martes, 23 de mayo de 2023

Mejor lo hablamos, David Trueba (El País, 23/05/23)

Resulta chocante que estemos tan preocupados de pronto por la amenaza de la mal llamada inteligencia artificial y, en cambio, no parezcamos alterados por el evidente dominio de la estupidez natural con la que convivimos. Nadie duda de que los avances tanto tecnológicos como sociales contribuyen a mejorar la vida de las personas, por más que a ratos esa nueva realidad nos perturbe porque arrastra consigo un agravamiento de ciertos síntomas del malestar humano. Con nuestro instinto innato para la autodestrucción, somos capaces de revertir lo que son obvios adelantos en conocimiento y tecnología en armas de infelicidad, persecución, alienación y sometimiento. La IA provoca idéntico debate que el mal uso de las redes y el teléfono portátil porque nos pone al alcance de la mano nuevas oportunidades para practicar la falsedad, la apropiación indebida, el engaño y la estafa. La tecnocracia está causando estragos por la sencilla razón de que le hemos otorgado valor al exhibicionismo por encima de la búsqueda del propio amparo, y el peor síntoma es la creciente ola de suicidios adolescentes. Una de las más repetidas prevenciones en la opinión pública ante el desarrollo de la IA es el modo en que puede perjudicar a la enseñanza escolar. Ya se habla de trabajos copiados y niños sin retentiva. Quizá ignoran muchos que el corte y pega es una asignatura expandida. En un entorno con aluvión de tesis doctorales plagiadas burdamente y el más obsceno negocio universitario en marcha, no habrá que creer que un mero avance técnico nos vaya a hacer aún peores personas. Ya somos horrorosos. En lo educativo, y lo señalan estudios sobre el deterioro de la comprensión lectora en menores, tendríamos hace tiempo que haber puesto el acento sobre una mejora del sistema para que los chicos no abandonen por la tentación tecnológica el desarrollo de sus capacidades cognitivas. Una de las mejores maneras de evitar el plagio y la impostura escolar, es recuperar la oralidad. España va con años de retraso sobre el sistema francés o anglosajón de dominio de lo hablado. Un sabio profesor repite a menudo que solo demuestras el conocimiento cuando eres capaz de explicar lo que sabes. El valor no está en el título enmarcado de la pared, sino en la vertebración de lo aprendido con la realidad. Es posible que los actores puedan doblarse con su propia voz en todos los idiomas del mundo o que caras y cuerpos ya fallecidos sean recuperados digitalmente para seguir la faena, pero no dejan de ser fuegos de artificio. No es la primera vez que asistimos a la apropiación del talento de otro para desarrollar la mediocridad propia. Las canciones, las lecciones, la organización laboral y la recogida de residuos pueden organizarse mejor con las aplicaciones de cálculo. Convivirá el talento con la depredación y el ingenio y la bobería. En la sutil inconcreción del capricho humano, donde se mezclan lo racional y lo irracional y lo bondadoso y lo malvado, es donde se juega nuestra vida diaria. Enseñemos a los chicos a hablar y a pensar en voz alta y tendremos un Parlamento muy distinto, un ágora más rica, un debate mejor. En la obsesión por volver a todos los ciudadanos unos vacuos consumidores pasivos quizá nos hemos pillado los dedos. Como dijo un experto, fabricar tontos es un gran negocio, hasta que los tontos son tantos que te dictan la norma y te modelan a su gusto.

lunes, 22 de mayo de 2023

Entrevista a Adela Cortina en El País (20/05/23)

Adela Cortina: “Los medios están creando una sociedad de tontos polarizados” La autora de ‘Aporofobia, el rechazo al pobre’ y ‘Ética mínima’, entre otros indispensables tratados morales, habla de educación, política, periodismo, filosofía y felicidad Perenne dedo sabiamente metido en la llaga de preguntas que importan y molestan, Adela Cortina (Valencia, 76 años) sigue adelante en su misión de radiografiar los comportamientos y fallas de nuestras sociedades modernas. Su territorio no es otro que el saber que se ocupa de los fines: la ética, diseccionada en libros esclarecedores como Ética mínima, Ética aplicada y democracia radical, ¿Para qué sirve realmente la ética? (Premio Nacional de Ensayo 2014), Aporofobia: el rechazo al pobre o Ética cosmopolita. Su diagnóstico como la profesora que es no alberga duda: en cuestiones morales, y desde un punto de vista histórico, progresamos adecuadamente. Frente a la tentación del “estamos peor que nunca”, ella opone un “estamos mejor que nunca” basado en los evidentes avances de la sociedad contractual, los derechos humanos y el Estado de bienestar. Y, al mismo tiempo, constata lo evidente: queda un universo por hacer y el margen de corrección en cuestiones como las desigualdades sociales, el desastre medioambiental o la polarización política es inmenso. La conversación con la catedrática emérita de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia sobre temas profundos y delicados fluye como si del estreno de la última serie de televisión o de la próxima jornada de Liga estuviéramos hablando. Es la virtud del que sabe de verdad: descender al territorio de su interlocutor, por repleto de lagunas que este se encuentre, con tal de transmitir verdades como puños que sean comprensibles y no ampulosas tabarras llenas de prestigiosas referencias y notas a pie de página. El encuentro, sin orden del día preestablecido ni percha de actualidad más allá de la permanente vigencia de sus pensamientos y postulados, y la innegable conveniencia de recordarlos y reivindicarlos una y otra vez, transcurre en la sede valenciana de la Fundación Étnor (Ética de los Negocios y las Organizaciones), que dirige. Eso sí: para las fotos se impuso la opción —más seductora, sin duda, que el aséptico decorado de oficina— del paraninfo y la biblioteca de la Universidad La Nau de Valencia. La autora de 'Ética mínima', retratada en la biblioteca de La Nau de Valencia, donde es catedrática emérita de Ética y Filosofía. La autora de 'Ética mínima', retratada en la biblioteca de La Nau de Valencia, donde es catedrática emérita de Ética y Filosofía. RAÚL BELINCHÓN ¿La ética está relacionada con la felicidad? La ética tiene dos referentes, la felicidad y la justicia, que son los dos puntos fundamentales de los que se pueden extraer todos los valores y todas las aspiraciones de la humanidad. Pero, así como la justicia puede hacerse, es alcanzable…, la felicidad no. A lo largo de la historia hemos ido creando con mayor o menor éxito y mayor o menor suerte sociedades cada vez más justas, hasta llegar al Estado social y democrático de derecho que tenemos hoy. Y es la base de las comunidades políticas: si una estructura no es justa, hay que cambiarla. De hecho, pienso que la historia de la humanidad se podría contar como la historia del progreso en la justicia. Igual estoy siendo muy optimista… Eso que dice desmiente en gran medida la tentación recurrente del “estamos peor que nunca”. Estamos mejor que nunca. Yo, a mis alumnos, cuando empezaban con aquello de “estamos igual que siempre” o “estamos peor que nunca”, les pedía que no dijeran tonterías. Que miraran unos años atrás y vieran cómo la esclavitud era legal. Cómo las mujeres no votaban. Ha habido enormes progresos. Así que la justicia está, en cierta medida, en nuestras manos, aun con avances y retrocesos. No así la felicidad, ¿no? La felicidad, como decía Aristóteles con toda la razón del mundo, depende en muy buena medida de la suerte. Tú puedes decirle a alguien: “¡Vamos, tú puedes ser feliz!”, pero, si le han diagnosticado un cáncer y le están dando un tratamiento de quimio y radio que lo deja desmontado varios días, hablarle de eso es un sarcasmo sin gracia. Hay que trabajar en ser felices, claro, y la mayoría lo hacemos, pero hay que saber que la suerte cuenta. Y luego hay gente que no va a ser feliz en su vida porque protesta por todo, porque es incapaz de cuidar a un amigo excepcional, de cuidar una buena relación de pareja, de valorar que ha tenido una educación maravillosa, de apreciar una puesta de sol…, incapaz. Incapaz de cuidarse, incluso. Por supuesto. Así que lo que sí se puede trabajar con relación a la felicidad es esa receptividad para apreciar lo valioso. Quienes son más capaces de apreciar tienen más posibilidades de ser felices. ¿Es una predisposición, un “tender a…”? Cuando ya los griegos hablaban del ethos, que quiere decir “carácter”, y de ahí viene la ética, ya estaban hablando de las predisposiciones que vamos generando a lo largo de la vida. Y trabajar las predisposiciones era lo que ellos entendían como el camino hacia la felicidad. Nadie te garantiza que vas a ser feliz, pero puedes trabajar para intentarlo. Otra cosa distinta son las promesas de felicidad de algunos psicólogos, etcétera; cuidado con prometer nada. ¿Hasta qué punto estamos preparados para asumir esa ética mínima de su célebre libro de 1986, esas leyes de mínimos para saber estar en la vida? ¿Cómo lo estamos haciendo? Pues yo estoy un poco desanimada. Desanimada con el ambiente que se ha ido generando y en el que tienen muchísima responsabilidad las redes sociales, las pantallas, internet… Igual es una vulgaridad esto que digo, pero me sorprende enormemente ver a la gente siempre pendiente del móvil hasta el punto de que, si no vas con cuidado, te atropellan. Decía un artículo de la revista The Atlantic que en esta era de internet ya es muy difícil que podamos progresar porque somos incapaces de leer un libro entero. Esto me aterra. Yo no tengo hijos, pero amigos que sí tienen me dicen que sus hijos son incapaces de leer un libro entero. Yo los devoraba desde pequeñita. Hoy estamos todo el rato mariposeando, leyendo solo trocitos, de forma que nos hacemos un pensamiento fragmentario, y eso me parece peligroso. Y como pensamos igual que leemos, según está comprobado psicológicamente, cada vez pensamos menos. El déficit de atención ya no es una enfermedad, es un modo de vida Lo que antes era una dolencia diagnosticada de manera individual —el déficit de atención—, hoy es una dolencia social, ¿no? Es que el déficit de atención ya no es una enfermedad, es un modo de vida. ¿Y esa ética cosmopolita de raíz kantiana de la que trata su último libro… ¿Estamos preparados para ella? ¿No apelamos más bien a lo que podríamos denominar nuestra propia “ética local”? Pues mira, la gente, cuando no consigue el tipo de ventajas que proporciona una sociedad cosmopolita que respeta el camino hacia la dignidad, etcétera, se queja. Cuando no se respetan su dignidad y sus derechos, se queja. Usted ha escrito mucho sobre lo subjetivo y lo intersubjetivo. ¿No estará la raíz del problema en la defensa a ultranza de MI subjetividad frente a la intersubjetividad, a mi relación con los demás? Justo, ahí está la raíz del problema. A mí que no me toquen mi subjetividad. Efectivamente, a mí que no me toquen mis derechos, yo tengo derecho a prácticamente todo. Pues no. En nuestra tradición yo no puedo reclamar un derecho que no reclame para todos los demás. Eso es la clave para conseguir una sociedad cosmopolita en el sentido kantiano de la Ilustración. También ha escrito sobre dos rasgos que definen hoy lo que es la clase política y su discurso: lo emotivo y lo disyuntivo. Por un lado, emotividad frente a argumentación. Por otro, el reino del “o estás conmigo o contra mí”… Así es, y está complicado corregirlo. Y aquí llegamos al que por desgracia es uno de los grandes temas de nuestros días, que es el de la polarización. Tema, por cierto, relativamente reciente, porque polarización siempre ha habido, pero su exacerbación tiene que ver con las redes y con los medios de comunicación. A mí me interesan mucho las cuestiones relacionadas con la neurociencia, y quienes hemos estudiado estos temas sabemos que existe una predisposición biológica al tribalismo, a la defensa de lo mío frente a lo de fuera; nuestro cerebro es xenófobo, lo mismo que existe en todos nosotros, como expliqué en mi libro Aporofobia, una predisposición a relegar al pobre. Pero una predisposición no es un destino, se puede cambiar, es adaptativa. ¿Y cómo cambiarla? Es complicado. Me enteré —y me quedé sorprendidísima— de que hay polarizadores profesionales que van incitando a la gente a esa predisposición, auténticos especialistas en el esquema amigo / enemigo. Les sale muy bien, y están siendo contratados para que polaricen. Y ahí llegamos a la emotividad. ¿Por qué estamos en una época emotivista? Porque es mucho más fácil manejar la emoción que la razón. Para manejar la razón hacen falta argumentos. Más fácil y quizá más confortable, ¿no? Las dictaduras y los populismos son confortables. Ahí no se argumenta, ahí se emociona. Claro, trabajan las emociones y tienen a la gente a gusto. Me quedé pasmada viendo esa asignatura que se le ha ocurrido a Putin para sus escolares, a los que se les dice que hay que morir por la patria. Está volviendo el tribalismo, están volviendo los nacionalismos cerrados, el repliegue. Pero, como bien dijo Ulrich Beck, debemos tener una mirada cosmopolita ¡porque si no, no entenderemos nada de lo que ocurre! Es una cuestión epistemológica, ya no es solo una cuestión ética. Somos interdependientes, Dios mío. Sin embargo, pensar la vida exclusivamente a partir de la razón no es viable, siempre nos hará falta un factor emocional… A ver, a quienes formamos parte de la tradición occidental se nos ha acusado de fijarnos más en la razón que en las emociones, y se ha dicho que la filosofía occidental es el trabajo de la razón. Y es verdad. Por eso yo propuse hace tiempo —y sigo trabajando en ello— una razón cordial, una unión de razón y emoción. Porque claro que las emociones son nuestro impulso, el motor del ser humano, pero cuidado con quedarnos solo con ellas, porque se desbocan; hace falta también la razón. Y esa fórmula es la que tiene que resolver el problema de la polarización: una conversación emoción-razón. La autora de 'Aporofobia' se muestra pesimista con respecto al actual papel de los medios de comunicación. La autora de 'Aporofobia' se muestra pesimista con respecto al actual papel de los medios de comunicación. RAÚL BELINCHÓN ¿Considera que, en general, la gente hoy está polarizada o que se deja manipular por esos polarizadores profesionales de los que habla? Creo que, en general, la sociedad no está polarizada, no lo está. Y no puede ser que las redes y los medios lo hagan. Yo creo que en España la sociedad es fundamentalmente de centroderecha / centroizquierda, si es que se puede seguir hablando de izquierda y derecha, que, la verdad, no me gusta para nada esa denominación. Pero hay polarizadores. Y muchos lo hacen por ganarse una reputación. Lo que dicen se viraliza, y entonces entramos en una deriva psicológica tremenda. O sea, que McLuhan tenía razón: el medio es mensaje. El medio es el mensaje. Así que, por favor, yo os pediría a los medios de comunicación que no alimentéis ese tribalismo emotivista. Acusamos a esos polarizadores profesionales de fabricar fake news sin parar. Pero los medios tradicionales —también llamados respetables—, ¿no hacemos fakes? ¿Un fake no puede fabricarse por omisión, por no hablar de tal tema, o por esconderlo, o por hablar de él por tal o cual interés político o económico? ¡Absolutamente! Ese tema me preocupa y me crispa muchísimo porque, a pesar de las redes y de todo eso, los medios tradicionales tenéis aún muchísimo poder aunque a veces no os deis cuenta. Y yo os pediría encarecidamente que intentarais limar la polarización. Que digáis: “Mire usted, las dos posiciones son igual de legítimas, pero esta es más razonable por esto, esto y esto”. Que argumentéis. Y otra cosa: ¿es posible que se den las noticias sin calificar desde el principio a la gente, sin decir de entrada “este es de extrema derecha o este es de extrema izquierda, este es conservador y este es progresista”? ¿Pueden los medios no calificar a la gente de entrada, sino esperar a ver lo que dice, para que la audiencia valore lo que se dice y no el calificativo que se pone a quien lo dice? Porque yo comprendo que al cerebro del lector corriente y moliente le es muy cómodo pensar en pares, bueno / malo, amigo / enemigo, extrema derecha / extrema izquierda, o sea, que se lo den todo servido, pero es que no puede ser. ¿Cree que los medios en España están cumpliendo con su deber ofreciendo no solo qués, sino cómos y porqués? ¿Están abordando de verdad el contexto? ¿Se están dirigiendo de verdad a “la gente” o solo a los mundillos político, económico y cultural? Esto es un verdadero problema. No estamos haciendo caso a Aristóteles, que en su tratado Metafísica decía que importa el qué, pero sobre todo el porqué. Que es, por cierto, la tarea de la filosofía. Al lector le tienes que situar y le tienes que dar las pistas para que él se forme la opinión acerca de qué es lo bueno, lo malo y lo regular. Si a la gente le das solo información y no le das contexto, no hay nada que hacer. Los medios están creando una sociedad de tontos polarizados, de forma que no vivimos en una sociedad del conocimiento, sino en una economía de la atención. ¿Y cómo se capta la atención? Pues con lo extravagante y lo muy llamativo. Pero los medios no tienen que tratar a la gente como si fuera tonta. Un estudio de la Universidad de Cambridge reveló que la mayoría de los lectores no quieren noticias duras. ¿Eso tiene que ver con la aporofobia? Tiene que ver, tiene que ver. Tenemos un mecanismo mental por el que apartamos todo aquello que nos incomoda. Y cuando no somos capaces de valorar a muchos seres humanos que, como dijo Kant, son valiosos por sí mismos, entonces rechazamos a aquellos que no pueden devolvernos nada a cambio. En general, nuestro cerebro es xenófobo. Pero además es reciprocador: yo te doy y tú me das. Y, desde luego, es mucho más inteligente reciprocar que excluir, a mí me parece un paso adelante en la civilización. Eso es el Estado de derecho, eso es la sociedad contractual. Pero, claro, todo esto tiene un inconveniente claro, y es que cuando nos parece que alguien no es capaz de devolvernos nada interesante a cambio, entonces lo excluimos. Sus observaciones morales podrían conformar un buen programa de educación ética y filosófica para los colegios. En el caso, claro, de que ese tipo de educación un día interese a nuestros gobernantes como prioridad y no como concesión… Hay que educar filosóficamente. Como decía Kant muy acertadamente, la educación es junto con el gobierno la tarea más difícil de un país. Y hay que decidir si educamos para el presente o para un futuro mejor. Kant opina que para un futuro mejor, y que los mejores gérmenes para eso son los gérmenes cosmopolitas, que tienen que ver básicamente con que todo el mundo sea respetado, que todo ser humano tenga su dignidad, etcétera. El futuro mejor siempre es incierto. Educamos, pues, en la incertidumbre de cómo preparar a los jóvenes para que un día puedan dar respuesta a la vida. Pero, ahora bien, una cosa está clara: si a los chicos les ponemos al mismo nivel la nueva campaña de la Liga de fútbol con el hecho de que hay gente que se muere de hambre, pues no hay nada que hacer.

jueves, 18 de mayo de 2023

Entrevista a Michael J. Sandel en el País (14/05/23)

Hace casi 30 años, el profesor de Harvard Michael J. Sandel (Mineápolis, 1953) rascó en la dorada superficie de la década de los noventa y, justo bajo esa capa de prosperidad y euforia que siguió al fin de la Guerra Fría, halló un rumor de ansiedad. Escuchó ahí debajo un incipiente rechazo al proyecto globalizador de las élites. Un proyecto que se impuso como inevitable y se extrajo, por tanto, del debate cívico democrático. El profesor recogió ese malestar en El descontento democrático (1996), que no tardó en convertirse en un clásico de tintes premonitorios. Hoy Sandel es lo más parecido a una estrella del rock de la filosofía. Sus charlas revientan auditorios y sus ideas sobre cómo resolver la incómoda convivencia entre capitalismo y democracia están en el centro del debate en el que se encuentra inmersa la socialdemocracia occidental, de Joe Biden a Olaf Scholz, canciller alemán que no ha ocultado la influencia que ha tenido en su proyecto el libro de Sandel La tiranía del mérito (Debate, 2020), en el que desarbola la teoría de la meritocracia por la ausencia de igualdad de condiciones entre los ciudadanos que la posibilite. Tras abordar en aquel tomo esa venenosa cultura del mérito, que sembró en las clases trabajadoras un legítimo resentimiento de desastrosas consecuencias, Sandel vuelve ahora a su libro de 1996 para actualizarlo después de tres décadas que han hecho explotar ese incipiente descontento democrático del que escribió. La entrevista es en el rascacielos madrileño de IE University, donde ha sido invitado para ofrecer a los afortunados alumnos una de sus charlas sobre justicia que se han hecho famosas. Toda una experiencia ver en directo cómo Sandel genera con los estudiantes el tipo de apasionado debate cívico que reclama para el conjunto de la sociedad. Antes, contemplando las apabullantes vistas de la ciudad desde un piso 29º, filósofo y periodista recuerdan su último encuentro, en los desangelados bajos del Centro Carpenter para Artes Visuales que levantó Le Corbusier en la Universidad de Harvard. Una extraña entrevista hace tres años, con dos metros de distancia social, con mascarillas, en una realidad distópica que hoy parece lejana, y que Sandel también logra hilar en su relato. La pandemia, la guerra, la lucha contra la crisis climática, todo acaba encajando en el iluminador discurso que viene tejiendo Sandel sobre las causas de la profunda decepción que lastra la vida pública en Occidente. Para salir de ahí, el pensador tiene dos mensajes incómodos destinados a la izquierda desnortada: uno, reconfiguren la economía para hacerla susceptible del control democrático; y dos, abracen el patriotismo. Pero no el patriotismo que la derecha populista ha construido sobre muros y miedos, sino otro que articule el sentimiento de comunidad en torno a conceptos como la sanidad universal o la justicia fiscal. PREGUNTA. El descontento democrático del que se ocupó hace casi 30 años era entonces un rumor, escribe en la nueva edición del libro, y ahora es un sonido fuerte y estridente. ¿Qué ha sucedido? RESPUESTA. Durante los años noventa hubo una confianza, incluso con algo de arrogancia, por parte de políticos y economistas en que la versión estadounidense del capitalismo democrático había ganado. Y que, por consiguiente, las principales preguntas políticas eran ya meras cuestiones tecnocráticas. Se abrazó la versión de la globalización neoliberal que incluía externalizar empleos a países de salarios bajos, desregular la industria financiera, todo en nombre de una determinada concepción de la eficiencia económica. Lo que se les escapó fue el efecto que ese proyecto tendría en las comunidades trabajadoras y las crecientes desigualdades de riqueza que produciría. P. Advierte usted de que parte de la gente que votó por Trump, igual que por otras opciones de derecha populista en otros lugares del mundo, lo hizo porque comulgaba con ciertas ideas xenófobas, pero otra parte del apoyo obedece a quejas legítimas construidas durante cuatro décadas de gobiernos neoliberales. ¿Cómo están esas quejas ahora, cuando podemos encontrarnos ante un segundo asalto de Trump contra Biden? R. Esos agravios están básicamente igual que cuando Trump dejó el poder, y por eso la mayoría de los votantes republicanos aceptan la gran mentira de que las elecciones fueron robadas. Buena parte de la gente trabajadora ve a la izquierda más alineada con los valores e intereses de las clases profesionales bien educadas que con los de la clase media y la gente trabajadora. Esos eran los agravios a los que apeló Trump. Y persisten, desafortunadamente, porque el lado progresista todavía no ha hallado una respuesta alternativa a esas quejas. El populismo de derechas es históricamente un síntoma del fracaso de las políticas progresistas. P. Pero hemos visto políticas progresistas claras desde la Casa Blanca en estos dos años. R. Hay que reconocerle mérito a Biden. Su Administración ha hecho más de lo que nadie esperaba para empezar a salirse de la versión neoliberal de la globalización. Por ejemplo, no ha promovido acuerdos de libre comercio. Ha sido el primer candidato demócrata en 36 años sin un título de una universidad de la Ivy League, así que estaba menos aferrado a la fe meritocrática que sus predecesores. Y es un poco más escéptico respecto a los economistas que han asesorado a las administraciones demócratas y republicanas previas. P. ¿Por qué la derecha populista sigue conectando más con la clase trabajadora? R. En parte, la respuesta es que la política no trata solo de cuestiones redistributivas. También está conectada con el patriotismo. La gente necesita un sentido de identidad y comunidad fuerte. Y la izquierda no ha logrado ofrecer su propia versión positiva del patriotismo como alternativa al hipernacionalismo estrecho, intolerante y xenófobo que ofrece la derecha populista. Ya en la primera edición de El descontento democrático expresaba mi preocupación por que la gente sentía que el tejido moral de comunidad se está deshaciendo alrededor de ellos, en las familias y en los barrios, pero también a nivel de nación. La globalización, o al menos la globalización liderada por los mercados, ignoraba el significado de comunidad nacional. Y eso es algo que los progresistas no han sabido aún cómo abordar. Para la derecha, para Trump, la frontera y la inmigración son una manera de apelar a ese deseo de identidad nacional. La izquierda quiere otra aproximación a la inmigración. Pero necesita ofrecer una idea alternativa de lo que nos mantiene unidos como país, como comunidad, como nación. P. Los defensores de la globalización, explica en su libro, despreciaban el patriotismo como algo casi atávico. Por eso fue un patriotismo tóxico, como el de Trump o el del Brexit, el que se impuso. ¿Cómo construir esa otra versión sana del patriotismo que usted defiende? R. Podríamos empezar por preguntar qué nos debemos unos a otros como conciudadanos. Y esto entra en debates como el de la sanidad pública. El debate de la sanidad universal, en su mejor versión, es un debate sobre las obligaciones mutuas entre los ciudadanos. Si se fija, la reforma sanitaria de Obama se defendía principalmente con argumentos tecnocráticos: que era más eficiente, etcétera. Pero el sentimiento de comunidad nacional que subyace aún no ha sido articulado. Es un debate moral y cívico, no de eficiencia tecnocrática. Y eso es solo un ejemplo. También es una cuestión de comunidad nacional decidir si las empresas pueden trasladarse a otros territorios para pagar menos impuestos. Eso también puede enmarcarse como una cuestión de patriotismo económico. Eludir los tipos impositivos de un país trasladando las operaciones a otro país con tipos más bajos. Eso no es solo un problema técnico. Es un problema de patriotismo. P. ¿La izquierda tiene miedo de hablar de patriotismo? R. Sí. Por ese miedo, esa alergia casi, se ha entregado a la derecha el monopolio del patriotismo como argumento político. Gran error, la derecha lo ha explotado muy bien. P. Cuando hablamos la última vez, hace casi tres años, tenía esperanzas de que la pandemia contribuyera a visibilizar las desigualdades. Mostró hasta qué punto dependemos de los trabajadores a los que, en la lógica meritocrática, habíamos mirado por encima del hombro. Incluso los empezamos a llamar “trabajadores esenciales”. Veía usted ahí señales de un cambio en la manera en que valoramos la dignidad del trabajo. ¿Ha sido así? R. Me temo que ese momento ha pasado sin que se haya producido una reflexión seria sobre los trabajadores esenciales, sobre cómo alinear su reconocimiento y su salario a la importancia de su contribución. P. Otra cosa que mostró la pandemia es la importancia del Estado y de la política. ¿También eso se ha olvidado? R. No creo que hayamos olvidado la importancia del Estado. Las limitaciones fiscales características de la época de la austeridad en muchos países fueron rechazadas. Los gobiernos llevaron a cabo estímulos fiscales a gran escala y partidas de gastos que habrían sido inconcebibles en los años posteriores al crash de 2008. Otra cosa es el papel de la política. La era de la globalización nos enseñaba que no hay alternativa a la fe en el mercado. Se insistía en que la versión neoliberal de la globalización es como un fenómeno meteorológico. No es algo sujeto al control humano y, por tanto, no debe estar abierto al debate democrático. Pero la crisis financiera y las desigualdades crecientes fueron producto de decisiones políticas deliberadas que podían haber sido diferentes. Mirado en retrospectiva, es el espacio de la política el que se eliminó. P. Nos enfrentamos ahora al gran desafío que como sociedades debemos pensar unidas: la transición verde, la lucha contra la crisis climática. ¿Cómo podemos hacerlo sin repetir errores, sin que de nuevo se agrande la brecha entre ganadores y perdedores? R. Cómo nos enfrentemos al cambio climático será el examen más importante sobre lo que estamos hablando, sobre el alcance de un debate político genuino. Existe la tendencia a enfrentarse al cambio climático como un problema tecnocrático, de acertar con los incentivos económicos, los mecanismos de mercado. Pero es más que un problema tecnológico y económico. Fundamentalmente, es una cuestión política. Necesitamos una política climática de abajo arriba, no modelos abstractos o soluciones tecnocráticas. Debe empezar por tener conversaciones con la gente, especialmente en las comunidades en las que las vidas y los empleos dependen de los combustibles fósiles. Requerirá liderazgo político y activismo. La razón de las resistencias a las políticas que llevarían a una economía verde es que hay un profundo escepticismo por parte de la gente trabajadora. En amplias zonas industriales se perdieron miles de empleos en nombre de la globalización económica. Les dijeron: habrá perdedores, sí, pero las ganancias de los ganadores compensarán las pérdidas de los perdedores. Eso funcionaba en teoría. Pero la compensación nunca ocurrió. Ahora se preguntarán si no les pasará lo mismo. Y es una pregunta legítima. P. En una conversación con Yuval Noah Harari dijo usted que el debate del cambio climático no es cuestión de conocer los hechos, que no se trata de educación. R. Se tiende a decir que el motivo de la oposición a la transición verde es que esa gente no sabe lo suficiente de ciencia. Que debemos enseñarles. Y cuando intentamos hacerlo nos frustramos porque no saben lo suficiente para abrazar nuestras políticas. Pero es que no se trata de ciencia y no se trata de educación. No se trata de sermonearles sobre los peligros del calentamiento global. Se trata de confianza, fundamentalmente. Es una cuestión política y, como tal, requiere un tipo genuino de participación y discusión cívica de base. P. En España estamos en año electoral, ¿cómo podrían encontrar los políticos el camino dialéctico intermedio entre la tecnocracia y el grito? R. Los políticos y los partidos deben ampliar los términos de la conversación política, para incluir cuestiones como las que estamos comentando. Pero no es realista pretender que lo hagan por sí solos. Tenemos que entender que el tipo más amplio de conversación pública solo puede venir de dentro de la sociedad civil. P. ¿Son las redes sociales un foro adecuado para esa conversación? R. Necesitamos desafiar la forma en que funcionan las redes sociales. Necesitamos crear plataformas para la conversación pública que no acepten sencillamente el modelo de negocio dirigido por la publicidad que tienen las compañías tecnológicas. Un modelo de negocio que depende de mercantilizar la atención, de mantener a la gente el mayor tiempo posible para poder recabar más y más datos personales para venderles cosas que refuercen ese ciclo de consumismo, eso es antitético al tipo de conversación pública que necesitamos. Urge cultivar el arte perdido de la conversación pública democrática. P. Si la socialdemocracia, con líderes como Biden o Scholz, está encontrando un discurso económico que vuelve a mirar a la clase trabajadora, ¿dónde se encuentran ahora las diferencias entre el centroizquierda y la izquierda más radical? R. Creo que la relación entre los partidos de centroizquierda y los de la izquierda más populista está ahora en proceso de redefinición. P. ¿Por dónde deberían empezar? R. La combinación más poderosa para rejuvenecer el centroizquierda es conectar los valores aparentemente conservadores de patriotismo e identidad compartida con un proyecto creativo de reconfiguración de la economía para hacerla susceptible al control democrático, algo que tradicionalmente se asocia con la izquierda populista. Nociones potentes de comunidad, que parecen beber del pensamiento conservador, y un poder económico controlado por los ciudadanos. Conectar esas dos ideas es el proyecto de futuro de la política progresista. P. La guerra en Ucrania se quedó fuera de las páginas de su libro en esta revisión. Una guerra en Europa hoy, ¿cómo encaja eso en su pensamiento? R. Creo que la guerra en Ucrania es el ejemplo más dramático del sinsentido de la globalización neoliberal. Eso de que los lazos comerciales convertirían la guerra en obsoleta era una idea central del globalismo liberal. Aunque se remonta a Montesquieu, que hablaba del doux commerce. Cuanto más comercian unas naciones con otras, menos probable será que luchen unas con otras, porque los lazos comerciales les darán un interés por la paz. Lo escuchábamos una y otra vez en los años noventa y en los primeros dos mil como argumento para admitir a China en la OMC, por ejemplo, y ciertamente en Alemania para desarrollar una dependencia energética de Rusia. Pues es evidente que no ha sido así. Ucrania ha sido un recordatorio de que la política y las fronteras nacionales no desaparecerán. Debemos desarrollar patrones de comercio con algún sentido de quiénes son los socios fiables, no guiados únicamente por la búsqueda de la supuesta eficacia. Esa es otra idea que creo que ha traído la guerra de Ucrania: la idea de que la economía no es autónoma. No es un hecho de la naturaleza. Es inevitablemente una cuestión política y debería ser objeto de debate político democrático.

Entrevista a Jason Hickel en el País (7/05/23)

Jason Hickel (Manzini, Suazilandia, 1982) lleva varios años estudiando un concepto que para muchos es una utopía y para otros el horror: el decrecimiento. Este investigador estadounidense en antropología económica, miembro de la Royal Society of Arts, cree que decrecer no solo es posible, sino también obligatorio, si pretendemos seguir existiendo. El mundo que imagina este catedrático del Instituto de Ciencia y Tecnología Medioambiental de la Universidad Autónoma de Barcelona y del Centro de Justicia Global y Medio Ambiente de la Universidad de Oslo es poscapitalista. Es experto en desigualdad global, economía política, posdesarrollo y economía ecológica, y acaba de publicar en España Menos es más. Cómo el decrecimiento salvará al mundo (Capitán Swing), uno de los libros del año 2020 según Financial Times. En él afirma que el capitalismo, con su exigencia de expansión perpetua, está devastando el mundo y que la única solución que conducirá a un cambio significativo e inmediato es el decrecimiento. PREGUNTA. Muchos oyen la palabra decrecimiento y se echan a temblar. Usted afirma que renunciar al crecimiento no equivale a renunciar al progreso. RESPUESTA. Sabemos que las principales causas del bienestar humano son tener acceso a una sanidad pública, a una educación pública y a una seguridad económica a través de una renta vitalicia. Son las cosas que importan. Y para lograrlas no necesitamos crecer. P. En ese mundo que usted imagina, ¿cómo elegiríamos cuáles son esas cosas que importan? R. A través de más democracia, de más discusiones democráticas. A través de una asamblea ciudadana, por ejemplo. Ha habido asambleas ciudadanas en Francia o España [la primera Asamblea Ciudadana para el Clima tuvo lugar hace un año] que han compartido principios de decrecimiento. P. Afirma que el crecentismo nos impide pensar de otra forma. Usa las palabras de Gramsci: “Cuando una ideología se normaliza tanto, es difícil reflexionar sobre ella”. R. Ahora mismo estamos bloqueados, hemos vaciado nuestra capacidad intelectual. Asumimos que el crecimiento solucionará nuestros problemas, nos cuesta pensar de otra forma. Me gustaría subrayar que cuando hablamos de formas de producción que se organizan a través de la acumulación de capital, muchas veces de lo que estamos hablando es del consumo de las élites. Se prevé que los millonarios emitirán el 72% de todo lo que realmente podemos contaminar para cumplir con los Acuerdos de París. Este tema, todo él, va de inequidad. P. Usted ha tratado la desigualdad en su libro anterior, The Divide (2017, sin traducir). ¿Qué medida cree más urgente para reducirla? R. Necesitamos reducir el poder de compra de los ricos. Las dos políticas que ayudan a ello son: aumentar el impuesto a la riqueza y establecer una ratio entre ingresos máximos y mínimos. De 10 a 1, o de 5 a 1… Esto debería estar ya en la conversación. En un mundo donde tenemos que reducir emisiones, debemos reducírselas primero a los ricos para que todos logremos beneficios. Pero los políticos lo que intentan en cada ocasión es trasladarle el coste a los pobres. Los chalecos amarillos son un ejemplo de ello. P. ¿Cuándo se empieza a hablar del decrecimiento como una posibilidad? R. Los primeros son los movimientos anticolonialistas de los años treinta, aunque entonces no lo llamaban decrecimiento. Pedían un movimiento económico que no necesitara de un crecimiento perpetuo y, por tanto, del colonialismo. La palabra decrecimiento no surgió hasta 2009 y fue de la mano de la economía ecológica. Ahora, la crisis económica se ha acelerado y la idea ha ido ganando atractivo. Se ha hecho evidente que los países ricos no podrán descarbonizarse con la rapidez necesaria para cumplir con los Acuerdos de París. Cuanto más perseguimos el crecimiento, más difícil es no crecer por encima del nivel requerido para que logremos una reducción de 1,5 grados a nivel global. Algunos países lo han logrado —Suecia, Dinamarca, Reino Unido—, pero a una velocidad que ni se acerca a la necesaria. P. ¿Qué tendríamos que hacer para lograrlo? R. Es esencial que los sectores menos necesarios reduzcan su tamaño: empresas de cruceros, moda rápida, macrogranjas, alquiler de yates… Así reduciríamos la demanda energética. Debemos elegir qué sectores queremos que se reduzcan. Tenemos que atrevernos a pensar de otra forma. P. ¿Y qué deberíamos hacer respecto al PIB? Ya no nos serviría como indicador. R. Deberíamos pensar qué cosas valoramos: la vivienda, la reducción de la desigualdad, que mejore la calidad del suelo, que se reduzca la extracción de agua… Cuantificaríamos esos objetivos sociales y ecológicos en lugar del crecimiento económico en la esperanza de que este, mágicamente, solucione nuestros problemas. P. Uno de los problemas es que las generaciones futuras no tienen voz ni voto. A muchos no les preocupa. R. Hay investigaciones empíricas que han comprobado que a la mayoría de las personas sí les importan y quieren compartir la Tierra con ellas. A los que no les importa el futuro son solo una pequeña proporción, alrededor del 25%. Cuando tengamos más poder de decisión lograremos más equidad. P. ¿Qué tendría que pasar para que países como China acepten subirse a este barco? Cuesta imaginar un decrecimiento global. R. Está claro que las naciones ricas usan mucha más energía per capita que China. Los acuerdos internacionales serían esenciales. Empieza a haber movimientos en este sentido. Por ejemplo, el tratado de no proliferación de combustibles fósiles, que está sobre la mesa y que promueve que los países lleguen a un reparto para ir reduciendo el uso de estos combustibles. Muchos países lo apoyan. Es un ejemplo del tipo de cosas que necesitamos. P. ¿Qué países deberían tirar del carro? R. España, entre otros. Va a perder 1,3 millones de hectáreas de grano por la sequía, las proyecciones climáticas son terribles. Deberíamos estar movilizando a la UE para que se adopten acuerdos y evitar este futuro distópico. P. Ahora mismo se están aprobando normas que suponen un cambio respecto a la etapa neoliberal: medidas para reducir el coste de la vivienda, impuesto a la banca… ¿En qué momento diría que estamos? R. Parece que estamos entrando en un punto de inflexión. Muchos mitos y certidumbres están empezando a caer, la gente empieza a desear un mundo distinto, con potencial revolucionario. Es difícil afirmar adónde nos va a llevar. Depende de cuán fuertes sean los movimientos sociales.