La prometieron Gabilondo en 2010, Wert en 2013, Celaá en 2021 y ahora Alegría: la reforma de la profesión docente no universitaria. El primero no logró consenso político, el segundo provocó el mayor disenso social, la tercera no tuvo tiempo y la cuarta no quiere problemas. Así, tras más de un decenio de sonoros anuncios, nos llegan las 24 propuestas: tremendas señales y, como en la fábula, la montaña parió un ratón. Si antes se anunciaba un nuevo Estatuto del profesorado, ahora se queda en “24 propuestas” de vocación poco clara (qué normas o programas, de qué autoridades o instancias), con una treintena de condicionales (“se podría”, “debería”, “permitiría”...) en otras tantas páginas, de las que la primera mitad es un repaso de la legalidad (en vez de un diagnóstico de la realidad). Son muchas propuestas y habrán de discutirse todas, pero voy a centrarme en tres cuestiones.
La primera es que el modelo profesional seguirá basado en el funcionariado por oposición, no solo los que están (algo incontestable), sino para los que vienen. Media Europa tiene un régimen funcionarial y otra media contractual. La funcionarización, consagrada en 1917, sirvió contra la instrumentalización partidista (cesantías), protegió al maestro del caciquismo local e hizo que el cuerpo cubriera el territorio nacional y contribuyese a construir identidad y comunidad. Pero ese partidismo ya no existe, como muestra el trato a laborales e interinos en la enseñanza y otras administraciones; los poderes locales, hoy democráticos y sujetos a derecho, tienen un peso mínimo en la escuela y los docentes tienden más a trabajar donde viven que a vivir donde trabajan; en cuanto a identidades y comunidades, los cuerpos se han fragmentado, los docentes raramente salen de su región y la tensión a resistir es su instrumentalización particularista desde las comunidades autónomas, tan ávidas por arrancar poder al Estado como remisas a transferirlo a las entidades locales y a los centros.
Aparte del privilegio laboral, la única virtud indiscutida del funcionariado para la educación y para su público es que eso atrae más aspirantes… pero no asegura que sean los más indicados, pues la combinación de salario inicial alto y empleo de por vida también genera selección adversa. ¿Necesitamos que los docentes de infantil a secundaria sean funcionarios? Un empleo blindado y una carrera burocratizada son obstáculos para la eficiencia y la innovación en un servicio público donde hacen cada día más falta. Sería preferible un mecanismo nacional de acreditación y más competencias en centros para seleccionar los profesores que necesitan; al menos, la condición funcionarial podría esperar a media carrera, demostrada una idoneidad suficiente (así es en la universidad, mucho más exigente, y no se ha caído).
La segunda es que se renuncia a una política de recursos humanos o, en jerga más actual, de captación, retención y desarrollo del talento. El modelo de iniciación propuesto es confuso, mezcla las prácticas de la formación inicial (universitaria) y un primer periodo laboral (remunerado) con riesgo de desvirtuar ambos y, lo peor de todo, no es selectivo. En definitiva, la selección seguirá confiada a la oposición, procedimiento que convierte en educadores a adictos a las aulas a quienes cuesta cada vez más comprender a aquellos que no lo son, una mayoría creciente. Se actualizarán, falta hace, los temarios, pero será difícil encontrar el camino entre la Escila de la objetividad (a no confundir con la equidad y que, en los exámenes, se lleva mal con cualquier conocimiento no libresco) y la Caribdis de las necesarias pero ambiguas competencias del siglo XXI (que, como las pedagogías blandas, premiarán a la clase media, a la etnia predominante y quizás a las mujeres).
No es casual que el documento se abra con el tópico de que “ningún sistema educativo será mejor que su profesorado”, solemne tontería que popularizó, como una cita apócrifa, uno de tantos informes McKinsey. Cierto que la selección es muy importante: por eso hay que acabar con las oposiciones (y con las icetadas de funcionarizar a los suspendidos) y por eso hay que acercarla a la práctica profesional real. Pero el objetivo de toda organización es ser algo más y mejor que la suma de sus miembros, conciliando así eficacia colectiva y estabilidad individual (a través del desarrollo profesional), y eso es lo que más se echa en falta en el sistema educativo español, poco eficaz contra la inercia y poco acogedor para la innovación, particularmente la escuela pública.
La tercera cuestión es la aparente incapacidad de asumir el alcance de la transformación digital y la importancia de impulsarla con políticas decididas, empezando por la de personal. A pesar de la repetida referencia a la competencia digital docente, lo dice todo que esta aparezca como algo a “tener en cuenta” con otra media docena de “actualizaciones” o que se prometa “la formación [del profesorado] tanto en digitalización como en lenguas extranjeras”. Las lenguas, en particular el inglés (lingua franca de la ciencia), sin duda vendrá bien a los docentes, pero la competencia, la alfabetización y la fluidez digitales son ya tan necesarias como el agua. No estamos ante la digitalización como otro lenguaje, un conjunto de herramientas disponibles, una capa añadida y complementaria o la marca de un entorno que no podemos ignorar, sino ante la transformación digital, una revolución práctica que atraviesa ya toda la sociedad, atraviesa el aprendizaje extraescolar y atravesará sin remedio algo tan centrado en la información y la comunicación como es la educación, aunque de momento se estrelle contra la estructura heredada, la inercia cultural y los intereses corporativos de una escuela de armazón decimonónico. La profundidad de este cambio solo será equiparable a los que supusieron el habla (que permitió al sapiens educar), la escritura (que requirió escuelas) y la imprenta (que posibilitó e inspiró el sistema escolar actual), aunque con mucho mayor alcance, profundidad y velocidad exponencial.
Todo cambio entraña riesgos y se comprende enseguida la prudencia política ante un servicio que atiende a más de ocho millones de alumnos y sus familias y alimenta a cerca de 800.000 docentes. Pero es un sistema, no un ecosistema; es un inmenso aparato al que un público cautivo (alumnos obligados y familias dependientes) y una plantilla inmune (aunque no indiferente) a su obsolescencia no ofrecen las señales que el mercado a las empresas, las elecciones a los partidos, las audiencias a los medios o el público a los creadores. El verdadero peligro no es pasarse, sino no llegar, y eso es lo que cabe esperar de este conjunto de propuestas: no están a la altura de las necesidades ni de las posibilidades. Aprendizaje, educación y escuela son cosas diferentes, cada vez más, y el enroque de la política en las inercias e intereses de esta última solo puede conducir a que las familias busquen la educación fuera de la escuela y los alumnos encuentren el aprendizaje al margen de la educación, como ya está ocurriendo, porque la escuela no está a la altura y nadie parece capaz de solucionarlo.