos llenado tarros de nomenclaturas que se renuevan más o menos cada lustro. Ahora, precisamente, con la última ley hablamos de situaciones de aprendizaje. Quién lo diría.
Estas situaciones se han convertido en nuestro trabajo y a veces en quebraderos de cabeza. Las planificamos no desde la espontaneidad de vivencias infantiles, sino siguiendo el compás de lo que nos hacen tejer en un traje con hechuras rígidas, y eso casi nunca es bueno: dista mucho de lo que debe ser un aprendizaje hecho vivencia.
Con tono desenfadado —a veces hay que echarle humor a esto—, Toni Solano, en su reciente ensayo Aula o jaula (2023) se refiere a ellas como “el punto G de la LOMLOE: todos creen conocerlas, pero pocos las activan eficazmente”. Y, en cierto modo, así es: los procesos que se despliegan en un acto educativo nos llevan a pensar que en la escuela, a pesar de estar rodeada de historias loables de enseñanzas (muchas de ellas dignas de enmarcar por el ingenio docente), no siempre han imperado estas situaciones contextualizadas donde el estudiante pueda hacer rodar la significatividad del saber, porque lo ha hecho suyo.
Tenemos una profesión difícil pero afortunada: una labor clave, en contacto con generaciones de jóvenes para intervenir en su búsqueda de un futuro digno
La cosa se complica cuando vemos que ese variable entramado legislativo y ciertos requerimientos reorientan continuamente nuestra forma de entender la programación, que aunque tiene criterios comunes muda sus vértebras según cada centro y docente (lo llaman autonomía pedagógica). Ahora, las arterias de nuestro trabajo en su faceta formal tienen otro matiz, otra tintura debilitadora. En ese papeleo perdemos de vista los rostros e inquietudes de nuestro alumnado; aquello que realmente nos lleva a poder situar el aprendizaje: el poder conocerlos.
Si todo fuera sencillo, situar el aprendizaje no debería suponer más agobio para el profesorado, puesto que supone la hoja de ruta de su camino. Como la meta divina que trazó el destino del guerrero Eneas de la epopeya de Virgilio, solo que ahora lo que nos hace hincar las rodillas no son hechiceras ni fastuosas reinas, sino las duras realidades que cada chaval esconde en su mochila. Pero, como el héroe troyano, seguimos nuestro camino, con más cicatrices que antes.
Situar el aprendizaje no debería ser un eslabón más de una rígida cadena plagada de tablas interminables porque, en la legislación actual, rige el principio de personalización del aprendizaje, un principio humanizador que defendía el propio Rousseau en su Emilio: el centro es el aprendiz, por lo que lo importante serán los ajustes que hagamos para aprender a atenderle. Porque sí: el profesor también aprende.
Por lo tanto, a pesar de que toda institución escolar debe tener un marco común que represente las señas de identidad de un contexto determinado, más que nunca las planificaciones de nuestras clases se plantean como cronogramas abiertos que mapean las complejas circunstancias que tenemos. Con unos objetivos claros y un engranaje curricular definido, pero sabiendo que ahora de lo que se trata es de ser lo suficientemente flexible para ayudar a que nuestro alumnado, con sus particularidades, active su capacidad cognitiva y encuentren sentido.
Pongo sobre la página dos o tres consejos más para que no nos ocurra como a mi yo de la infancia, que nunca llegó a entender por qué repetíamos listados de ríos y nunca vimos ninguno a nuestro alrededor.
Por un lado, despertar la necesidad de aprender experimentando —y no solo en edades tempranas—. Si no encontramos ideas, recordemos la historia que inspiró la película El maestro que prometió el mar, en la que el maestro republicano Antoni Benaiges hizo que sus estudiantes volcaran sus experiencias y conocimientos en diarios, como antesala de su promesa. Por otro lado, decirle al alumnado al principio qué queremos que aprenda, conozca o descubra, sin ser demasiado ambiciosos. También sintámonos libres para adaptarnos a sus realidades, teniendo en cuenta que el bagaje social que cada estudiante trae puede ser enriquecedor como construcción vital para el resto.
Estas son sólo algunas pinceladas para hacer de la experiencia aprendizaje y del aprendizaje, experiencia. Tenemos una profesión difícil pero afortunada: una labor clave, en contacto con generaciones de jóvenes para intervenir en su búsqueda de un futuro digno. Como el hado que guiaba en la antigüedad a héroes y heroínas capaces de mudar los designios mediante peripecias nunca en soledad.
Multitud de escuelas pedagógicas enseñan desde inicios del siglo pasado que los momentos que nos rodean pueden transformar la capacidad del individuo para aprender de su entorno. Célestin Freinet lo llamaba tanteo experimental. Ahora los tiempos cambian y lo llamamos de otra manera pero, al final, lo importante es eso: ponernos en situación. Situar para convertir lo que nos rodea en aprendizaje.
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Albano de Alonso Paz, profesor de Lengua Castellana y Literatura. Miembro del Colectivo DIME de Docentes por la Inclusión y la Mejora Educativa. Divulga sobre educación a través de su blog.
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