miércoles, 21 de febrero de 2024

SITUAR EL APRENDIZAJE, por Albano de Alonso Paz (INFOLIBRE, 21-2-24)

SITUAR EL APRENDIZAJE Albano de Alonso Paz En la casa donde me crié superábamos la ratio. Éramos seis y sólo había dos habitaciones muy pequeñas. En una de ellas dormí durante los primeros años con mis hermanos y mi abuela, que vivió con nosotros desde que tuvo una discapacidad. Éramos multitud pero no teníamos sensación de hacinamiento; estábamos a gusto en nuestro hogar, en el sentido originario de esta palabra que proviene del latín focaris ("fuego"). En el calor que irradiaba la hoguera de la familia, en cada pequeño rincón estaba nuestro lar, nuestro “guardián” de la casa en forma de pequeñas historias de la cotidianidad que rodeaba el pueblo. Había pocos secretos y lo que se contaba no se escondía tras pantallas, simplemente porque entre aquellas paredes sólo estaba la de la tele en blanco y negro del salón que casi siempre ocupaban mi padre o mi abuelo con algún partido de fútbol del recién aterrizado Canal +, no recuerdo si pirateado o no (esas cosas, mejor olvidarlas). Mi cuarto era otro mundo: era una situación de aprendizaje cada día diferente. En él al anochecer repasábamos a regañadientes en medio de lecturas lo que hacíamos cada día en el colegio, antes de preparar las cosas del día siguiente. Mi timidez diagnosticada a trompicones contrastaba con el desparpajo de mi hermano para recitar de carrerilla, con sólo nueve años, los ríos de España o los huesos humanos. Recuerdo la cara de felicidad de mi abuela, mientras los demás escuchábamos atentamente, a la vez que yo pensaba: “caray, si yo nunca he visto un río”. Con el tiempo me enteré de que en Canarias no había. Han pasado muchos años y no creo que mi hermano se acuerde de los interminables listados que trabajábamos bajo la directriz de aquellas maestras afanosas. Que le sirvió para ejercitar la memoria, no lo dudo: muchos, con nuestras historias del pasado, seríamos capaces de demostrar que repetir palabras, números o frases puede favorecer que, como mínimo, se retengan un tiempo. Sin embargo, me da cierta lástima pensar que aquellas situaciones improvisadas no aterrizaran también en saberes del entorno donde me crié, una tierra rodeada de volcanes y cantos populares que acompañaban cualquier festejo. No teníamos fiestas dionisíacas como las de los griegos, pero también la cosecha y la llegada del buen tiempo nos hacía cantar o recitar. Muchos de aquellos versos que nunca di en la escuela aún resuenan en mi cabeza. Al final, en la cotidianidad de las prisas estas vivencias experienciales se hunden en la memoria hasta desvanecerse, en un estilo de vida donde casi no hay tiempo para situarse. En el mundo académico hemos llenado tarros de nomenclaturas que se renuevan más o menos cada lustro. Ahora, precisamente, con la última ley hablamos de situaciones de aprendizaje. Quién lo diría. Estas situaciones se han convertido en nuestro trabajo y a veces en quebraderos de cabeza. Las planificamos no desde la espontaneidad de vivencias infantiles, sino siguiendo el compás de lo que nos hacen tejer en un traje con hechuras rígidas, y eso casi nunca es bueno: dista mucho de lo que debe ser un aprendizaje hecho vivencia. Con tono desenfadado —a veces hay que echarle humor a esto—, Toni Solano, en su reciente ensayo Aula o jaula (2023) se refiere a ellas como “el punto G de la LOMLOE: todos creen conocerlas, pero pocos las activan eficazmente”. Y, en cierto modo, así es: los procesos que se despliegan en un acto educativo nos llevan a pensar que en la escuela, a pesar de estar rodeada de historias loables de enseñanzas (muchas de ellas dignas de enmarcar por el ingenio docente), no siempre han imperado estas situaciones contextualizadas donde el estudiante pueda hacer rodar la significatividad del saber, porque lo ha hecho suyo. Tenemos una profesión difícil pero afortunada: una labor clave, en contacto con generaciones de jóvenes para intervenir en su búsqueda de un futuro digno La cosa se complica cuando vemos que ese variable entramado legislativo y ciertos requerimientos reorientan continuamente nuestra forma de entender la programación, que aunque tiene criterios comunes muda sus vértebras según cada centro y docente (lo llaman autonomía pedagógica). Ahora, las arterias de nuestro trabajo en su faceta formal tienen otro matiz, otra tintura debilitadora. En ese papeleo perdemos de vista los rostros e inquietudes de nuestro alumnado; aquello que realmente nos lleva a poder situar el aprendizaje: el poder conocerlos. Si todo fuera sencillo, situar el aprendizaje no debería suponer más agobio para el profesorado, puesto que supone la hoja de ruta de su camino. Como la meta divina que trazó el destino del guerrero Eneas de la epopeya de Virgilio, solo que ahora lo que nos hace hincar las rodillas no son hechiceras ni fastuosas reinas, sino las duras realidades que cada chaval esconde en su mochila. Pero, como el héroe troyano, seguimos nuestro camino, con más cicatrices que antes. Situar el aprendizaje no debería ser un eslabón más de una rígida cadena plagada de tablas interminables porque, en la legislación actual, rige el principio de personalización del aprendizaje, un principio humanizador que defendía el propio Rousseau en su Emilio: el centro es el aprendiz, por lo que lo importante serán los ajustes que hagamos para aprender a atenderle. Porque sí: el profesor también aprende. Por lo tanto, a pesar de que toda institución escolar debe tener un marco común que represente las señas de identidad de un contexto determinado, más que nunca las planificaciones de nuestras clases se plantean como cronogramas abiertos que mapean las complejas circunstancias que tenemos. Con unos objetivos claros y un engranaje curricular definido, pero sabiendo que ahora de lo que se trata es de ser lo suficientemente flexible para ayudar a que nuestro alumnado, con sus particularidades, active su capacidad cognitiva y encuentren sentido. Pongo sobre la página dos o tres consejos más para que no nos ocurra como a mi yo de la infancia, que nunca llegó a entender por qué repetíamos listados de ríos y nunca vimos ninguno a nuestro alrededor. Por un lado, despertar la necesidad de aprender experimentando —y no solo en edades tempranas—. Si no encontramos ideas, recordemos la historia que inspiró la película El maestro que prometió el mar, en la que el maestro republicano Antoni Benaiges hizo que sus estudiantes volcaran sus experiencias y conocimientos en diarios, como antesala de su promesa. Por otro lado, decirle al alumnado al principio qué queremos que aprenda, conozca o descubra, sin ser demasiado ambiciosos. También sintámonos libres para adaptarnos a sus realidades, teniendo en cuenta que el bagaje social que cada estudiante trae puede ser enriquecedor como construcción vital para el resto. Estas son sólo algunas pinceladas para hacer de la experiencia aprendizaje y del aprendizaje, experiencia. Tenemos una profesión difícil pero afortunada: una labor clave, en contacto con generaciones de jóvenes para intervenir en su búsqueda de un futuro digno. Como el hado que guiaba en la antigüedad a héroes y heroínas capaces de mudar los designios mediante peripecias nunca en soledad. Multitud de escuelas pedagógicas enseñan desde inicios del siglo pasado que los momentos que nos rodean pueden transformar la capacidad del individuo para aprender de su entorno. Célestin Freinet lo llamaba tanteo experimental. Ahora los tiempos cambian y lo llamamos de otra manera pero, al final, lo importante es eso: ponernos en situación. Situar para convertir lo que nos rodea en aprendizaje. _________________________ Albano de Alonso Paz, profesor de Lengua Castellana y Literatura. Miembro del Colectivo DIME de Docentes por la Inclusión y la Mejora Educativa. Divulga sobre educación a través de su blog.

martes, 13 de febrero de 2024

Animales, dioses, idiotas, por Irene Vallejo (El País ,11-2-24)

Érase una vez una niña que estaba sola en el mundo. He olvidado el resto del cuento, pero recuerdo el terror contenido en esa frase. Con literalidad infantil, me imaginé a mí misma en un planeta vacío bajo las heladas estrellas. Más que ningún otro relato de miedo, la imagen de ese páramo y de ese desamparo nutrió las pesadillas de mi niñez. Tal vez el temor al abandono alimenta la necesidad universal de pertenecer a un grupo, a un equipo, a un partido, a una familia sanguínea o elegida. Nos mueve el anhelo febril de adhesiones. Incluso las rebeldías, conspiraciones y nihilismos buscan el calor de un clan disidente. Cuanto más incomprendido sea el rasgo compartido, más une. Hasta las redes sociales, que nos enjaulan en una rutilante burbuja, nos seducen al prometernos una ilimitada posibilidad de encuentro. Porque la buena compañía nos nutre. La palabra proviene del latín cumpanis, que significaba “compartir el pan”. Uno de nuestros apetitos más hondos es ser aceptados y convidados, hacer buenas migas con quienes nos rodean. Necesitamos confiar en otros, y que confíen en nosotros. Aunque ese orgullo de pertenencia desate más pasión que compasión. Al amparo de la democracia ateniense, Aristóteles definió a los humanos como seres sociales, animales cívicos inseparables de las redes de afectos, vínculos, intercambios, solidaridades y sueños compartidos que nos anudan y sostienen. En su Política, argumentó que un individuo no logra ser feliz en una ciudad infeliz: las penalidades de tus vecinos son también tu desgracia. “Quien es incapaz de vivir en comunidad o quien nada necesita por su propia suficiencia no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios”. El ideal de independencia y arrogante autonomía puede ofrecer una vida divina o fiera, pero en todo caso inhumana. También había sombras en la comunidad imaginada por Aristóteles; las mujeres y esclavos quedaban excluidos de la ciudadanía. Sin embargo, un mensaje poderoso late en sus palabras: todos los seres humanos somos políticos, y no solo los profesionales del gremio parlamentario. Loables o detestables, las decisiones del poder nos afectan siempre. Quizá por eso, los griegos llamaban ‘idiota’ —cuya raíz significa “propio”— a quienes se desentendían de los asuntos públicos, pendientes solo de sus intereses particulares. En tiempos de sobresalto, la política se vuelve sospechosa y las sociedades se fragmentan en archipiélagos de esfuerzos aislados, privados —de aliento colectivo— y desconfiados. En esos momentos, cuando se ignora lo que nos anuda y abundan los idiotas, suben al poder quienes se las saben todas. En uno de los más famosos diálogos de Platón, el filósofo Protágoras —portavoz intelectual de aquella joven democracia— se pregunta cómo logramos convivir en sociedad, pese a los conflictos y los exabruptos. Para explicarlo, cuenta un mito donde las ideas respiran, tienen carne, músculo y rostro. Cuando los dioses crearon el mundo, encargaron a dos titanes, Prometeo y Epimeteo, distribuir dones entre la multitud de seres vivos. Y, ay, el atolondrado Epimeteo —cuyo nombre significa “el que actúa primero y piensa después”— insistió en ocuparse a solas del reparto; como todos los grandes incompetentes, estaba muy seguro de sí mismo. Empezó por los animales: a unos dio garras y dientes afilados; a los más débiles, velocidad para huir o un hábil camuflaje. Sin embargo, olvidó reservar un regalo para la especie humana. Ahí quedamos, inermes, torpes, sin alas ni aletas, patilargos, cabezones, vulnerables… una calamidad. Para resolver el desastre, Prometeo robó del cielo la chispa del fuego y así aprendimos a encender hogueras. Apiadándose de nuestra especie desvalida, el dios Zeus nos regaló la justicia y el sentido político. Protegidos de la oscuridad y el frío por ambos dones –el fuego y la palabra que une–, inauguramos las veladas en torno al círculo hospitalario de luz para contar cuentos, coser y cantar, crear comunidad. Al amor de la lumbre, incluso antes de inventar las mesas, la humanidad practicó las sobremesas. De esa manera, aunque seamos débiles por separado, nos hicimos fuertes al colaborar. No tenemos zarpas, pezuñas, aguijones o caparazones, pero aprendimos a tejer sociedades. Solos valemos poco, nuestra verdadera ventaja competitiva es el talento para cooperar. La filósofa María Zambrano nos definía como “soledades en convivencia”. En Persona y democracia reclamó “una sociedad humanizada donde lograr que la historia no se comporte como una antigua deidad que exige inagotable sufrimiento”. Frente al desamparo que siempre nos acecha y, a falta de colmillos, nos protege actuar como animales políticos, capaces de compartir, cuidarnos y divertirnos juntos. Gracias a los dioses, tenemos chispa. Y en la densa oscuridad, somos breves fulgores que se buscan. La antropología y la biología evolutiva confirman las intuiciones de aquellos mitos originarios. En su ensayo The Secret of Our Success, Joseph Henrich actualiza a Epimeteo: el ser humano es una criatura débil, lenta y no particularmente hábil para trepar a los árboles; nacemos gordos, prematuros y con el cráneo abierto. En una casa de apuestas prehistóricas, nuestra cotización habría sido nula. Heinrich sostiene que los logros de nuestra especie no son fruto de una inteligencia innata o habilidades mentales especializadas. El motivo es que crecemos aprendiendo de otras personas. Cada generación construye sobre los cimientos de las estrategias y sabiduría acumuladas por generaciones previas. Este bagaje supone una ventaja tan grande que la selección natural ha favorecido durante milenios a quienes mejor aprenden socialmente. La trenza entre la cultura y los genes nos volvió peculiares, un nuevo tipo de animal: aprendices adaptativos. Heinrich afirma que la innovación depende de nuestra habilidad para colaborar más que de nuestro intelecto, y el gran reto es evitar la fragmentación y la disolución de nuestras comunidades. La ciencia muestra que los mayores avances no son destellos de mentes excepcionales, únicas e irrepetibles. Al contrario, los grandes descubrimientos son resultado de hallazgos previos, colaboración y saber compartido a lo largo del tiempo. Sin embargo, en la escuela aprendemos nombres estelares asociados a tecnologías revolucionarias. Idolatramos una mitología protagonizada por líderes carismáticos y paternalistas, gobernantes providenciales, emprendedores solitarios y genios disruptivos. En una perversa paradoja de nuestra política, las habilidades necesarias para ganar elecciones —ferozmente competitivas— eliminan de la carrera a quienes gobernarían de forma serenamente colaborativa. Ser un pedazo de pan cotiza a la baja —y al hambre— en el mundo del apego al ego. Como enseñan los cuentos infantiles y Aristóteles, el mito del triunfador hecho a sí mismo es irreal: todo avance solitario es en realidad solidario. Por algo llamamos “compañías” a las empresas y, por eso, el lugar donde aprendemos —el colegio— nos reclama ser buenos colegas. De hecho, separarnos y enfrentarnos disminuye nuestra prosperidad. Divididos somos más combativos y conflictivos, menos efectivos. No es casualidad que las palabras sólido, salud y solidario tengan el mismo origen lingüístico. Hemos construido sociedades sobre una paradoja: a la debilidad debemos nuestra fortaleza. La indigencia del ser humano se convierte en el principio de nuestro poder, escribe Zambrano. La evolución cultural favoreció el crecimiento de las tribus, la cooperación, la armonía interna y la valentía para compartir riesgos. Ante los problemas ajenos, milenios de selección premiaron el compañerismo, no el “con su pan se lo coman”. Lo que nos hizo diferentes es no ser indiferentes a los demás.

domingo, 11 de febrero de 2024

La demagogia de los hechos, por Antonio Muñoz Molina (El País, 10-2-24)

No hay demagogo más descarado que la simple realidad; no hay panfleto más incendiario que la sección de Economía del periódico. Hace solo unas semanas, en los mismos días en que se anunciaban los beneficios de los bancos españoles, un Niágara sucesivo y triunfal de miles de millones de euros, vino la noticia de esa mujer de 78 años que estaba siendo desahuciada de la casa en la que había vivido siempre por no pagar una deuda de 88 euros. Parece ser que los bancos ganaron el año pasado más dinero que nunca: en un récord inverso, puede que nunca una persona vulnerable y anciana haya perdido tanto, su casa y su vida entera, por tan poco dinero. Es difícil imaginar qué méritos han acumulado los bancos y sus directivos para recibir sus compensaciones multimillonarias, qué riqueza o prosperidad han creado en el curso de un año. Bien es verdad que en esto nuestra condición de país de medio pelo reduce comparativamente el botín de nuestros bancos y nuestros multimillonarios. Elon Musk se había concedido a sí mismo en 2023, en su cualidad de dueño o líder de la compañía Tesla, una remuneración de 56.000 millones de dólares, y una jueza del Estado de Delaware la ha dejado en suspenso al considerarla tal vez algo excesiva, escrúpulo que no tuvo en sentido inverso el juez de Barcelona que encontró adecuado el desahucio de la deudora de los 88 euros. Mientras que esta mujer, Blanca, recogía unas cuantas cosas de su casa abandonada para alojarse en la pensión que al parecer le ha buscado y le paga el Ayuntamiento, las grandes compañías tecnológicas tomaban el relevo de los bancos españoles para hacer públicos sus beneficios, y las cantidades eran tan descomunales que desbordaban hasta la imaginación del plutócrata más ensoberbecido. El gusto morboso que otros satisfacen leyendo ficciones distópicas yo lo encuentro en la información de todos los días, en el periódico de papel que compro cada mañana con la misma anacrónica y algo desengañada lealtad que un número declinante de mis coetáneos, con la misma rutina entre gustosa y melancólica con que saco a pasear a mi perra o preparo el desayuno. Aunque no lo parezca, leemos no solo con los ojos: también con las manos, con el tacto, el olfato, el oído, el hábito corporal de inclinarnos sobre las hojas desplegadas. Igual que la literatura, y sobre todo la poesía, se me queda mejor en la memoria cuando la leo en papel, las desgracias y los horrores y las insensateces panfletarias de la realidad me hieren más cuando las veo resaltadas por la tinta, a esa hora de la mañana en la que todavía no se me han activado del todo las fuerzas necesarias para hacer frente al día que empieza. Agitado por esos estimulantes que en otras épocas iban siempre juntos, la tinta y la cafeína, quizás me indigno más al leer que las mismas empresas tecnológicas que declaran beneficios no ganados nunca por nadie en la historia de la humanidad anuncian al mismo tiempo despidos masivos. Con su lógica anticuada, uno pensaba que una empresa despide a trabajadores cuando sufre pérdidas, pero a estas se ve que la riqueza les exagera la codicia, y cuanto más ganan a más gente despiden, para ganar todavía más. En internet he querido seguir el rastro de la historia de Blanca y lo he perdido muy pronto. Los bancos y las tecnológicas y sus invenciones y trapacerías monstruosas para succionar hasta el último segundo de nuestra atención y nuestros últimos céntimos siguen ocupando un espacio creciente de la actualidad, pero de Blanca no ha vuelto a saberse nada. Por mucho que busco no encuentro sus apellidos, como si una persona de tan poca importancia no tuviera pleno derecho a ellos. ¿Estará todavía en esa pensión, como una viuda empobrecida y antigua, como las señoras enlutadas que llevaban existencias fantasmales en las pensiones de mi primera juventud? ¿Y por qué los servicios sociales no han tenido la mínima generosidad de alojarla no ya en una pensión, sino al menos en un hostal? Blanca llevaba 50 años viviendo en el mismo piso del Barrio Gótico de Barcelona, en una calle en la que solo había otra vivienda aparte de la suya que no fuera un alojamiento turístico. Dice que llegó por primera vez a su casa con vestido de novia y que aspiraba a no salir de él sino con la mortaja. Un piso habitado por una anciana que paga un alquiler modesto es un negocio calamitoso en uno de esos barrios céntricos de las ciudades españolas donde la gente pobre y trabajadora tuvo su espacio natural durante más de un siglo, resistiendo en las épocas en que los mejor situados se iban y en que las calles sucumbían a la delincuencia y a la heroína. Los mismos que sostuvieron la vida de los barrios en los años oscuros son los expulsados cuando los tiempos cambian y el barrio se vuelve más atractivo, y se rehabilitan casas, llegan propietarios y negocios pujantes, desaparecen las tiendas modestas que sostenían la vida cotidiana, llegan por fin los turistas internacionales arrastrando maletas estrepitosas con ruedas y consultando en el móvil la página de Airbnb. Blanca, a su edad, tenía la aspiración elemental que enuncia el Romance sonámbulo de García Lorca: “Compadre, quiero morir / decentemente en mi cama. / De acero, si puede ser / con las sábanas de holanda”. Después de muchos años de deterioro de su casa, Blanca logró que la propietaria le hiciera algunas reparaciones urgentes, que al parecer salieron de cualquier manera, si bien a ella, la inquilina, se le exigió un pago sin fundamento legal. Pero la propietaria podía costear abogados y trapacerías jurídicas, y Blanca, en su casa ruinosa, todavía con humedades y arreglos chapuceros, con todos los recuerdos acumulados de su vida, su ropa en los armarios, las fotos de sus muertos, dejó de pagar uno de los recibos que se le reclamaban, los 88 euros, la milmillonésima parte, por decir algo, de las ganancias de un banco en un solo día, una décima de segundo en el caudal de ingresos de uno de esos oligarcas que ni siquiera pagan impuestos, que compran gobiernos y corrompen y arruinan países enteros. El Jean Valjean de Los miserables acabó cumpliendo 19 años de cárcel por robar una hogaza de pan. Hay formas extremas de demagogia que ya no son privativas de las novelas sociales y sentimentales del siglo XIX. Dice Thomas Piketty que la desigualdad social llegó a su grado máximo en 1914, y que las guerras mundiales y las crisis de las primeras décadas del siglo propiciaron un declive en la concentración de la riqueza, acentuado por las políticas igualitarias del Estado de bienestar a partir de 1945, que han ido siendo desmanteladas en Estados Unidos, y tristemente también en Europa, desde el triunfo de Reagan y Thatcher a principios de los ochenta. Ahora la acumulación de riqueza y la desigualdad social son más pronunciadas todavía que en 1914. En un libro reciente, The Inequality of Wealth, Liam Byrne cuenta que el yate del oligarca ruso Roman Abramóvich mide 162 metros y costó 1.200 millones de libras, e incluye entre sus variadas prestaciones un helipuerto con capacidad para varios helicópteros y un sistema de detección de misiles. “En un orden social como este, mi única posición posible es la de mendigo”, dice James Joyce. Para que existan corporaciones o individuos que dispongan de tanto dinero y tanto poder hace falta un orden social en el que una mujer de 78 años pueda ser expulsada de su casa por una deuda de 88 euros.