sábado, 30 de octubre de 2021

Rápido y lento, por Antonio Muñoz Molina

Hasta que lo leí en este periódico, yo no sabía que se puede acelerar la proyección de las películas y las series de Netflix, y que muchos espectadores impacientes lo hacen. La idea me produce rechazo al principio, y despierta la peligrosa propensión al lamento cultural: ya no hay sosiego para nada, la gente quiere ficción rápida igual que quiere comida rápida, etcétera. Luego me paro a pensarlo y no estoy seguro de llegar a ninguna conclusión. ¿No acelero yo también, muchas veces, la velocidad en la lectura de un libro, por la codicia de averiguar el final, o por la impaciencia de acabar cuanto antes? ¿No me salto divagaciones que me aburren? Y también se da el caso de leer muy por encima algo a lo que me siento obligado, a veces por prisa o negligencia y otras porque, si se tiene cierta experiencia, un libro puede probarse, o catarse, como un vino, y adquirir una idea bastante precisa de su valor. No hace falta beberse la botella entera para apreciar la calidad del vino. Pero tampoco se puede disfrutar bebiéndolo a toda prisa. E. M. Forster dice que en el interior de cada novela hay un reloj: también en el interior de una música, o de una película. La novela, la película, contiene sus indicaciones sutiles de tiempo y de ritmo, como una partitura. Pero, igual que en la partitura, esas indicaciones dejan un margen de imprecisión en el que actúa el albedrío y la destreza del intérprete. Cuanto más honda o compleja es una obra de arte, mayor es el grado de participación activa de quien la lee, la escucha o la contempla. Lo que hay sobre la página, la pantalla o el lienzo son manchas y signos, como las notas en el papel pautado: donde está el cuadro, donde suena la música, donde sucede la narración es en la conciencia de quien establece un diálogo silencioso y alerta con la obra. Como el acto de leer nos resulta instintivo, no nos damos cuenta de hasta qué punto las palabras escritas son signos de un código abstracto y exigen de quien las lee no una actitud pasiva de espectador, sino un ejercicio de interpretación tan sofisticado como el del músico que toca una partitura. La maestría literaria consiste no en abrumar al lector con una riqueza de imágenes o detalles o ideas, sino en lograr que esa riqueza donde suceda sea en su imaginación, no en la página. Cuanto mayor era la capacidad de Velázquez para hacer visibles presencias y espacios, más económico era su uso de las pinceladas. Cuando volvemos al cabo de los años a un libro que nos impresionó, lo que descubrimos muchas veces es el contraste entre la riqueza de nuestro recuerdo y lo sucinto de los medios que en realidad usó el autor. Una de las escenas más célebres del arte de la novela, de las que han despertado mayores resonancias visuales y simbólicas, es la aventura de los molinos de viento en el Don Quijote de 1605: en realidad dura menos de media página y es de un extremo laconismo en los detalles, cada uno de ellos, eso sí, escogido y memorable. Hace unos años volví a leer un cuento de John Cheever que creía conocer muy bien, El nadador. El impacto de la relectura fue todavía más poderoso, porque en el intervalo se había inevitablemente enriquecido mi experiencia del paso del tiempo. La gran sorpresa fue descubrir que el cuento era mucho más breve de lo que yo recordaba. Donde se expandía hasta abarcar el tránsito del día hacia la noche, del verano al otoño, de la plenitud al declive de la vida, era en mi imaginación, no en las páginas. Algo de ese tiempo interior dilatado está en la película de finales de los años sesenta, de la que nos queda el recuerdo de la fortaleza herida y la mirada atónita de Burt Lancaster. La palabra es más sintética que las imágenes, y por eso lo que hace el cine al adaptar novelas suele ser abreviarlas, acelerando mucho el reloj interior del que habla Forster. La originalidad de la película sobre El nadador está precisamente en lograr lo contrario sin perder la intensidad poética, prolongando lo breve, creando o recreando en la pantalla el efecto que el relato tiene en la imaginación del lector, una película soñada. Pero el cine es de por sí un espejismo de esa velocidad cabalística de 24 imágenes por segundo que crea en el cerebro la apariencia del movimiento de la vida. Y la manía de aceleración de las vanguardias debió de nacer en gran parte del espectáculo novedoso del cine, los temerarios saltos temporales del montaje. En la poesía, como en la pintura, el tiempo queda en suspenso. La novela, la música, el cine están hechos con el fluir del tiempo. Una prosa es musical no porque sea enfática o sonora, sino porque avanza de una palabra a otra y de una frase a otra como un caudal a veces constante y a veces entrecortado, o demorado, o embravecido. Hay “una prisa lenta”, dice Juan Ramón Jiménez. Hay prisa y velocidad en el deslumbramiento de lo inusitado, igual que en ciertos trances del proceso inventivo, cuando una imagen o una historia parece que han llegado de golpe y cobran forma por sí solas. Es la prisa de escribir muy rápido y no pararse a corregir nada, y la de leer sin sosiego para llegar cuanto antes a la próxima página. Era la prisa con la que improvisaban Charlie Parker y Dizzy Gillespie en sus duelos de virtuosismo de los primeros años del bebop. Pero antes de esa prisa de vértigo jubiloso está la lenta paciencia del aprendizaje y del tanteo, y de la simple espera de que brote una chispa de algo en la imaginación. Y después de la prisa, agotado el trance, viene la otra lentitud de un progreso tan gradual que tiene algo de aridez, y la de dejar un tiempo de reposo a lo que se hizo tan aceleradamente, y luego volver para revisarlo sin ninguna urgencia, para corregir y tachar y hacer claro lo atropellado y lo confuso. La película o la novela que devoramos la primera vez esconden tesoros ocultos que solo encontraremos cuando regresemos a ellas otra vez, otras veces, al día siguiente o al cabo de los años. Hay obras maestras de la rapidez, igual que las hay de la lentitud, pero hay otras que están hechas por igual de las dos.

viernes, 8 de octubre de 2021

Los estudiantes no son pollos de engorde, por Nuccio Ordine

Durante décadas hemos asistido en silencio a la degradación del sistema educativo. Solo una minoría impertinente se ha empeñado en expresar el malestar de quienes viven en centros escolares y en universidades que hace tiempo que perdieron su función esencial: formar ciudadanos cultos, solidarios, dotados de sentido crítico y de conciencia civil. De esta manera, en todos los países europeos, como ocurre ahora en España, se reaviva el debate cuando se habla de nuevas reformas. La cuestión, sin embargo, es más compleja. A estas alturas, los ministros de los distintos Estados tienen un margen de maniobra muy limitado que no permite ningún auténtico cambio. La distribución de fondos para la educación, en efecto, se ha confiado diabólicamente a un infernal mecanismo de recompensas, basado en rígidos sistemas de evaluación. Europa, de manera acrítica, ha importado los instrumentos y parámetros dominantes en Estados Unidos y en el Reino Unido. En pocas palabras, hemos pasado de un exceso a otro: de las holgadas mallas del pasado al estrecho cedazo actual. El término mérito se ha convertido en el salvoconducto para la obtención de fondos, reconocimientos, sellos de excelencia y promociones profesionales para el profesorado. El problema no atañe a la evaluación en sí misma, positiva y correcta si se ejerce con equilibrio y se basa en valores compartidos. Concierne, en cambio, a los criterios que, de manera despótica, se han establecido para identificar a los meritorios. Se trata, por desgracia, de una lógica que ha terminado imponiendo a centros escolares y a universidades inadecuados modelos empresariales. Desde la primaria hasta el doctorado, toda la cadena educativa se ha puesto al servicio del llamado crecimiento económico, de las exigencias del mercado y de la empresa. En definitiva, las teorías neoliberales han impuesto sus principios al mundo de la educación: interacción con la empresa privada, cooperación con los distintos sectores de la economía, competitividad entre escuelas y universidades, prioridad de las “competencias” y “habilidades” que han contribuido a crear una peligrosa visión utilitarista del estudio, la investigación científica y el conocimiento. Basta con releer las proféticas observaciones de Charles Dickens para comprender qué consecuencias pueden derivarse de una educación modelada sobre las reglas del mercado. En Tiempos difíciles (1854), la escuela de Coketown (fruto de una Inglaterra industrial) está gobernada por el banquero Bounderby y el pedagogo Gradgrind, obsesionados por combatir todo lo que se oponga a la concreción de los hechos y a la producción (“La escuela era toda hechos. La escuela de dibujo era hechos. Las relaciones entre el patrón y el trabajador eran hechos y todo eran hechos desde la maternidad hasta el cementerio; todo lo que no se podía expresar en números ni demostrar que era posible comprarlo en el mercado más barato para venderlo en el más caro no existía, no existiría jamás en Coketown hasta el fin de los siglos. Amén”). Enemigo de una enseñanza abierta a la imaginación y a toda forma de curiositas, Gradgrind siempre va “con una regla, una balanza y la tabla de multiplicar en el bolsillo”, listo “para pesar y medir cualquier partícula de la naturaleza humana y para decir exactamente a cuánto asciende”. Para él, la educación y la vida se reducen a “una mera cuestión de números”. A la vez que considera a sus jóvenes alumnos como “pequeños recipientes que debían llenarse de hechos”. Aquí es posible encontrar, en esencia, algunas de las limitaciones de los sistemas de evaluación actuales. ¿Estamos seguros de que los parámetros cuantitativos y la sofocante máquina burocrática diseñada para determinarlos están construyendo una educación mejor? Más allá de las buenas intenciones, me parece evidente que escuelas y universidades se ven obligadas a trabajar exclusivamente para obtener una buena clasificación. Sin “resultados” no se obtiene financiación. En otros términos: quien no acepta los criterios establecidos está destinado a sucumbir. El sistema de medición no se limita a medir. Orienta, sin posibilidad de apelación, el futuro de todo “rendimiento”. De este modo, la evaluación sirve para la reproducción en bucle de un modelo único y, sobre todo, para imponer una lógica que impide imaginar posibles alternativas. ¿Por qué debe medirse la internacionalización de las universidades en función de los cursos en inglés? ¿Por qué entre los criterios figuran los sueldos que los estudiantes ganarán una vez que se gradúen? ¿Por qué la cantidad de los graduados es más importante que su calidad? ¿Tenemos acaso la certeza de que la competencia estimula el crecimiento más que la colaboración? ¿Estamos seguros de que sólo deben fomentarse las asignaturas capaces de garantizar un futuro económico en detrimento de las humanidades? ¿Vale la pena atender a rankings internacionales si tan solo Harvard gasta para sus 20.000 estudiantes casi la mitad de los fondos que reciben las universidades estatales italianas en su conjunto para 1.600.000 alumnos? La bicicleta eléctrica europea (que se esfuerza con escasos recursos por mantener una prestigiosa educación de masas) no puede competir con una carísima motocicleta de carreras construida para una élite adinerada. Ascender en esos rankings significa renunciar a la educación de muchos para concentrar los recursos en unos pocos elegidos. Los profesores no son directivos empresariales: su tiempo debe estar dedicado a los estudiantes y a una investigación libre de las absurdas métricas de las agencias nacionales. Y a los jóvenes, en cambio, habría que explicarles que no se estudia para aprender un oficio y que cultivar las propias pasiones vale más que cualquier “éxito” económico. No es el mísero trozo de papel que es un diploma lo que nos hace ricos. No es Ítaca, como nos recuerda Constantino Cavafis, el objetivo del viaje, sino las experiencias que vayamos teniendo para llegar al destino (“Ítaca te brindó tan hermoso viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino. / Pero no tiene ya nada que darte”). Nuestra verdadera meta, por decirlo con dos versos maravillosos de Antonio Machado, coincide exactamente con nuestro camino: “Caminante no hay camino / se hace camino al andar”. Corresponde a Europa imaginar una nueva senda para replantearse la verdadera misión de los centros escolares y las universidades, y para devolver la dignidad al papel de los profesores y de los propios estudiantes, considerados pollos de engorde. Solo un acuerdo entre países europeos podría poner fin a este chantaje económico, basado en parámetros impuestos por la banca y las finanzas. Aceptar la lógica neoliberal ha sido un gravísimo error: la educación no representa un gasto sino una inversión indispensable. Incluso lo que no tiene precio puede tener un gran valor. Y si el PIB (Robert Kennedy docet) no mide las cosas más importantes de la vida, una educación basada en el mercado terminará ofreciendo a las generaciones futuras una imagen distorsionada del conocimiento y de la humanidad. La educación debería preparar para poner en cuestión los modelos únicos impuestos por la economía y la tecnología. Debería enseñar que el saber gratuito y el estudio del pasado son fundamentales para hacernos mejores y construir un mundo más solidario. Porque, como recordaba Carlo Levi, “el futuro tiene un corazón antiguo”.