miércoles, 20 de julio de 2022

Noticias que nos traen las novelas, por Juan Gabriel Vásquez

En uno de sus muchos ensayos extraordinarios, ¿Cómo deberíamos leer un libro?, Virginia Woolf dice, palabras más o menos, que leer una novela es un arte difícil y complejo: el lector ha de ser capaz de una percepción muy fina, pero además de grandes audacias de la imaginación, si quiere hacer uso de todo lo que el novelista le puede dar. Me gusta todo en estas líneas: me gusta la defensa de la dificultad, que no es popular en nuestros tiempos, y me gusta la audacia aplicada a la imaginación (ya que no todas las imaginaciones son iguales); pero sobre todo me gusta el concepto de “hacer uso” de lo que ofrece el novelista, pues contradice el lugar común, que cada día me resulta más irritante, de que la ficción no sirve para nada: de que su importancia, si es que le reconocemos una, es la importancia de las cosas inútiles. Pues bien, hace unos meses, en un festival de Lancaster, tuve la oportunidad de defender la convicción contraria, y creo haber recordado el ensayo de Woolf para poder hacerlo. Dije que los lectores, o cierto tipo de lectores, usamos la literatura; que la usamos como se usa una herramienta, y que la pregunta más bien debería ser: ¿para qué la usamos? Una respuesta posible es que la usamos como fuente de información o de conocimiento, para saber cosas que no podrían saberse de otra forma o para obtener lo que Javier Marías llama reconocimiento: la literatura como forma de “saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía”. He olvidado dónde encontré por primera vez estos versos de William Carlos Williams, pero sé que no soy el primero en traerlos a colación para defender la misma idea. La traducción es mía: “Mi corazón se levanta pensando en traerte noticias de algo que te concierne y concierne a muchos hombres. Mira lo que pasa por lo nuevo. No lo encontrarás allí sino en poemas despreciados. Es difícil obtener noticias de los poemas pero cada día los hombres mueren infelices por falta de lo que allí se encuentra”. Los poemas como portadores de noticias: lo mismo puede decirse de las novelas, y acaso con algo de filología. Salvo algunas excepciones, como el español y el inglés, la mayor parte de Europa se refiere a las obras largas de ficción en prosa con una palabra derivada de romanice, que en latín medieval (esto me informan mis diccionarios) describe la lengua natural o común por oposición a la lengua escrita de los eruditos y las élites. Esta pequeña intuición etimológica me complace, debo confesarlo, porque refleja el impulso democrático que para mí es inseparable de la novela moderna: este género nacido con Rabelais o con el Lazarillo o con el Quijote, pero en todo caso con la idea de contar las vidas de gentes que nunca habían sido importantes. Pero nuestra hermosa palabra novela, que en italiano o en francés antiguo traía a cuestas el significado de “noticias”, me parece profundamente satisfactoria. Con su sugerencia de mensajeros que nos llegan desde países ignotos, con esa fascinación implícita por la realidad cotidiana —la que uno vería en los periódicos—, la novela promete hablarnos de lo que nos “concierne y concierne a muchos hombres”: en otras palabras, promete traernos noticias. Ahora bien: la naturaleza de estas noticias siempre ha sido difícil de definir. Desde luego, no se trata de la información que buscamos en el periodismo o en la historia, por muy preciada que sea; no se trata de una información cuantificable ni que pueda confirmarse empíricamente, y muchos de los malentendidos acerca de las novelas surgen cuando se espera de ellas esa información. Por supuesto, cualquier lector atento cerrará El jugador de Dostoievski sabiendo más que antes sobre casinos, y probablemente aprenderá con La defensa de Nabokov muchas cosas que no sabía sobre el ajedrez. Pero si eso es todo lo que el lector obtiene —o todo lo que buscaba—, decir que ha perdido el tiempo es quizás un eufemismo cariñoso. La novela que llamamos histórica ha sido a menudo víctima de este tipo de malentendidos. De nuevo: todos los lectores de La guerra del fin del mundo recogerán datos interesantes sobre la revolución de Canudos en el Brasil decimonónico, y no puedo sino alegrarme de que lo hagan, del mismo modo que todos los lectores de Wolf Hall aprenderán mucho sobre la corte de Enrique VIII. Pero tanto Vargas Llosa como Hilary Mantel, sospecho yo, quieren mucho más que ser tan precisos como la historia: quieren, sobre todo, contarnos algo que la historia no nos cuenta. La mejor historia es insustituible como fuente de cierto tipo de informaciones. ¿Qué sentido tendría utilizar la ficción para dar a los lectores más de lo mismo? La única razón de ser de la novela, dice Hermann Broch, es decir lo que sólo la novela puede decir. Las noticias que nos dan las novelas de A. S. Byatt o de Sebald o de Javier Marías —sobre el pasado, sobre el presente, aun sobre el futuro: pensemos en Tu rostro mañana— no se encuentran en ningún otro lugar del mundo. Carlos Fuentes se preguntaba qué es la imaginación sino la transformación de la experiencia en conocimiento. Y así es: la ficción es conocimiento y siempre lo ha sido; y, aunque es cierto que se trata de un conocimiento ambiguo, impreciso e irónico, los lectores de novelas sabemos que nuestra comprensión del mundo sería incompleta sin él, o fragmentaria, o incluso gravemente defectuosa. Esto es lo que ofrece la ficción: para esto la usamos. Puede que me equivoque, pero me parece que esta idea cobró un nuevo significado para muchos en los meses de la pandemia (que ahora tratamos como si se hubiera ido, como si ya no estuviera). Para mí, desde luego, así ocurrió. Me contagié del virus a finales de febrero de 2020, tan pronto que las pruebas de mi país no pudieron diagnosticarlo correctamente; durante unos meses, tras superar una neumonía y recuperarme sin consecuencias graves, estuve convencido de haber tenido un virus diferente, aunque cada nuevo síntoma confirmado por los medios de comunicación resultó estar presente en mi caso. La incertidumbre que sentí entonces cedió el paso con el tiempo a nuestra incertidumbre general, a la dificultad colectiva para saber cómo debía tratarse todo aquello. Hoy me parece, cuando miro por mis ventanas digitales (a través de las cuales prácticamente ningún lugar del mundo escapa a nuestra mirada), que la pandemia ha anulado o mermado nuestra capacidad de imaginar a los demás —su ansiedad, su dolor, su miedo— y ha agotado nuestras estrategias para afrontar nuestro propio miedo, nuestro propio dolor, nuestra propia ansiedad. En esos meses difíciles, me consta que cientos o quizá miles de lectores echaron mano de La peste de Albert Camus, o del Diario del año de la peste, el libro tramposo y maravilloso de Daniel Defoe. Hay algo fascinante en este comportamiento, que contiene un impulso casi religioso (los creyentes buscando respuestas en un libro) y al mismo tiempo profundamente práctico y materialista: las novelas como intérpretes de nuestras enfermedades, si se me permite tomar prestado el hermoso título de Jhumpa Lahiri; o, por decirlo de otro modo, la ficción como vademécum. Estas palabras, sabrán los lectores, significan “ven conmigo”. Eso es lo que pido a mis ficciones predilectas: que vengan conmigo, que me acompañen, que me ayuden a interpretar lo que nos pasa y, al hacerlo, que me traigan noticias del mundo.

sábado, 9 de julio de 2022

Entrevista a Alain Badiou (El País, 22/05/22)

Alain Badiou. “Las situaciones de gran desorientación terminan en guerra mundial” Es uno de los pensadores franceses vivos más influyentes, un ave extraña. No reniega del maoísmo y no vota desde 1969. Pronostica una guerra mundial a medio plazo. Alain Badiou (Rabat, de 85 años) es uno de los filósofos franceses vivos más influyentes en el mundo. Es un intelectual peculiar, un ave extraña: no ha renegado del comunismo ni —más exótico aún— del maoísmo. El autor del monumental El ser y el acontecimiento es el último de una estirpe que tiene en Sartre, Lacan, Althusser… a algunos de sus antecedentes, sus “maestros”, como señala el profesor Jordi Riba en Alain Badiou: lo político y la política (Gedisa, 2021). Se le estudia como a un clásico, pero él no deja de producir. En francés acaba de publicar, en la editorial Gallimard, el opúsculo Observaciones sobre la desorientación del mundo. De cerca impone. Tiene un aire de profeta bíblico. O de un intelectual de otro tiempo, un tiempo de intelectuales a los que se escuchaba y que a menudo, en sus opiniones políticas, se equivocaban espectacularmente. PREGUNTA. “Estamos desorientados”, escribe usted. ¿Qué nos desorienta? RESPUESTA. La desorientación son aquellos momentos de la historia en los que a la población no se le propone ninguna elección clara. Conocí una época orientada. En política, se enfrentaban una derecha y una izquierda claramente identificadas. La derecha: conservadora, nacionalista, partidaria de la propiedad privada. La izquierda: socialista, comunista e internacionalista, partidaria de una lucha de clases. En Francia había una elección fundamental: ¿se estaba a favor o en contra de la guerra de Argelia? ¿Y de las guerras coloniales? P. ¿Se acabó todo esto? R. Ahora este tipo de definición es difícil de encontrar y de definir. El mundo dirigente —propietarios de bienes, accionistas, pero también partidos y dipu­tados— está de acuerdo en que no habrá una transformación fundamental. Tampoco hay partidos políticos realmente diferentes unos de otros. La elección política se vuelve muy difícil y confusa, y se expresa a través de protestas más o menos violentas contra este o aquel punto. Pero son protestas desligadas de una visión de conjunto. Quienes protestan se sienten desorientados. No saben cuál será la etapa siguiente, no saben qué significa su derrota o victoria. Es como un viaje marítimo sin brújula. P. No le convencen movimientos como los chalecos amarillos. R. Entiendo su naturaleza. Sé que detrás hay una cuestión real: el abandono progresivo del mundo rural y provincial por las autoridades y también las poblaciones. Pero el movimiento en sí no indica por medio de qué método piensa resolver sus problemas. Por falta de una visión clara sobre qué hacer se busca una cabeza de turco. “¡Es culpa de Macron!”. Se imaginan que, haciendo caer a Emmanuel Macron, la situación cambiará. Son movimientos de cólera, pero la cólera no es una buena pasión política porque es negativa: sabemos qué no quiere, pero no qué quiere. P. La pandemia, ¿nos desorientó? R. Llegó en una época ya desorientada, pero lo agravó. Nadie estaba preparado. En el fondo, lo que se impuso fue la cólera, nuestras costumbres se veían perturbadas: no poder ir al café, tener que llevar mascarilla, vacuna. La pandemia nos permitió medir hasta qué punto estábamos desorientados. P. ¿Y la guerra en Ucrania? R. Recuerda más bien al momento antes de la guerra de 1914, un conflicto posiblemente mundial que está ligado a situaciones de detalle en Europa Central, como la Primera Guerra Mundial, que se desencadenó por Serbia y por disputas por los imperios coloniales. Era un enfrentamiento para saber si Alemania iba a ser admitida en el club de las grandes potencias. Hoy en el horizonte está la cuestión de si China va a ser admitida en el concierto de las naciones. Para que esta situación se clarifique hace falta que Rusia ya no sea un factor en el juego. P. ¿No hay simplemente un país soberano y democrático, invadido y bombardeado? R. ¿Y cuando los americanos bombardearon Belgrado en 1999? ¿No había algo inaceptable ahí? ¿No habría habido que salir de la OTAN? Hay una disimetría total. ¿Qué fue a hacer el Ejército americano a Afganistán? ¿Por qué destruyó Irak? En el último periodo, los desperfectos internacionales principales no son obra de Rusia ni China, sino de las guerras del Ejército americano. Con nuestro apoyo. Ahora nos damos cuenta de que Ucrania es un país soberano. ¡Irak también era un país soberano! P. ¿Significa que, puesto que sucedieron aquellos episodios, no hay que decir nada ahora? R. Significa que los ejercicios de la soberanía deben ser igualitarios. Yo soy un antiputiniano resuelto, con más razón aún porque considero que Putin es el resultado final de la descomposición del comunismo en Rusia. Hay una agresión injustificada, pero no debe permitir olvidar el contexto general. ¿Por qué habría que escandalizarse por la agresividad de Rusia hacia uno de sus vecinos sin escandalizarse por la agresión de EE UU por todo el mundo? Hay que condenar la acción de Putin, pero desde una independencia total respecto a la OTAN y los americanos. Yo digo: ni Putin ni Joe Biden. P. Personalmente, ¿usted se siente desorientado? R. La desorientación es una situación, no es algo subjetivo. Uno puede tener una orientación personal, pero esto no cambiará la desorientación general. Vivimos en una época histórica confusa. Quiero hacer un triste pronóstico, que no sé si veré porque empiezo a tener una edad. Las situaciones mundiales de gran desorientación terminan en una guerra mundial. Es mi previsión a medio plazo. P. ¿Pronostica una guerra mundial? R. Pronostico una guerra mundial. Veo multiplicarse los accidentes —la situación en Ucrania es uno de ellos, pero la derrota americana en Afganistán era otro— como los que precedieron a la guerra de 1914, más que a la guerra de 1940, porque la de 1940 era ideologizada, entre demócratas, fascistas y comunistas: tres protocolos de orientación. La de 1914 era entre potencias para consolidar la hegemonía. P. Francia ha celebrado elecciones presidenciales. Usted nunca vota. R. No he votado desde 1969, entonces lo hice por un candidato local del Partido Socialista Unificado. Nunca he vuelto a encontrar razones para hacerlo. Pienso que votar debería ser una de las formas de expresión de los conflictos de las orientaciones. Pero visiblemente no es esto, sino una elección para saber si mantenemos al hombre que está en el cargo a falta de nada mejor. P. A falta de nada mejor, ¿Macron? R. No a falta de nada mejor, pero está en la lógica de la desorientación. Marx definía a los dirigentes de las grandes metrópolis capitalistas como apoderados del capital. Hemos regresado, después de épocas más complicadas con la larga interrupción de las ideologías socialista y comunista, al hecho de que el mejor dirigente posible es el mejor apoderado del capital, aquel que desarrolla el capitalismo local y conserva una buena relación con las ciudadelas del capitalismo. En este papel, Macron me parece conveniente. P. En las elecciones presidenciales, la candidata de la extrema derecha, Marine Le Pen, perdió, pero obtuvo su mejor resultado, 13 millones de votos. ¿Le preocupa? R. El aumento de la extrema derecha forma parte de la desorientación. La ausencia de toda perspectiva más allá de la continuación de la dictadura parlamentaria del capital, falsamente denominada democracia, ha empujado a millones de personas al campo de la pura reacción: el deseo de regresar al pasado y la hostilidad hacia los extranjeros. Mire el desarrollo del antisemitismo antes de la última guerra mundial. El desarrollo de un concepto identitario de las naciones, que pretende devolver a su miseria a los proletarios que vienen de África, Asia o América del Sur, es lo mismo. Y también es un factor de guerra, civil e internacional. P. La unión de la izquierda en Francia, ¿es motivo de esperanza para usted? R. ¿Qué es hoy, en Francia, la izquierda, entre comillas? ¿Los socialistas, completamente descompuestos y dispuestos a aliarse con quien sea? ¿Los comunistas que tienen la orden de no pronunciar la palabra comunismo en su propaganda, y que están a punto de convertirse en un grupúsculo? Nuestra última unión de la izquierda se hizo en 1981 bajo la presidencia de Mitterrand. ¿El resultado? El inicio de la contrarrevolución de los años ochenta y noventa, que instalaron en Francia un capitalismo ávido y reforzado. La izquierda no puede unificarse, porque prácticamente no existe. Joseph Biden Vladímir Putin Ucrania Se adhiere a los criterios de The Trust Project Más información

martes, 5 de julio de 2022

Las ranas calentitas o el fin de la democracia, por Azahara Palomeque

Si esto fuera una sesión de terapia, comenzaría por decir que sigo teniendo problemas serios para dormir; que me sobresalto fácilmente cuando escucho petardos o fuegos artificiales por confundirlos con el clamor de los disparos; o que la amabilidad, las sonrisas de la gente que me encuentro por la calle, en su mayoría sana, contrasta abismalmente con la degradación de los cientos de adictos a los opiáceos que hasta hace poco conformaban mi paisaje rutinario en Filadelfia, tanto que me resulta irreal, un espejismo a punto de evanescerse y devolverme de nuevo al mapa conflictivo del que salí huyendo. Tres semanas viviendo en España después de casi 13 años en Estados Unidos no han podido curar lo que, a juicio de mi psicólogo, son síntomas claros del síndrome de estrés postraumático, experimentados por alguien que no se encontraba precisamente en los estados más bajos de la jerarquía social: un trabajo en una universidad, vivienda digna y la posibilidad de hacer frente a imprevistos económicos me han ahorrado sufrimientos inimaginables, esos a los que se enfrentan las capas más desfavorecidas del país. Sin embargo, no he salido completamente indemne de allí, y esto se debe, probablemente, a dos causas: que el desmantelamiento de la democracia norteamericana es estructural, por tanto imposible de eludir desde cualquier flanco, y mi propia experiencia migratoria, la cual me ha permitido siempre comparar el desastre político y humano de la “tierra de la libertad” con los relativos éxitos del Estado de bienestar español. En este sentido, se podría decir que soy como la rana que lograba saltar de la olla hirviendo, según la teoría que narra Donella Meadows en Pensar en sistemas. De acuerdo con la investigadora, una rana arrojada a una olla llena de agua en su punto de ebullición pegará tal respingo ante la quemadura que podrá salvarse de su ejecución; si a esa misma rana la introdujéramos en la olla con agua fría y fuéramos subiendo poco a poco la temperatura hasta que comenzase a cocerse, ya no tendría fuerzas para escapar, pues su cuerpo se habría ido acostumbrando progresivamente al calor y, una vez esquilmada su energía, moriría irremediablemente. Estados Unidos está lleno de anfibios chapoteando en líquido abrasivo, sapos y ranas que apenas consiguen mantenerse a flote entre las tórridas burbujas que suben del fondo de la olla. Algunos, a pesar de la gravedad de la situación y el colapso inminente de sus órganos, creen firmemente que disfrutan de las bondades de un jacuzzi, o que quien mantiene activo el fuego bajo sus patas puede no ser perfecto, pero los protege del frío que hace afuera. Otros intentan inútilmente gritar, movilizar a los demás batracios para idear una fuga colectiva, soplar un poco tal vez, y un tercer grupo se calcina impasible y acepta su destino a base de drogas. Ahora que se están televisando las sesiones de la comisión de investigación por el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, buena parte de la población está asistiendo en directo a una descripción minuciosa de cómo se produce la evaporación, a una clase de Física, intentando quizá comprender cómo se alcanzó tal extremo mientras los grados continúan aumentando. Pero el aprendizaje de los comportamientos del agua no garantiza saber qué circunstancias llevaron a que la olla existiera. Cuenta el historiador Timothy Snyder en su magistral ensayo El camino hacia la no libertad cómo la injerencia de Rusia hizo posible el ascenso de Trump. Desde los caudales financieros procedentes del Kremlin —cuyos vínculos con las ultraderechas europeas son de sobra conocidos— hasta las estrategias comunicativas y el uso de fake news, la ayuda rusa fue fundamental en la elección del presidente, pero, lejos de echar balones fuera, Snyder reconoce que no se habría producido esa victoria fatal si el país no se hubiera encontrado en tal estado de decrepitud. “Trump llegó al Despacho Oval en un momento en que los niveles de desigualdad en Estados Unidos se aproximaban a los de Rusia”, afirma, con un reparto de la riqueza tan injusto como no se veía desde 1929. Los recortes en programas de asistencia social especialmente a partir de las políticas neoliberales implantadas por Reagan —y ampliadas por gobiernos demócratas—, la falta de derechos sociales y un sistema electoral que menoscaba la representatividad permitiendo restringir el voto de las minorías constituyeron el caldo de cultivo perfecto para lo que él califica de “sadopopulismo”, junto a las sucesivas reformas que han ido rebajando las obligaciones fiscales de los ricos. Estos llegaron a pagar un 94% de su renta en impuestos durante la II Guerra Mundial, después en torno al 70%, y la cifra fue deslizándose en caída libre hasta situarse en el exiguo 37% de ahora gracias a la mano de Trump, el último mandatario en reducirla. La carencia de una sanidad decente contribuye a acrecentar las ya precarias condiciones en las que malvive una gran parte de la gente y aquí, analizando las raíces de la desesperación y la agonía más dolorosa, es donde el historiador asegura que triunfa la política más despreciable, aquella erigida para blindar los privilegios de unos pocos y destruir el tejido democrático: la mayoría de los adictos a los opiáceos, víctimas de una epidemia que sólo el año pasado se saldó con 100.000 muertos, votó a quien ahora está siendo juzgado por provocar una insurrección golpista. En otras palabras, las ranas depositaron la papeleta a favor de quien avivaba la candela, pero alguien puso allí la leña, encendió la cerilla, sacó el fuelle con antelación. A pesar de todos mis esfuerzos, incluidos los terapéuticos, no creo que pueda jamás contar con exactitud lo que ha supuesto residir en Estados Unidos durante una época tan convulsa: los niveles de deterioro en seres de aspecto tan monstruoso que resulta difícil localizar su humanidad; el grado de una violencia que ha aumentado con la pandemia y tiene en el lobby de las armas a su mayor cancerbero; la sensación de habitar en un auténtico Estado autoritario mucho antes del asalto al Capitolio: las calles militarizadas, las barricadas, los arrestos arbitrarios y las disrupciones a propósito en un servicio de correos imprescindible para ejercer el derecho al sufragio dan cuenta de ello. Mi huida, no obstante, debe ser matizada, puesto que del agua hirviendo de aquellos confines he pasado a querer sanar en una España donde empieza a templarse rápidamente. Cuánto poder adquisitivo hemos perdido desde la última crisis financiera, por qué el número de ciudadanos con sanidad privada sigue hinchándose si no es por el debilitamiento intencional de la pública, cómo hemos llegado al punto en que los millonarios son públicamente elogiados por sus limosnas mal llamadas filantrópicas mientras aportan tan poco a las arcas de todos, de qué cataclismo inefable andamos a la espera para comenzar a extinguir las llamas antes de que la olla se transforme, directamente, en artefacto explosivo. No hay tiempo ya para más concesiones neoliberales o parches en forma de abanicos momentáneos. Allí con las llagas abiertas, o aquí aguantando el tibio malestar que se acelera, es necesario pelear por una democracia que le haga justicia a su nombre. Azahara Palomeque es escritora y doctora en estudios culturales por la Universidad de Princeton. Su último libro es Año 9. Crónicas catastróficas en la era Trump (RIL editores). gualdad social Desigualdad económica Impuestos Se adhiere a los criterios de The Trust Project Más información

Parole, parole, parole, por José Luis Pardo

— What do you read, my Lord? — Words, Words, Words… Estamos tan acostumbrados a suponer que la filosofía carece totalmente de efectividad que a veces nos pasa desapercibida la posibilidad de que pueda tener cierto interés para explicar algunos de los fenómenos sociales que nos ocurren, como es el caso del que a continuación señalaré. Me refiero al hecho de que hoy las palabras son como dardos. Quien no quiere lastimar a sus semejantes tiene que andarse con muchísimo tiento a la hora de hablar, escribir o cantar. Quien quiera herirles, en cambio, lo tiene más fácil que nunca. Esto podría ser un síntoma de progreso civilizatorio y de buena educación, si implicase que ha aumentado nuestro cuidado de la palabra. Pero lo inquietante es que la hipersensibilidad discursiva coexiste con un desprecio inédito hacia la lengua (sintaxis y ortografía incluidas), a la que se ataca como responsable de los peores males de nuestro tiempo, y con un aumento de la tolerancia hacia el salvajismo verbal y hacia los bulos más descabellados. Y aquí es donde la filosofía puede dar algunas pistas. Es sabido que el lenguaje fue el objeto privilegiado de la reflexión filosófica en el siglo XX. Durante la primera mitad se trató principalmente del lenguaje como representación verdadera (científica) o engañosa (ideológica) del mundo. Pero, en la segunda mitad, la filosofía redescubrió la dimensión retórica y poética del lenguaje. También los poetas hablan de un mundo pero, a la vez que lo describen, construyen ese mundo. Esto resalta la dimensión productiva de la palabra (no en vano nuestro vocablo “poesía” procede de una palabra griega que significa “producción”). Ciertamente, los mundos creados por los poetas son ficticios, pero ya los sofistas de la antigüedad descubrieron la eficacia de la palabra como instrumento para el ejercicio del poder y sugirieron que la realidad social no es más que una ficción hecha de palabras, pero en la que creen la mayoría de los hablantes, de manera que quien domine ese uso productivo de la palabra dominará, por ello, el mundo social. El pensador británico J. L. Austin llamó la atención en 1955 sobre los enunciados que llamaba “performativos”, como “Sí, juro (o prometo)”, pronunciado en una ceremonia de investidura, o “Se abre la sesión”, pronunciado por el presidente de un tribunal, señalando que de ellas no puede decirse que sean verdaderas o falsas, sino únicamente afortunadas o desafortunadas (según consigan o no realizar la acción que enuncian). Para hacernos una idea de este tipo de eficacia verbal podríamos añadir a la lista el “¡Fuego!” gritado por el jefe del pelotón de fusilamiento. Desde entonces, los términos “performativo” y “performatividad” se han convertido en bandera de esta función creativa del lenguaje que hoy reivindican tanto los artistas como los activistas políticos (pasando por alto, todo hay que decirlo, que Austin nunca pensó esas expresiones como fórmulas mágicas capaces de crear por sí mismas hechos extradiscursivos, y que su eficacia no depende de las palabras mismas, sino de las situaciones jurídicas en las que se emiten). A partir de la década de 1960, una influyente corriente de la filosofía francesa sostuvo que realidades tales como la sexualidad, la enfermedad mental o la delincuencia son “hechos discursivos” producidos por los discursos médicos, jurídicos, policiales, religiosos o políticos que generan “efectos de verdad” (o sea, que se trata de una suerte de “fantasmas” creados por las palabras que nos hacen creer en la existencia de tales cosas), y que la insistencia en una realidad exterior al discurso era un vicio metafísico del que había que desprenderse. Este tipo de doctrinas atravesaron el Atlántico etiquetadas como “teoría” para instalarse en las universidades norteamericanas, y desde allí fueron reexportadas a Europa a finales del siglo pasado transmutadas en “práctica”. Desde entonces, se han convertido en inspiración de muchas de las políticas públicas de los poderes institucionalizados. Y esto, al menos en parte, explica la coyuntura presente. Si reducimos las cosas —al menos las cosas sociales— a “hechos discursivos” producidos por las palabras que hablan de ellas, se siguen dos consecuencias inevitables. La primera es que no hay cosas propiamente dichas, ya que su dependencia de las pugnas discursivas entre interlocutores rivales hace que tengan tan poca consistencia y sean tan maleables, etéreas e ingrávidas como las pompas de jabón de las que hablaba el poeta: pueden disolverse en la nada al menor efecto de discurso. De ahí la facilidad con la que, en nuestros días, pueden construirse cosas o “hechos alternativos”. La segunda es que quien piensa que son las palabras las que hacen las cosas ha de tener muchísimo cuidado con lo que dice: llamar a alguien “enfermo” puede causarle una enfermedad. Por este procedimiento se corre el riesgo de que el tratamiento de los enfermos se convierta en algo secundario con respecto al cuidado del vocabulario que los designa, del mismo modo que hoy los vendedores nos suplican que valoremos con un sobresaliente la atención verbal que nos han prestado, aunque la mercancía que nos han vendido esté averiada. Las mejores palabras duelen como aguijones y se castigan como puñaladas, mientras que las peores cosas se toleran o se pasan por alto con el desprecio y el escepticismo de quien sólo las considera relativamente reales. Sin duda, combatir, regular o prohibir los discursos y las palabras es mucho más fácil que combatir las injusticias, pero también es mucho más ineficaz, pues ello desembocará en un orden en el que las prácticas discursivas estarán asfixiantemente hiperreguladas, pero no evitará que la realidad siga siendo injusta, que los enfermos sigan estando enfermos o que las mercancías sigan estando averiadas. Esa visión de la política como práctica discursiva que pretende producir “performativamente” (o sea, mediante el discurso) cambios en la normatividad social no es nueva: los ministerios de propaganda la venían practicando desde su creación, por no remontarnos a las épocas de la Congregación para la Doctrina de la Fe, aunque hay que reconocer que la propaganda política se ha ennoblecido notablemente al convertirse en asesoría de comunicación con fundamento académico. Pero cuando la palabra se convierte en un instrumento de poder para intentar imponer al adversario nuestra visión del mundo o rechazar la suya, se pierde su referencia a un mundo reconocido como común y compartido, lo cual no solamente hace que las disputas sean irresolubles sino que convierte la discusión pública en una mera lucha por un poder desnudo y abstracto en la que sólo resuenan los nombres propios, vaciando enteramente de sentido el resto del lenguaje, que pierde por esta vía todo su crédito y toda su capacidad de producir entendimiento entre los hombres. Al final de la contienda, y aunque no haya un vencedor claro, es posible que las cosas (acerca de las que presuntamente se trataba en la disputa) hayan sido enteramente destruidas o abandonadas y que las palabras que se decían inspiradas en ellas yazgan desperdigadas entre los desechos como armaduras huecas de una lengua muerta. José Luis Pardo es escritor.