martes, 29 de agosto de 2023

Los clavos y el martillo, por José María Ridao (El País, 27/08/23)

El inesperado resultado de las elecciones celebradas el pasado 23 de julio y la circunstancia de que el partido más votado enfrente dificultades tal vez insuperables para formar Gobierno han contribuido a extender en algunos sectores de opinión la sensación de que España se ha vuelto un país ingobernable, en el que la única salida posible e, incluso, conveniente, es un acuerdo —y, al parecer, cualquier acuerdo, sin importar su contenido ni sus efectos— entre las dos fuerzas mayoritarias. Más allá de que esta alternativa encubra la legítima ambición de un partido bajo el manto del interés general, lo cierto es que la configuración del Parlamento salido de la última convocatoria a las urnas no es reflejo de ninguna situación irresoluble, sino de un orden constitucional en el que tienen que adoptarse decisiones críticas. Pero decisiones críticas no en lo referente a ese mismo orden —que, por lo demás, ha demostrado una extraordinaria solidez en las diferentes pruebas a las que ha sido sometido durante los últimos años—, sino a las formas de hacer política y a los programas que han venido adoptando algunas fuerzas dentro de él. Las dificultades del Partido Popular para forjar una mayoría parlamentaria no son consecuencia de ninguna laguna en el texto de 1978, ni menos aún de que el líder de la segunda fuerza en votos, el partido socialista, esté dispuesto a pagar cualquier precio para mantenerse en el poder. Si argumentos como estos, a los que da igual buscar las razones del fracaso de un partido en el orden constitucional o en la supuesta personalidad de un adversario, estuvieran simplemente inspirados por una propaganda política sin escrúpulos, habría más razones para el escándalo que para la alarma. El problema reside, sin embargo, en que esos argumentos, y tantos otros, responden a concepciones políticas de fondo desde las que el Partido Popular ha venido ejerciendo tanto la oposición como el Gobierno, según haya recibido o no el voto mayoritario de los ciudadanos. Este Partido Popular que vuelve a confundir deliberadamente ser la fuerza más votada en unas elecciones con haberlas ganado, intentando derivar de este equívoco un derecho a gobernar que no solo no existe, sino que niega la naturaleza parlamentaria del sistema democrático español, es el mismo que ha saboteado durante cinco años la renovación del Consejo General del Poder Judicial para evitar que su composición reflejase una mayoría contraria a sus intereses; el mismo que se ha mostrado dispuesto a forzar el papel del jefe del Estado para obtener el encargo de formar Gobierno sin tener los votos necesarios, algo que, por fortuna, no ha prosperado porque tampoco el partido socialista disponía de ellos en el momento en que ese encargo se ha producido; el mismo que demoniza al partido socialista por intentar un acuerdo con los diputados a las órdenes de un prófugo de la justicia mientras se concede a sí mismo el derecho de hacerlo; el mismo, en fin, que dice buscar en las filas del grupo socialista hombres de Estado que le apoyen, cuando lo que quiere, en realidad, son tránsfugas. Cualquier ciudadano que conozca someramente la reciente historia política de España encontrará que todas y cada una de las acciones del Partido Popular después de las elecciones del 23 de julio son simples variaciones de acciones equivalentes desde 1993, desde los bloqueos institucionales y las conversaciones íntimas en catalán a las apelaciones condescendientes al Movimiento de Liberación Nacional Vasco y los tamayazos. Lo que quizá ese mismo ciudadano no llegue a advertir, confundido por el ruido de una crispación de la que, para el Partido Popular, siempre son culpables sus víctimas, es que esta cruda reivindicación de la ley del embudo por parte de una fuerza política que se dice de centro y moderada es consecuencia de haberse erigido ante sí y por sí en campeona en la defensa de aquello mismo que está poniendo en peligro: la Constitución. Una Constitución que, en lugar de ser asumida como regla común de convivencia, es trasformada en bandera sectaria de los constitucionalistas y utilizada contra cualquier posición política que no sea la suya, sean comunistas, socialdemócratas, independentistas, nacionalistas, liberales, animalistas, antitaurinos, feministas o cualquier otra adscripción. El principio es tan viejo seguramente como el mundo en el que el hombre empezó a utilizar herramientas: para quien tiene un martillo, todo son clavos, y, por descontado, poco acuerdo cabe imaginar entre los clavos y el martillo. Para que prospere una eventual investidura del candidato socialista, si es que, como parece, fracasara la del candidato popular, serían necesarios los votos de partidos que en su día apoyaron el terrorismo y que más recientemente cometieron un grave atentado contra la Constitución. Pero esta evidencia no es en absoluto contradictoria con otra que los constitucionalistas acostumbran a marginar según su conveniencia: los representantes de esos partidos que han tomado posesión de su escaño en el Parlamento lo han hecho no por los delitos cometidos en el pasado, sino por el derecho de los ciudadanos a votarlos y el suyo a recibir esos votos, un derecho que ninguna instancia judicial les ha negado. En estas circunstancias, la primera decisión que hay que adoptar corresponde a quienes se encuentran, a quienes nos encontramos, inequívocamente en el lado de la Constitución, aunque no en el de los constitucionalistas que piden abstenciones patrióticas: ¿se debe o no se debe contar con esos diputados y, en caso afirmativo, bajo qué condiciones? La segunda decisión, sin embargo, corresponde a los propios independentistas, y se resume en aceptar o no la rocosa realidad que ha revelado su experiencia política de más de cuatro décadas en España, y que hasta ahora, hasta estas últimas elecciones, se han negado a contemplar de frente, enredándonos a todos en sus fantasías. En su mano no está ni estará nunca mientras Europa y el mundo se rijan por los principios y las fuerzas que se rigen destruir la integridad territorial de un Estado de la Unión. Ese objetivo no fue posible mediante la violencia terrorista ni tampoco mediante la aberrante ingeniería jurídica que, invocando la democracia, quiso imponer a una mayoría de los ciudadanos en una comunidad autónoma una independencia que rechazaban, ofreciéndoles como paraíso de libertades una república oscurantista basada en mitos nacionales y en una lengua reducida a rasgo de identidad. Una democracia asediada y una vida política encanallada y feroz, atrapada desde 2017 entre las fauces de la España castiza y ultramontana de la ultraderecha y la irresponsabilidad entre pueril y populista de los partidos amparados bajo el ortegajo de la “nueva política”: ese es el magro balance, la rocosa y única realidad que podrían exhibir si se atrevieran a mirarla de frente los partidos que, tras el 23 de julio, se frotan las manos creyendo que ha llegado su momento y acarician la idea de reclamar condiciones imposibles. ¿Su momento, hablan en serio? Si, dejándose llevar de una falsa representación de su fuerza, no permiten más salida que la repetición electoral por sus exigencias desmesuradas, a los muchos y muy graves errores en los que han incurrido bajo el sistema constitucional español deberán sumar uno más: despreciar una nueva oportunidad, quizá la última para ellos, de participar en una consolidación de las instituciones democráticas vigentes en España que permita, por fin, consagrar nuestros esfuerzos a la prosperidad y las libertades. Y no es que sin su participación nadie vaya a renunciar a esos objetivos; es que también ellos, a su manera, habrán tomado posición frente a ellos: haciendo de su nación un martillo, se habrán condenado a vivir en un mundo donde todo, absolutamente todo, son clavos.

domingo, 6 de agosto de 2023

Viejas resistencias contra nuevas leyes educativas, por Guadalupe Jover (El País, 5/08/23)

Era el año 1985. Acababa de sacar las oposiciones y apenas llevaba un mes en mi primer instituto. Algunos colegas veteranos andaban corrigiendo exámenes e intercambiaban impresiones. “El BUP es una fábrica de tontos”, se decían, en lo que a buen seguro era un lugar común en sus conversaciones. Varios de los recién llegados alzamos la vista. “¡Eh, que nosotros venimos del BUP!”. Pertenecíamos a la primera promoción de la Ley General de Educación y, por tanto, nuestros colegas se encontraban por primera vez con compañeros formados en un plan de estudios del que yo misma venía escuchando pestes desde mi adolescencia. La comparación entre el pretendido nivel de la generación anterior —seis años de bachillerato más el PREU, con su examen de ingreso y sus dos reválidas— me acompañó durante toda mi vida académica. Pocas veces escuché poner en valor la enorme conquista social que suponía la extensión de la escolarización obligatoria desde los 10 hasta los 14 años. Tenía ya una década de experiencia docente cuando la paulatina implantación de la Logse llegó a la educación secundaria. La incorporación a los institutos no solo de quienes hasta entonces habían estudiado en los colegios de primaria —niñas y niños de los dos primeros cursos de la ESO— sino también, con la extensión de la educación obligatoria hasta los 16 años, de quienes hasta entonces el sistema expulsaba, produjo un seísmo en el cuerpo docente. Insignes catedráticos reclamaban aquel antiguo bachillerato de seis años y cuestionaban su reducción a dos cursos, indisociable reverso de la ampliación de la educación obligatoria. También los currículos escolares fueron objeto de una honda revisión a fin de adecuarlos tanto a los objetivos establecidos en la ley —la primera ley educativa de la democracia—, como a las características de la población escolar y a las aportaciones de la pedagogía y las didácticas específicas. Para los docentes de lenguas, por ejemplo, la Logse supuso alinearnos en los enfoques comunicativos, consolidados hoy en todos los países de nuestro entorno. Pero las resistencias al cambio fueron estruendosas. Muchas de las propuestas de la Logse se quedaron en agua de borrajas, a pesar de los esfuerzos volcados —entonces sí— en cursos de actualización didáctica y disciplinar. Romper la cultura profesional de un profesorado cuya formación inicial seguía siendo la misma de antaño, cuya forma de acceso a la función docente apenas había cambiado, y que veía transformado radicalmente el contexto en que se desenvolvía día a día no era fácil, ni aun con unas condiciones laborales infinitamente mejores a las actuales. Y como conjuro contra el malestar se achacó a la entraña misma de la ley la culpa de cuanto acontecía, cuando lo que latía en muchos casos era la resistencia a asumir la creciente diversidad del alumnado y la constatación de la esterilidad de las antiguas formas de enseñar. Y así desde entonces. Cada vez que una ley educativa pretende adecuar los currículos escolares a los fines del sistema educativo, estos sí objeto de un cierto consenso —al menos hasta ahora—, los sectores más conservadores se llevan las manos a la cabeza: en cuanto los anhelos de una escuela inclusiva, coeducativa, democrática y ecológica permean los currículos de las asignaturas, se acusa a estos de adoctrinadores y se pretende expurgarlos allí donde las competencias autonómicas lo permiten. Cada vez que una ley educativa trata de adecuar los currículos escolares a las características del alumnado, crecientemente diverso también por la llegada de los hijos e hijas de la inmigración y tan diferente al de antes tras la revolución tecnológica, los sectores más conservadores ponen el grito en el cielo: como si abrirnos, por poner un ejemplo, a una literatura que vaya más allá de las fronteras nacionales o construir itinerarios de lectura que partan del horizonte lector de los adolescentes para llevarlos mucho más lejos supusiera una renuncia al conocimiento verdadero. Cada vez, en fin, que una ley educativa trata de adecuar los currículos escolares a la investigación pedagógica y didáctica, a cuanto sabemos acerca del modo en que se producen los aprendizajes, los sectores más conservadores vuelven la mirada al modo en que ellos se formaron, olvidando que quizá aquellos cauces, tan estrechos, fueron los responsables de que tantos de sus coetáneos se quedaran en el camino. Porque lo difícil no es tanto consensuar los grandes principios como asegurar que los currículos escolares no dan la espalda a ninguna de esas tres coordenadas sobre las que venimos insistiendo. En primer lugar, a la investigación disciplinar, pedagógica y didáctica. En segundo lugar, a la diversidad del alumnado, para garantizar a cada estudiante el aprendizaje efectivo en lo que debe ser un sistema que garantice la inclusión y la equidad. Y, en tercer lugar, a unos valores compartidos que tienen su suelo ideológico irrenunciable en los derechos humanos y en la responsabilidad de preservar para las nuevas generaciones el planeta que habitamos.