En el plazo de poco más de una semana hemos sabido que los últimos ocho años han sido los más cálidos desde que existen registros de temperaturas, y también que la compañía petrolífera Exxon Mobil tuvo antes que nadie la información científica suficiente para prever ese calentamiento y para determinar su causa. En 1980, nadie hablaba todavía de cambio climático. Había incluso predicciones sobre la inminencia de un nuevo período glacial. Pero fue entonces cuando un superpetrolero propiedad de Exxon que cubría el trayecto entre California y el golfo Pérsico fue equipado en secreto y por primera vez con sensores que medirían los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera y en el agua del mar. Año tras año, acaba de saberse ahora, equipos de científicos al servicio de la compañía acumularon datos y crearon modelos matemáticos de una capacidad predictiva tan asombrosa como el cinismo de los ejecutivos que llevan cuatro décadas negando lo que ellos supieron antes que nadie.
Exxon Mobil, igual que las otras petrolíferas que dominan el mundo, han seguido amasando beneficios que nadie puede calcular con el pleno conocimiento de que alimentaban una catástrofe de escala planetaria, y al mismo tiempo, sin el menor escrúpulo, han invertido cantidades colosales de dinero —ínfimas para ellos— no ya en esconder la información que poseían, sino además en negar su evidencia, en sembrar la confusión y la duda, y en comprar a políticos y personajes influyentes y financiar campañas de propaganda y manipulación, saboteando legislaciones protectoras del medio ambiente, desacreditando las energías renovables, alimentando el negacionismo climático o, más sutilmente, la supuesta incertidumbre científica sobre las causas del calentamiento global y hasta su realidad.
En un libro demoledor, Mercaderes de la duda, publicado en España por Capitán Swing, Erik M. Conway y Naomi Oreskes revelan el entramado de astucia y desvergüenza y la enormidad de los recursos invertidos en la construcción de una mentira que se presenta insidiosamente como una muestra de escepticismo y cautela racional, incluso de insobornable rigor científico. Los gobiernos son débiles, las políticas de transformación ambiental son siempre difíciles y pueden ser impopulares, los recursos públicos limitados: el dinero y el poder que acumulan compañías como Exxon Mobil pueden comprarlo y manipularlo todo, y además esconder la evidencia de su propia manipulación. En los años noventa, cuando sus propios informes ya alertaban, con palabras literales, de “un cambio potencialmente catastrófico”, Exxon publicaba anuncios a página entera en el New York Times desmintiendo que hubiera pruebas de la influencia negativa de la quema de combustibles fósiles, y sugiriendo que el calentamiento, en caso de existir, podría tener efectos benéficos.
Los mercaderes de la duda aplicaron un modelo de metódico engaño que había probado su eficacia durante al menos medio siglo, el de las compañías tabaqueras. Fomentar el cáncer de garganta y de pulmón es un negocio tan rentable como envenenar la atmósfera y arruinar la biosfera. Mucho antes que los servicios de salud pública, los empresarios del tabaco habían tenido las pruebas de la letalidad de su mercancía, pero la cuenta de resultados dependía tanto de la del incremento de la adicción y la muerte que valía la pena invertir lo que fuera en ocultar la verdad y en sembrar la confusión y la duda cuando esa ocultación ya no era posible. El vaquero machote que cabalgaba en el anuncio de Marlboro había muerto de cáncer de pulmón por culpa del tabaco, pero aún quedaban expertos venales y lujosos despachos de abogados dispuestos a entorpecer las medidas legales contra el tabaquismo, e incluso almas tenaces cuyo sentido extraviado de la rebeldía les llevaba a vindicar como ejercicio de libertad personal lo que no es ni ha sido nunca más que un cautiverio destructivo.
Ellos siempre son los primeros en saber. Los magnates de las empresas tecnológicas son tan conscientes del daño que pueden hacer sus productos que en las escuelas de élite de Silicon Valley no están permitidas las pantallas. Un exdirectivo de Facebook declaraba hace poco: “No sabemos lo que estamos haciendo a los cerebros de nuestros hijos”. También los dueños de la compañía Purdue Pharma tenían la certeza de que el opiáceo OxyContin era más adictivo que la cocaína y de que cuantas más personas se engancharan a él y más devastadores fueran sus efectos personales y sociales mayores dividendos les regalaría.
No estoy seguro de que las compañías petrolíferas tengan miedo de verse sometidas, como las tabaqueras en Estados Unidos en los años noventa o como los dueños de Purdue Pharma, a demandas judiciales que les cuesten miles de millones. Ganan tanto dinero que hasta la multa más cuantiosa que pueda imponerles un Estado o un tribunal les parecerá risible. No hay poder en el mundo equiparable al suyo. No hay calamidad que no les favorezca ni crisis de la que no salgan fortalecidas. En un tiempo de empobrecimiento para la inmensa mayoría leo en este periódico: “Las refinerías de Repsol multiplicaron por seis su margen de ganancia”. La legitimidad del capitalismo se basa en la doctrina de que el enriquecimiento de las empresas privadas favorece el bienestar general, pero esa lógica se quiebra con el espectáculo obsceno de una prosperidad que se alimenta directamente de la pobreza, de la guerra, de la enfermedad, de la muerte. “Repsol, como el resto de colosos petroleros mundiales, vivió en 2022 un año de vino y rosas”, dice el periódico. “La reciente fase de escasez de gasolina y, sobre todo, de gasóleo en Occidente a raíz de la guerra ha provocado un drástico aumento de los beneficios en las refinerías”. Los Estados no disponen de medios para sostener la sanidad pública. Incluso teniendo contratos dignos de trabajo, muchas personas no pueden costearse el alquiler de una vivienda. Hay niños que llegan a la escuela sin haber desayunado. En los nueve primeros meses del año pasado, sigo leyendo en el periódico, Repsol se anotó un beneficio de 3.200 millones de euros, “un 66% más que en el mismo periodo de 2021″.
Los países más pobres, que son los más azotados ya por el cambio climático y los menos culpables de sus causas, exigen en vano ayudas económicas que serían apenas una fracción de los beneficios que esas compañías siguen acumulando a costa de la aceleración del desastre. Ahora ya sabemos todos lo que descubrieron a principios de los años ochenta los científicos de Exxon Mobil, y lo que sus ejecutivos han hecho tanto esfuerzo por esconder a lo largo de estas cuatro décadas, mientras la curva de sus beneficios dibujaba una trayectoria ascendente paralela a la de la acumulación en la atmósfera de gases de efecto invernadero. Estos han sido también los 40 años en que los Estados y las instituciones internacionales se han ido debilitando, sometiéndose a las presiones de fuerzas económicas formidables que han impuesto por todas partes la eliminación de las garantías legales y las regulaciones que en Estados Unidos durante el New Deal y luego en la Europa de posguerra sirvieron para poner límites a la codicia y al abuso de los más poderosos y favorecer un cierto grado de justicia social. También los señores de las finanzas sabían antes de 2008 que la burbuja de especulación que los estaba enriqueciendo era insostenible, y también ellos se arreglaron para ser los únicos que no pagaran las consecuencias de su propio delirio. Millones de personas se quedaron sin casa, pero ningún banquero fue a la cárcel. Solo un masivo impulso progresista en una institución democrática supranacional como la Unión Europea tendría algo de la fuerza necesaria para poner coto a esta gente. Es una pobre esperanza, pero me temo que no hay otra.
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