Salir de la pandemia requiere transformar las condiciones que la originaron y que hicieron tan devastador su daño. Ahora bien, la evidencia de que es necesario cambiar no siempre implica la posibilidad de hacerlo. La crisis sanitaria y la climática son un buen ejemplo de ello. La pandemia está vinculada a ciertas formas de interacción social y la dificultad de afrontarla se debe en buena medida a nuestra resistencia a cambiarlas, del mismo modo que la crisis climática es consecuencia de hábitos de producción y consumo que de hecho no estamos dispuestos a modificar en la medida en que sería necesario. En la película No mires arriba las autoridades no hicieron lo que tenían que hacer para evitar el desastre; puede que esa narrativa nos esté invitando engañosamente a dirigir nuestra recriminación hacia otros, en vez de preguntarnos por lo que nosotros mismos hemos hecho y debemos hacer.
Que las sociedades tienen que cambiar es una exhortación frecuente pero que no suprime la controversia acerca de en qué dirección y de qué modo. Seguramente no nos falten los diagnósticos correctos, ni la voluntad política o el interés de resolver esos problemas, pero el hecho es que nunca estuvimos tan de acuerdo como cuando se decretaron los confinamientos para contener la pandemia y la verdadera vuelta a la normalidad ha sido recuperar el desacuerdo en el que habitualmente vivimos.
La sociedad es hoy, al mismo tiempo, lo que debe cambiarse y el lugar en el que se generan las mayores resistencias al cambio. Venimos de una civilización que se ha construido en el dualismo de naturaleza y cultura, según el cual nuestra condición natural sería inmodificable mientras que la cultura-sociedad sería el reino de la libertad. Estos grandes imaginarios parecen haberse invertido, como asegura Bruno Latour: la naturaleza se ha convertido en una construcción artificial mientras que la sociedad se estanca fuera del alcance de nuestras capacidades de modificación; la naturaleza sería lo maleable y la sociedad lo rígido. El sistema sanitario ha tenido un relativo éxito en proporcionar inmunidad biológica a una parte de la población a través de las vacunas, pero ahora queda lo más difícil: una inmunidad social, es decir, que el resto de los sistemas (educativo, político, económico) consigan que no sucedan crisis tan graves o que nos encuentren mejor preparados y con mayor capacidad para reparar los daños que producen en la sociedad. Parece más fácil escapar de nuestra condición natural que de nuestro condicionamiento social. Por decirlo de una manera un tanto provocativa: es más fácil cambiar de sexo que los roles de género, decidir sobre el hecho natural de la muerte (mediante una ley de eutanasia) que sobre la realidad social de la vejez (con políticas y servicios adecuados).
En el caso concreto de la crisis del coronavirus, la cuestión acerca de los cambios necesarios requiere de entrada examinar si las medidas que se adoptaron en los momentos álgidos de la crisis realizaron ya las modificaciones sociales de fondo que necesitábamos. Mi respuesta es que la excepcionalidad del confinamiento, útil a los efectos de frenar el contagio, no alteró suficientemente las condiciones sociales de la crisis sino que produjo una ilusión de control. La intensa intervención sobre la sociedad durante el confinamiento extremo ha frenado la extensión del virus (con sus efectos secundarios) y poco más. Como mecanismo de transformación de la sociedad la concentración de poder es absolutamente ineficaz. La sociedad vuelve a sus rutinas con pocos aprendizajes significativos. El virus lo agita todo pero no cambia casi nada; interrumpe muchas cosas pero modifica muy pocas. La sociedad interpreta la crisis como una anomalía tras la cual hay que restablecer la anterior normalidad. Después del confinamiento hay quien mantuvo un cierto tiempo la ilusión de que era fácil mantener a raya a la población, que se impusieran las evidencias y los aprendizajes correspondientes, que los Estados decretaran los cambios oportunos y estos se produjeran con toda la radicalidad necesaria. Habíamos vivido una experiencia singular de control y docilidad que nos pudo llevar a sacar conclusiones equivocadas. El rápido retorno a los viejos usos y costumbres revela hasta qué punto grandes problemas como el cambio climático o el consumo irresponsable apenas pueden resolverse mediante una intervención directa y centralizada en las rutinas sociales.
El uso de categorías bélicas para entender aquella extraña situación, por inadecuado que sea, responde a que la guerra ha sido el único fenómeno capaz de integrar de un modo similar las fuerzas centrípetas de lo sanitario, lo económico, lo jurídico y lo político. Por eso las guerras han sido un poderoso elemento de integración y construcción de los Estados nacionales. Solo en la guerra y en el confinamiento es posible (temporalmente) un control de la sociedad y un alineamiento de sus diferentes lógicas. El confinamiento integró momentáneamente a la sociedad, pero después se volvió enseguida a la lógica de la diferenciación. Unos reclamaban la reapertura de las escuelas, otros la de los comercios o la cultura, otros consideraban que por fin volvían los derechos, y todo ello vivido con una euforia que nos predispuso para la ola de contagios posterior. La crisis del coronavirus pone de manifiesto que cada actor ha sacado consecuencias distintas y de acuerdo con lógicas diferentes e incluso incompatibles.
En medio de la sacudida de la pandemia se dispararon un montón de expectativas de cambio radical. El ejemplo más patético de esta euforia fue la transmutación mágica sin sujeto, programa, ni definición, anunciada por Zizek como un golpe mortal que la naturaleza, no la sociedad, atestaba contra el capitalismo. Esa esperanza de que un golpe del destino haga lo que nosotros deberíamos hacer pone de manifiesto lo poco que confiamos en nuestra propia capacidad de transformación. Compensamos esa incapacidad con la expectativa de que una catástrofe natural produzca automáticamente lo que debería haber sido en todo caso el resultado de una acción social.
Las formas de vida no suelen ser la consecuencia de decisiones racionales sino el resultado de prácticas asentadas. Nuestras acciones (también aquellas que, por ejemplo, favorecen los contagios o dañan el medio ambiente) son reacias al cambio porque se han convertido en hábitos y no han encontrado incentivos suficientes para su modificación. Para conseguir cambios sociales hay que proporcionar los medios adecuados. Que las personas individuales dejen de coger el coche solo es posible si hay medios públicos de transporte que faciliten los desplazamientos deseados; el tipo de conducta que hemos de mantener para frenar los contagios ha de contar con la información adecuada; transitar hacia una mayor digitalización exigirá una mejor capacitación y ayudas concretas para que nadie se quede atrás. Es cierto que las grandes transformaciones demandan sacrificios, pero la sociedad no los hará si no confía en que habrá una ganancia, personal y colectiva, y que los costes se repartirán equitativamente.
Cuando hablamos de las cosas que nos ha enseñado la pandemia solemos aludir a algo que debe hacerse, pero tal vez es más interesante haber constatado hasta qué punto es difícil cambiar la sociedad y cuál debería ser nuestra actitud ante esa dificultad. Puestos a cambiar la sociedad, deberíamos comenzar entendiendo qué limitada es nuestra capacidad de transformarla, qué insuficiente es saber lo que hay que hacer.
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