viernes, 18 de febrero de 2022

Ser perfecto no es posible ni deseable, por David Lorenbaum

Ser perfecto significa no tener imperfecciones, fallas ni debilidades, y ¿quién diría que no es una meta legítima? Para muchos, perfeccionismo es ventaja; por lo común, se aplica en el lugar de trabajo para describir conductas a las que, supuestamente, uno debe aspirar si desea tener éxito—estándares altos, dedicación, atención a detalles—. Esto es un mito, el perfeccionismo tiene elementos que lo distinguen de lo que sería aspirar a hacer las cosas bien, es perjudicial para la salud y para el rendimiento. Así lo constata el célebre escritor Truman Capote en el prefacio del libro Música para camaleones, en un comentario con el que sale del armario de su propio perfeccionismo: “Luego, un día, empecé a escribir, sin saber que me había encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y esto sólo tiene por finalidad la autoflagelación”. El perfeccionismo afecta a personas de todas las edades y estilos de vida, pero, en particular, va en ascenso entre estudiantes. Un metaanálisis en el que fueron incluidos 41.641 universitarios británicos, canadienses y estadounidenses entre 1989 y 2016 mostró incrementos lineales en el porcentaje de jóvenes que sienten que deben alcanzar la perfección para lograr sus objetivos académicos y profesionales. Dichas observaciones llevaron recientemente al autor principal, Thomas Curran, del Departamento de Ciencias Psicológicas y del Comportamiento de la London School of Economics, a proponer que estamos ante una “epidemia oculta de perfeccionismo”. En otras palabras, nos encontramos bajo una presión infinita por conquistar niveles inalcanzables de logros medidos en función de criterios cada vez más amplios. El perfeccionismo extremo es una forma compulsiva de requerir que las cosas y el yo sean perfectos y exactos. Apuntar a la perfección puede tener un coste personal alto, acarrea múltiples efectos negativos, como trastornos alimentarios, ansiedad o depresión —­especialmente entre los jóvenes, el vínculo entre perfeccionismo y riesgo de suicidio es un dato alarmante—. “Es un estilo de personalidad que tiene elementos cognitivos y motivacionales muy particulares”, apuntan los investigadores canadienses Paul Hewitt y Gordon ­Flett, quienes han trabajado en el campo durante más de 30 años. “Nuestra creencia fundamental es que el perfeccionismo es una diátesis que se activa en un contexto estresante”. Según ellos, un número cada vez mayor de personas está experimentando lo que definen como “perfeccionismo multidimensional”, que incluye el perfeccionismo dirigido hacia uno mismo, hacia los demás y el prescrito socialmente. Mientras que el perfeccionismo orientado hacia uno mismo se enfoca en estándares personales extremos, el dirigido hacia los demás implica exigir que otros cumplan con expectativas desmesuradas, en tanto que el prescrito socialmente conlleva la percepción—verídica o no— de que otras personas, o quizás la sociedad en general, están imponiendo demandas de perfección en uno mismo. Cada forma de perfeccionismo viene con una carga negativa, particularmente intensa para quienes sufren del prescrito socialmente: cuando la persona que lucha por la perfección falla, especialmente en presencia de otros, siente un profundo sentimiento de culpa y vergüenza por lo que percibe como una actuación defectuosa de un yo defectuoso. Hewitt y colaboradores proponen un modelo del perfeccionismo basado en las relaciones de apego que configuran las experiencias formativas de los niños y adolescentes. Ubican sus orígenes en la discrepancia entre las necesidades de apego, de pertenencia y de autoestima y las respuestas a dichas necesidades en el vínculo con los padres o cuidadores; en su sentido más amplio, también consideran la importancia de otras relaciones —hermanos, compañeros, parejas románticas—. El desajuste produce percepciones distorsionadas de los otros significativos que son percibidos como críticos, da lugar a un sentido del yo frágil y fragmentado, y a esquemas de las relaciones y del yo caracterizados por sentimientos de vergüenza. La necesidad de ser perfecto —o parecer perfecto— es una estrategia inconsciente para compensar un sentido de autoestima dañada. ¿Cómo beneficiarse del favor de lo imperfecto? Date permiso para desarrollar expectativas más realistas y flexibles. Mantén tu propia perspectiva y céntrate en lo que te apasiona para poder encarar tus tendencias perfeccionistas. En situaciones críticas es vital solicitar ayuda profesional. Nos estigmatizamos cuando fallamos, por ello es importante aprender que fallar es aceptable. Trata de reconocer que también hay un significado en el fracaso. Parafraseando a Juan Ramón Jiménez y víctima frecuente de las calamidades del perfeccionismo: lo perfecto y lo imperfecto deben existir en equilibrio, cada uno con su perpetua, inevitable, demandante y hermosa realidad. “Perfecto e imperfecto, como la rosa”.

miércoles, 16 de febrero de 2022

Años de sotanas, por Antonio Muñoz Molina

Quien no conoció aquellos tiempos no puede imaginar el poder que los curas ejercían sobre las vidas de casi todo el mundo, mayor cuanto más indefensas estaban las personas sometidas a ellos. Los abusos sexuales eran la consecuencia extrema de un permanente abuso político y social, una atmósfera irrespirable de tiranía eclesiástica. Cuando yo era niño se nos enseñaba que si veíamos a un cura por la calle había que acercarse respetuosamente a él y besarle la mano. Las sotanas de los curas eran tan omnipresentes en los actos oficiales como las camisas azules, los uniformes militares, los correajes y los tricornios de la Guardia Civil. Desde que teníamos seis años debíamos asistir a la catequesis obligatoria, que nos preparaba para la Primera Comunión. A los siete años ya se nos adoctrinaba sobre el pecado, el remordimiento, la culpa, el castigo sin fin de los condenados al infierno. En las paredes de algunas iglesias había cuadros ennegrecidos en los que se veía a los réprobos ardiendo entre las llamas. Un recurso clásico del padre catequista era encender una cerilla o una vela y pedirte que acercaras un dedo a ella: lo apartabas, claro, al instante, y él afablemente se recreaba en comparar ese dolor tan breve, que sin embargo no habías podido soportar, y la duración eterna y literal que tendría si por tus pecados te condenabas para siempre. Un niño de siete u ocho años vive todavía en un presente sin agobios, en un estado de tranquila inocencia. Introducir en una mente como ésa la idea de la eternidad y del infierno es una perversión que ahora nos parece imperdonable, pero que entonces formaba parte de la educación cotidiana, como los castigos físicos y como el sacramento sombrío de la confesión, tan prematuro para la conciencia de un niño que a la mayor parte de nosotros nos costaba trabajo idear pecados convincentes. Sobre todo nos daba miedo acercarnos a la penumbra del confesionario, a la cortina granate o a la celosía detrás de la cual se veía una cara pálida y se escuchaba una voz inquisitiva y oscura, acompañada a veces por un aliento a tabaco. Había que estar de rodillas, la cabeza inclinada, las manos juntas, los codos apoyados en un reborde de madera muy gastada por tantos roces eclesiásticos. Hacia los 12 años la confesión cobraba otro tono, contaminado ya de culpa y vergüenza sexual, de ignorancia y miedo, porque nadie nos había explicado los cambios que estaban sucediendo en nosotros, aunque sí se nos advertía severamente sobre las consecuencias terribles, físicas y morales, de los pecados que ahora nos costaba tanto confesar: ahora la voz en la penumbra hacía preguntas más detalladas, con una curiosidad en la que detectábamos algo torcido y viscoso. Si no confesabas y te atrevías a comulgar en pecado, estabas cometiendo un sacrilegio cuyo castigo era el infierno. Había que decir “he pecado contra la pureza”, o “he pecado contra el sexto mandamiento”. Y entonces venían las preguntas: “¡Cuántas veces?”. “¿Solo o con otros?”. La Iglesia católica fue la vencedora ideológica de la Guerra Civil. Cuando yo era niño y adolescente, en las escuelas, los propagandistas del fascismo eran unos camastrones que se quedaban dormidos mientras los alumnos leíamos en voz alta capítulos incomprensibles del libro de Formación del Espíritu Nacional. La propaganda incesante, ultramontana, agresiva, era la que hacían los curas en los púlpitos y sobre todo en las aulas, que fueron el gran regalo doctrinal y económico que le hizo la dictadura de Franco a la Iglesia, después de haber cortado a sangre y fuego la secularización de la enseñanza que había intentado la República. La otra cara de las ejecuciones, encarcelamientos y depuraciones de maestros y profesores de instituto, completada sin miramiento desde la victoria de Franco, fue la entrega incondicional de la educación a las órdenes religiosas, perpetuando así un oscurantismo que prolongaba el fracaso del Estado liberal desde el siglo XIX. En 1969, a los 13 años, a mí me apasionaban los Beatles y los viajes a la Luna, pero en la clase de Historia Sagrada nos enseñaban todavía que a Lutero lo había castigado Dios haciéndole morir de miedo y de diarrea durante una tormenta, en el retrete, y al ateo Émile Zola permitiendo que se asfixiara con el humo de un brasero mal apagado. Al director de nuestro colegio salesiano, en cambio, cuando cayó por accidente a un pozo muy profundo, María Auxiliadora lo había salvado milagrosamente de matarse, haciendo que no sufriera la menor herida su cabeza al chocar contra la maquinaria que extraía el agua. Podían hacer con nosotros lo que les diera la gana. Eran serviles con los hijos de los ricos y despóticos y mezquinos con los becarios. Nos sometían con el terror religioso y con la violencia física: con el miedo abstracto al infierno y el miedo inmediato a las bofetadas, a los castigos, a los golpes de los nudillos en la nuca. Sentado en el pupitre, la cabeza inclinada sobre un cuaderno, uno sentía acercarse por detrás los pasos y el roce peculiar de la sotana del cura, y eso le provocaba un escalofrío de amenaza a lo largo de la espalda. Había alumnos que se orinaban de miedo en cuanto el profesor con su sotana negra entraba en la clase. El padre director que se había salvado por la intercesión tan oportuna de María Auxiliadora era especialista en bofetadas súbitas que resultaban más dolorosas porque a uno no le daba tiempo a prepararse para recibirlas. Ardía la cara y parecía que una aguja se hubiera clavado en el tímpano. Por aulas, despachos y pasillos se multiplicaba la estampa de san Juan Bosco, fundador de la orden salesiana, casi siempre pasando una mano paternal sobre el hombro del discípulo predilecto, santo Domingo Savio, ejemplo infantil y casi angélico de pureza, que había muerto a los 13 años con una frase en los labios, la consigna que todos debíamos repetir en voz alta, “antes morir mil veces que pecar”. En los anocheceres adelantados de invierno nos moríamos de tristeza en aquellas amplitudes cuartelarias. Formábamos marcialmente al final del día y cantábamos el himno: “Salve, salve, colegio de Úbeda / forjador de aguerridas legiones…”. Salir a la calle y respirar el aire libre era volver a la vida. Por eso daba tanta tristeza ver a los que se quedaban, los internos pálidos con batas cenicientas que nos veían irnos desde los corredores que llevaban al comedor y a los dormitorios, hacia una oscuridad en la que nosotros tuvimos la suerte de no ser atrapados.

domingo, 13 de febrero de 2022

Tedio vital, por Manuel Vicent

No se puede decir que le vayan mal las cosas a mi amigo. Tiene una salud aceptable, una mujer que le quiere, unos hijos que le respetan, unos nietos adorables. Acaba de jubilarse con una pensión que se considera bastante digna y le quedan aún muchos años por delante para disfrutar de la vida. Ahora que dispone de tiempo piensa viajar por España para descubrir hermosos paisajes y ciudades que no conocía. Sueña con volver a los orígenes y acabar los días junto al mar de su infancia en una pequeña casa de paredes blancas y ventanas pintadas de verde. Según me cuenta, le basta con una parra, un sillón de mimbre, un buen libro y un sombrero de paja. Estos sueños se hallan al alcance de la mano, ya que su profesión le ha permitido ahorrar lo suficiente como para no tener en el futuro problemas económicos graves. El percance de salud que sufrió hace un tiempo se ha solucionado felizmente con una operación quirúrgica y los análisis a los que se somete cada año son siempre favorables. Tiene unos amigos, entre los que me encuentro, con los que se reúne para almorzar, para ir al cine o para tomar una copa a media tarde un día a la semana y encima le gusta la música, visita exposiciones de pintura, no ha perdido el gusto por la buena mesa ni el hábito de la lectura. ¿Quién a cierta edad no firmaría por ser un tipo como este? Después de contarme las excelencias de su vida, le pregunto: “¿Y tú qué tal estás?”. Y me contesta: “Muy jodido, la verdad”. Dice que se siente atrapado por una congoja que no puede controlar ni sabe a qué obedece; es como si todos los días fueran siempre tardes de domingo. Vivir bien y sentirse mal le pasa a mucha gente, estar jodido y no saber por qué es lo último que se lleva y puesto que no se puede echar la culpa a nadie, le digo que abra de par en par las ventanas para que entre la primavera que ya está colgada de los árboles.

Usos insurrectos, por Soledad Gallego-Díaz

Es el título de un puñado de canciones norteamericanas que lamentan separaciones sentimentales: The Great Divide; el nombre de varios accidentes topográficos: desde la ruta para bicicletas que cruza Estados Unidos hasta la línea divisoria que va del estrecho de Bering al de Magallanes. Es asimismo uno de los mejores libros del economista Joseph Stiglitz. Y finalmente es también, y sobre todo, la manera de designar en inglés la “gran brecha”, la polarización social que buscan los discípulos de ese influyente manipulador que se llama Karl Rove, asesor de George W. Bush, impulsor de la guerra de Irak y de una línea política que ha arraigado también en Europa y que busca sobre todas las cosas la fractura social. “La radicalización social que parece consustancial a la democracia liberal”, escribió José María Ridao a propósito de Rove, “no es más que el producto de una estrategia de partido para hacerse con el poder y, en su caso, conservarlo”. El empeoramiento del clima político en España no es tampoco consecuencia de un fenómeno atmosférico, sino el resultado de una estrategia política deliberada que ha elegido el Partido Popular para intentar volver al poder y que busca continuamente causas capaces de fracturar la sociedad española, independientemente de los efectos secundarios que pueda provocar. En el fondo, la estrategia de la gran división no exige ninguna inteligencia, basta con no tener escrúpulos y despreciar la política como un instrumento que busca justamente lo contrario. Hannah Arendt decía que la política tiene su punto de partida en la pluralidad y que es un espacio público donde se habla y se actúa. Es decir, prácticamente todo lo que niegan los discípulos de Rove en el Partido Popular, rechazando de plano cualquier posibilidad de acuerdo o negociación, incluso cuando existe un texto producto del dialogo social, o manteniendo bloqueadas durante años instituciones como el Consejo General del Poder Judicial. Cada vez que el PP está en la oposición niega la política, pero quizás nunca lo había hecho provocando tantos efectos secundarios como ahora, quizás porque nunca había tenido enfrente un gobierno con una debilidad parlamentaria tan grande que le impide taponar las rendijas por las que “los fracturadores” cuelan su estrategia. “Dejemos que ellos hablen de identidad”, advertía Rove en uno de sus discursos, “y nosotros hablemos de nacionalismo económico”. Los populares suprimen lo de “económico”, puesto que no pueden oponerse a la permanencia de España en la Unión Europea, y se agarran con ansia a la primera parte de la propuesta. “Me preocupa que se coloquen ustedes fuera del sistema”, dijo la vicepresidenta Yolanda Díaz en respuesta a la portavoz popular, Cuca Gamarra, durante el debate de convalidación del decreto ley de medidas urgentes para la reforma laboral (al que no asistió Pablo Casado). Y en cierta manera en ese estrecho filo se está moviendo el PP desde que Mariano Rajoy perdió la moción de censura y desde que Pedro Sánchez es presidente del Gobierno. No supone otra cosa su estrategia de apropiarse de la Constitución, negando al mismo tiempo su verdadera esencia, que es la pluralidad. Si algo tuvieron claro los constituyentes, y desde luego los representantes en aquel momento de la derecha democrática (UCD), era que el aquel texto tenía que representar el respeto de una pluralidad de doctrinas, ideologías o posiciones. Los efectos secundarios del Gobierno de Bush y de la gran división de Rove no se apreciaron tan pronto como se están apreciando en algunos países europeos y desde luego en España, quizás porque irrumpió en política Barack Obama, capaz de frenar el proceso, pero su sucesor, Donald Trump, tuvo y tiene sus raíces en esa misma estrategia. Sería lamentable que el Partido Popular no comprendiera los riesgos de semejante operación de demolición, para el futuro del propio partido, pero sobre todo para el de las instituciones democráticas, que necesitan un grado determinado de acuerdo y consenso. Sería lamentable que no existan en el PP algunas voces como la de la republicana Liz Cheney, que se niega a violar los usos democráticos y convalidar el asalto al Capitolio. Voces que dentro del PP adviertan de que poco a poco se están sobrepasando incluso los usos incorrectos para caer de lleno en usos insurrectos.

martes, 8 de febrero de 2022

Y la montaña parió un ratón, por Mariano Fernández Enguita

La prometieron Gabilondo en 2010, Wert en 2013, Celaá en 2021 y ahora Alegría: la reforma de la profesión docente no universitaria. El primero no logró consenso político, el segundo provocó el mayor disenso social, la tercera no tuvo tiempo y la cuarta no quiere problemas. Así, tras más de un decenio de sonoros anuncios, nos llegan las 24 propuestas: tremendas señales y, como en la fábula, la montaña parió un ratón. Si antes se anunciaba un nuevo Estatuto del profesorado, ahora se queda en “24 propuestas” de vocación poco clara (qué normas o programas, de qué autoridades o instancias), con una treintena de condicionales (“se podría”, “debería”, “permitiría”...) en otras tantas páginas, de las que la primera mitad es un repaso de la legalidad (en vez de un diagnóstico de la realidad). Son muchas propuestas y habrán de discutirse todas, pero voy a centrarme en tres cuestiones. La primera es que el modelo profesional seguirá basado en el funcionariado por oposición, no solo los que están (algo incontestable), sino para los que vienen. Media Europa tiene un régimen funcionarial y otra media contractual. La funcionarización, consagrada en 1917, sirvió contra la instrumentalización partidista (cesantías), protegió al maestro del caciquismo local e hizo que el cuerpo cubriera el territorio nacional y contribuyese a construir identidad y comunidad. Pero ese partidismo ya no existe, como muestra el trato a laborales e interinos en la enseñanza y otras administraciones; los poderes locales, hoy democráticos y sujetos a derecho, tienen un peso mínimo en la escuela y los docentes tienden más a trabajar donde viven que a vivir donde trabajan; en cuanto a identidades y comunidades, los cuerpos se han fragmentado, los docentes raramente salen de su región y la tensión a resistir es su instrumentalización particularista desde las comunidades autónomas, tan ávidas por arrancar poder al Estado como remisas a transferirlo a las entidades locales y a los centros. Aparte del privilegio laboral, la única virtud indiscutida del funcionariado para la educación y para su público es que eso atrae más aspirantes… pero no asegura que sean los más indicados, pues la combinación de salario inicial alto y empleo de por vida también genera selección adversa. ¿Necesitamos que los docentes de infantil a secundaria sean funcionarios? Un empleo blindado y una carrera burocratizada son obstáculos para la eficiencia y la innovación en un servicio público donde hacen cada día más falta. Sería preferible un mecanismo nacional de acreditación y más competencias en centros para seleccionar los profesores que necesitan; al menos, la condición funcionarial podría esperar a media carrera, demostrada una idoneidad suficiente (así es en la universidad, mucho más exigente, y no se ha caído). La segunda es que se renuncia a una política de recursos humanos o, en jerga más actual, de captación, retención y desarrollo del talento. El modelo de iniciación propuesto es confuso, mezcla las prácticas de la formación inicial (universitaria) y un primer periodo laboral (remunerado) con riesgo de desvirtuar ambos y, lo peor de todo, no es selectivo. En definitiva, la selección seguirá confiada a la oposición, procedimiento que convierte en educadores a adictos a las aulas a quienes cuesta cada vez más comprender a aquellos que no lo son, una mayoría creciente. Se actualizarán, falta hace, los temarios, pero será difícil encontrar el camino entre la Escila de la objetividad (a no confundir con la equidad y que, en los exámenes, se lleva mal con cualquier conocimiento no libresco) y la Caribdis de las necesarias pero ambiguas competencias del siglo XXI (que, como las pedagogías blandas, premiarán a la clase media, a la etnia predominante y quizás a las mujeres). No es casual que el documento se abra con el tópico de que “ningún sistema educativo será mejor que su profesorado”, solemne tontería que popularizó, como una cita apócrifa, uno de tantos informes McKinsey. Cierto que la selección es muy importante: por eso hay que acabar con las oposiciones (y con las icetadas de funcionarizar a los suspendidos) y por eso hay que acercarla a la práctica profesional real. Pero el objetivo de toda organización es ser algo más y mejor que la suma de sus miembros, conciliando así eficacia colectiva y estabilidad individual (a través del desarrollo profesional), y eso es lo que más se echa en falta en el sistema educativo español, poco eficaz contra la inercia y poco acogedor para la innovación, particularmente la escuela pública. La tercera cuestión es la aparente incapacidad de asumir el alcance de la transformación digital y la importancia de impulsarla con políticas decididas, empezando por la de personal. A pesar de la repetida referencia a la competencia digital docente, lo dice todo que esta aparezca como algo a “tener en cuenta” con otra media docena de “actualizaciones” o que se prometa “la formación [del profesorado] tanto en digitalización como en lenguas extranjeras”. Las lenguas, en particular el inglés (lingua franca de la ciencia), sin duda vendrá bien a los docentes, pero la competencia, la alfabetización y la fluidez digitales son ya tan necesarias como el agua. No estamos ante la digitalización como otro lenguaje, un conjunto de herramientas disponibles, una capa añadida y complementaria o la marca de un entorno que no podemos ignorar, sino ante la transformación digital, una revolución práctica que atraviesa ya toda la sociedad, atraviesa el aprendizaje extraescolar y atravesará sin remedio algo tan centrado en la información y la comunicación como es la educación, aunque de momento se estrelle contra la estructura heredada, la inercia cultural y los intereses corporativos de una escuela de armazón decimonónico. La profundidad de este cambio solo será equiparable a los que supusieron el habla (que permitió al sapiens educar), la escritura (que requirió escuelas) y la imprenta (que posibilitó e inspiró el sistema escolar actual), aunque con mucho mayor alcance, profundidad y velocidad exponencial. Todo cambio entraña riesgos y se comprende enseguida la prudencia política ante un servicio que atiende a más de ocho millones de alumnos y sus familias y alimenta a cerca de 800.000 docentes. Pero es un sistema, no un ecosistema; es un inmenso aparato al que un público cautivo (alumnos obligados y familias dependientes) y una plantilla inmune (aunque no indiferente) a su obsolescencia no ofrecen las señales que el mercado a las empresas, las elecciones a los partidos, las audiencias a los medios o el público a los creadores. El verdadero peligro no es pasarse, sino no llegar, y eso es lo que cabe esperar de este conjunto de propuestas: no están a la altura de las necesidades ni de las posibilidades. Aprendizaje, educación y escuela son cosas diferentes, cada vez más, y el enroque de la política en las inercias e intereses de esta última solo puede conducir a que las familias busquen la educación fuera de la escuela y los alumnos encuentren el aprendizaje al margen de la educación, como ya está ocurriendo, porque la escuela no está a la altura y nadie parece capaz de solucionarlo.