domingo, 30 de mayo de 2021

Entrevista Mariana Mazzucato (El País, 16/05/21)

El mundo comienza a salir de una pandemia devastadora, y la economista Mariana Mazzucato (Roma, 52 años) está empeñada en convencer a los gobiernos y organizaciones internacionales de que sean ambiciosos y vayan más allá de un papel reparador de economías maltrechas. Profesora de Economía de la Innovación y Valor Público en el University College de Londres (UCL) y directora fundadora del Instituto para la Innovación y el Objetivo Público, dependiente de esa misma institución académica, Mazzucato es sobre todo una mente provocadora, ágil y brillante que se disputan como asesora gobiernos de medio mundo y que ha puesto en entredicho el sacrosanto papel protagonista de los empresarios en el crecimiento económico y ha reivindicado la necesidad de un Estado fuerte, sí, pero reinventado. Capaz de diseñar objetivos globales e influir en el diseño de los mercados. Como John Fitzgerald Kennedy en 1962, que impuso a su país la misión de enviar un hombre a la Luna y traerlo de vuelta a la Tierra sano y salvo, cree que solo al saber de antemano qué se persigue será posible determinar cómo hacerlo del modo más eficaz y beneficioso para todos. Ahora publica Misión economía. Una guía para cambiar el capitalismo (Taurus, 20 de mayo) y No desaprovechemos esta crisis (Galaxia Gutenberg, 26 de mayo), un recopilatorio de algunas de sus últimas colaboraciones. PREGUNTA. Una economía basada en misiones concretas, para dar la vuelta al capitalismo tal y como lo entendemos. ¿Es así? RESPUESTA. La mayoría de las políticas económicas de los Gobiernos consisten básicamente en aportar dinero: subsidios, préstamos o avales, en forma de apoyo a distintos sectores. No se centran en resolver problemas. Debemos aspirar a una política económica que se enfoque en problemas concretos y se oriente por resultados. Ya sea deshacerse de los residuos plásticos en los océanos o acabar con la ola de crímenes con arma blanca en Londres. P. Objetivo, llegar a la Luna. Asumir riesgos, cometer errores, pero no cambiar el rumbo. R. La idea consiste en que, a la hora de diseñar una política económica, esté orientada por un propósito y un resultado determinados. Por eso debemos plantearla como si fuera una misión. Ir hasta la Luna y regresar era una misión. El desafío al que se enfrentaba Estados Unidos era muy amplio: la Guerra Fría, el desarrollo del Sputnik por parte de la Unión Soviética… Hoy los desafíos están englobados en los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible que Naciones Unidas estableció en su Agenda 2030: pobreza cero, paridad de género… Cada uno de ellos puede convertirse en una misión concreta, y lograr que todo el conjunto de la economía trabaje a la vez para resolver el problema, las empresas y el Gobierno. R. Necesitamos un nuevo modelo de sector público. Y necesitamos también un modelo diferente de colaboración público-privada. Dos tareas igual de complicadas, porque existen serios problemas en ambos terrenos. Las instituciones del sector público no se ven a sí mismas como organismos orientados por una misión concreta. Han sido entrenadas, por los académicos o por los ministerios de Economía, para actuar en el mejor de los casos únicamente cuando existe un fallo en los mercados. Y se trata de que la economía sea una creación conjunta. Eso significa asumir riesgos, invertir, y pensar de un modo proactivo cuáles son los objetivos que se persiguen. La cultura interna de las instituciones públicas debe basarse mucho más en la experimentación. Y en equivocarse una y otra vez. Las firmas de capital de riesgo, o la comunidad empresarial en general, presumen precisamente de eso, de haber fracasado una y otra vez hasta alcanzar el éxito. Cuando los organismos públicos fracasan, acaban inmediatamente en las portadas de los periódicos. P. El fondo de recuperación de la pandemia acordado por la UE parece recoger algunas de sus ideas. ¿Se ha acertado en su diseño? R. Está muy bien que tengamos en la UE un plan de recuperación con condicionalidad en las inversiones. Después de la crisis financiera, la condicionalidad se puso en la austeridad. España recortó su inversión en investigación pública un 40%, para poder reducir el déficit. Algo estúpido, como reconocen hoy incluso el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. No se puede, sin embargo, sustituir la austeridad por una inversión a secas, como proclaman algunos economistas de izquierdas. ¿Cómo vamos a invertir? ¿En qué marco? ¿Nos dedicamos a arrojar dinero público desde un helicóptero? Necesitamos un camino, un plan, una trayectoria para lograr un crecimiento liderado por la inversión. Dado que la recuperación en la UE se ha condicionado a la consecución de esos objetivos tan amplios, se abre una oportunidad. Pero ahora debe aterrizar en cada uno de los Estados miembros y obligarles a replantear el modo en que funciona su Administración pública, su sector público, su capacidad sobre el terreno para enfrentarse de un modo serio a esos desafíos. P. Insiste mucho en la necesidad de implicar a los ciudadanos en este nuevo diseño de la economía. R. Esa es la parte más complicada. Por eso es más fácil implicar a los ciudadanos en los proyectos locales. Y es de donde podemos aprender. Porque la gente se reúne. En las asociaciones vecinales, en el movimiento estudiantil. Del mismo modo que formas parte del diseño del plan, adquieres conocimiento, te implicas, el proyecto en sí mismo acaba invirtiendo en tu propia capacidad. Son solamente los economistas, los líderes empresariales y los políticos los que se limitan a decir a todo el mundo que van a combatir el cambio climático. “Será algo bueno para todos, confíen en nosotros”, dicen. En áreas concretas, como la tecnológica, puede funcionar. Pero cuando lo que se pretende es definir una misión social, como combatir la desigualdad, o incluso el cambio climático, es necesaria la participación. Si no, la gente se desentiende y no cambiará. Se resistirá. P. ¿Y es posible planificar a largo plazo con Gobiernos preocupados por lo que pueda pasar la semana que viene? R. No necesitamos únicamente políticas orientadas hacia una misión concreta. Necesitamos organizaciones orientadas en ese sentido. Que sean públicas, pero no politizadas. Piense en la BBC, por ejemplo. Siempre ha tenido interiorizado un gran concepto de valor público. Tienen una cultura propensa a asumir riesgos. Cuentan incluso con un departamento de investigación y desarrollo. Han desarrollado a lo largo del tiempo una cultura de experimentación que ha atraído a los mejores. Resulta mucho más difícil que un político le indique lo que tiene que hacer, porque es una organización con un valor y un propósito muy definidos. Es mucho más sencillo acabar atrapado en una cultura de nepotismo o corruptelas cuando no tienes una visión clara de cuál es el papel del Estado o del sector público. Es lo que intento combatir, esa aniquilación constante de las capacidades públicas. No porque piense que el Estado es más importante que cualquier otro actor, sino porque creo que es el más débil. P. Pero somos de memoria débil. Ya empieza a discutirse que, tarde o temprano, los países deberán afrontar los descomunales déficits en que han incurrido. R. Si volvemos a caer en ese error, no solo sería una oportunidad perdida sino un crimen. Sabemos que la pandemia ha sido mucho peor de lo que debería haber sido. Si hubiéramos tenido sistemas de salud pública fuertes, si hubiéramos pagado lo que les correspondía a estos que llamamos “trabajadores esenciales”, la situación hubiera sido diferente. La austeridad masacró esa infraestructura social en muchos países. Una educación pública adecuada, una sanidad pública adecuada, un buen sistema de transporte público…, todo eso muere cuando impones la austeridad. P. Elevar impuestos, ¿sí o no? R. Por supuesto que tenemos que abordar la política fiscal. Los Gobiernos necesitan los ingresos de los impuestos para elaborar sus presupuestos y ayudar a financiar sus políticas públicas. Pero no puede ser un debate simplista. Los impuestos deben usarse para incentivar comportamientos concretos. Si tienes un impuesto de sociedades muy bajo, estás incentivando una economía cortoplacista, con operaciones muy en corto. Si no gravas las transacciones financieras, estimulas las ganancias basadas únicamente en intercambiar activos ya existentes. P. ¿Y entienden todo esto los partidos de izquierda? R. La izquierda se ha vuelto muy perezosa. Fíjese en Latinoamérica, por ejemplo, en Venezuela. En Europa tenemos el mismo problema, pero a un nivel diferente. Todo el discurso se centra en la redistribución. No existe una narrativa progresista adecuada que explique bien de dónde surge la riqueza. Yo creo cada vez más en la necesidad de hablar de la predistribución. Cómo somos capaces de crear más valor, de un modo diferente, en vez de esperar a recoger los restos. Todo eso necesita un discurso y una discusión diferentes. Por supuesto que necesitamos una política fiscal progresiva, para redistribuir, pero la agenda progresista necesita centrarse tanto también en la creación de riqueza. Si solo te centras en esto último, no habrá nada que redistribuir. Y además es aburrido, como mensaje. Siempre resultará mucho más atractivo un emprendedor como Elon Musk, o cualquier empresario de Silicon Valley.

La última costa de Francisco Brines, por Ángel L. Prieto de Paula (El País, 22/05/21)

En unos pocos días han hecho mutis por el foro Jesús Hilario Tundidor, Caballero Bonald, Joaquín Benito de Lucas... Ahora lo hace Francisco Brines. Galardonado con el premio Adonáis en 1959, Las brasas, de Brines, vio la luz en 1960, cuando el realismo social comenzaba a dar síntomas de agotamiento. Sus endecasílabos blancos retratan a un personaje —el viejo en quien se contempla el joven autor andando el tiempo— enclaustrado en su jardín cerrado, que efectúa consideraciones terminales sobre una vida sustancialmente cumplida. Su veta sensualista y elegiaca era fácil relacionarla con el Cernuda posterior a Las nubes y con la secuencia discursiva más atemperada de Juan Gil-Albert, cuyo retorno desde el exilio a Valencia en 1947 no solo no supuso su redescubrimiento, sino que remachó los clavos de su ataúd, dada la existencia replegada y casi furtiva que hubo de llevar. Uno de sus escasos lectores fue Francisco Brines, cuya armonía expositiva se impone siempre, aun en los temas más dados al temporalismo y la muerte, sin enfatismos ni aspavientos tremendistas. En aquel libro se apreciaba asimismo la influencia de la Segunda antolojía poética de Juan Ramón Jiménez, y de la poesía sensitiva, fruitiva y simbolista de los de Cántico. Su llegada abrochó el canon poético del medio siglo, con algunos de cuyos autores tiene puntos de contacto: Claudio Rodríguez (pero menos alumbrado e hímnico que él), José Ángel Valente (a quien rebasa en su fraseo musical, pero a quien no alcanza en su radicalidad crítica), Gil de Biedma (heredero también de Cernuda, pero más dado a los esguinces morales y al conversation poem de tradición romántica inglesa). Por lo demás, el sujeto poético de Brines no obedece, como el de Biedma, a una personalidad de numerosas máscaras, pues en él siempre atisbamos al autor, que escapa de la impudicia confesional y del patetismo obvio mediante las superposiciones temporales, las abstracciones alegóricas y un simbolismo bien armado. La escritura de este poeta elegiaco no se echa en brazos de la tristeza reminiscente, tan socorrida y previsible, pues su relato de la fugacidad deriva en un canto pagano a la existencia, al amor, a la belleza y a la poesía. Y tampoco se queda abismada en su ombligo: es también un juicio sobre la historia y el devenir humanos. El santo inocente (1965), que en la primera recopilación de su obra (Ensayo de una despedida, 1974) pasó a titularse Materia narrativa inexacta, adopta el hilo de la narración, con abundantes excursos ensayísticos, para establecer alegóricamente una reflexión sobre el sentido de la vida, en que el afán de la plenitud resulta asfixiado por el dogal de las convenciones, las leyes o las normas sociales. Aunque Brines no es poeta de la cuerda de Vallejo, podría haber suscrito aquel verso del peruano: “En suma, no poseo para expresar mi vida sino mi muerte”. Muy volcado al tema de la muerte, en Palabras a la oscuridad (1966) las truculencias de los poetas expresionistas, amamantados en el “desgarrón afectivo” de Dámaso Alonso o Blas de Otero, dejan paso a un consuelo que encuentra su lugar en el paraíso de Elca, en su Oliva natal. Es cierto que también allí habita la muerte (Et in Arcadia ego), pero se trata de un contrapeso necesario para que la verbalización de la plenitud alcance una asombrosa densidad. En Aún no (1971) Brines adopta una entonación más sentenciosa, casi lapidaria a veces, en la tradición gnómica barroca y, más atrás, de la lírica latina. Frente a la tribulación cristiana, el poeta recoge con serenidad las evidencias de la madurez y de las pérdidas, dispuesto a consumir lo que queda por delante: “Amar el sueño roto de la vida / y, aunque no pudo ser, no maldecir / aquel antiguo engaño de lo eterno”. Insistencias en Luzbel (1977) es el umbral de sus, a mi juicio, dos mejores títulos. El otoño de las rosas (1986), libro del crepúsculo vespertino, es una de las grandes construcciones elegiacas de la segunda mitad del siglo XX. En buena parte de sus poemas la corteza del tópico, que tantas veces congela el sentimiento latente, cobra nueva vida en “algunas hojas verdes”, como las del olmo seco de Antonio Machado. Respecto a La última costa (1995), su última obra publicada, sé —sabemos— que el poeta, más dado al ocio que al negocio, iba pian pianito acopiando poemas para un próximo libro; pero me cuesta trabajo pensar que pudiera avanzarse respecto a lo que había llegado allí, sin caer en la reiteración o en la mera insistencia. Reaparece en los versos el sujeto ficticio de Las brasas, quien finalmente alcanzó el futuro en que aquel joven se había proyectado, y a cuyas espaldas queda la luz de la felicidad. En el escaparate lúgubre del poema que da título al libro, el viaje al Tártaro se nos presenta como una cadena de difuntos que tiene la belleza funeral, finalmente inexplicable, de un cuadro de Böcklin.

Renovarse o morir, por José Álvarez Junco ( El País, 23/04/21)

Los análisis que circulan sobre la abrumadora derrota de la izquierda en Madrid tienden a ser coyunturales, relacionándola con la pandemia, errores de la campaña, mala elección o deslices de los candidatos. Pero hay un argumento repetido que creo más revelador: un reproche a los votantes, a los que se acusa de carecer de la racionalidad esperable en ellos, de traicionar o desconoce sus verdaderos intereses. Lo que no pueden comprender (Monedero dixit) es que el pueblo haya regalado el poder a sus enemigos, a los que viven de él, a los que le oprimen, a sus “señoritos”.¿No será que, en vez de ser tontos o traidores los votantes, los esquemas explicativos de la izquierda son inadecuados? Hablar de “izquierda” es, por supuesto, simplificar (como hablar de “derecha”). Hay varias y diversas, procedentes sobre todo de dos familias: la revolucionaria o comunista y la reformista o socialdemócrata. Pero ellos mismos se meten en un solo saco al llamarse “fuerzas progresistas”. Supongamos que es así, que existe esta unidad, hagamos de ella un tipo ideal y analicemos su esquema mental básico. El vocablo mismo “progresista” dice mucho, porque el primer artículo de su fe es la idea del progreso, la creencia en que las sociedades humanas caminan desde la ignorancia, la opresión y la miseria hacia la cultura, la libertad y el bienestar. Un avance que la izquierda defiende y al que la derecha (reacción) se opone. El progresista, claro, actúa por idealismo, por principios (le atraen la libertad, la justicia, la cultura); el reaccionario, en cambio, por mezquino interés, por mantener su privilegiada situación en la jerarquía social. El segundo pilar de su esquema es la lucha de clases. Que supone hoy un enfrentamiento burguesía-proletariado, o patronos-trabajadores, abocado a un inexorable triunfo de los segundos, que limitarán o eliminarán la propiedad privada (origen último de todos los conflictos sociales). Sobre este planteamiento, lo primero que destaca es su antigüedad (la idea del progreso viene del siglo XVIII; la lucha de clases, del XIX). Y su maniqueísmo. Y su insufrible superioridad moral. La humanidad, sin duda, ha progresado. Hoy se alimenta mejor, vive más años, es más culta y soporta menos opresión política que hace mil años. Pero no todo progreso es avance: recuerden los destrozos ambientales; o experimentos políticos, como comunismo y fascismo, que parecieron modernos frente al “caduco parlamentarismo liberal” y resultaron ser locuras criminales. Que el núcleo de los conflictos de nuestra sociedad sea su división en dos clases, irremediablemente enfrentadas, es otra simpleza. ¿Quién no es “trabajador” hoy? ¿Un autónomo es un patrono? Como lo es plantear como principal dilema actual la estatalización de la economía frente al neo-liberalismo salvaje. Estos son los polos antagónicos de un discurso catastrofista. Aparte de que muchos de los problemas modernos no son económicos, sino identitarios, culturales, ecológicos o relacionados con el derecho al ocio o la salud mental. Este “izquierdista” ideal que dibujamos, obsesionado con la igualdad, relega la libertad a segundo plano. Y la libertad, además de muy atractiva, es la clave de la creatividad, del crecimiento. Pero es que nuestro izquierdista tipo, pese a que dice que la economía es la clave de todo, se despreocupa del crecimiento económico. Si hay una libertad a la que él detesta especialmente es la libertad de mercado. La suprimiría sin vacilar en su economía nacionalizada o fuertemente regulada. Sin embargo, las economías colectivizadas han demostrado ser paralizantes. El mercado libre ha sido, en general, más creativo. Otra cosa que la izquierda podría reconocer algún día. En vez de hacerlo, se muestra tolerante con el comunismo, o los restos de comunismo: en Cuba no habrá libertad, concede, pero hay educación o sanidad para todo el mundo... Lo cual le distancia del ciudadano actual, que ni en su peor pesadilla quiere vivir en Cuba (o Corea del Norte, o Venezuela; por no hablar de la URSS de Stalin o la Europa oriental anterior a 1989). ¿Por qué no abjura la izquierda, de una vez, del comunismo? Como hizo con el marxismo la SPD alemana en Bad Godesberg, o el PSOE, forzado por González, en 1979. Al revés, en el Gobierno español actual sigue habiendo comunistas confesos. ¿Creen que eso les da votos? En resumen, la izquierda debería partir de la fórmula política que mejor ha funcionado en la historia humana: la socialdemocracia europea anterior a 1980. Que se comprometía con la democracia parlamentaria y el mercado libre como motor del crecimiento económico, aunque complementado con un Estado de Bienestar o colchón protector para los más débiles. Sobre ese tándem dirigió economías boyantes y ganó elecciones durante cuarenta años. Le desprestigió su monopolio del poder, el clientelismo, la burocratización, el exceso de impuestos, la mala gestión de los servicios públicos, los frenos que todo ello suponía para el crecimiento económico. Céntrese, pues, en esos problemas. Proponga un mercado regulado pero no dirigido, políticas fiscales redistributivas, derechos sociales, educación de calidad y accesible a todos, administración pública eficaz y controlada por los ciudadanos, defensa de los derechos de minorías culturales o de género (que no consiste sólo en hablar de “ellos y ellas y elles”; lo que añade a su moralina una pedantería muy alejada de ese pueblo al que dice defender)… Céntrese, sobre todo (la izquierda; o la derecha, qué más da; quien quiera gobernar bien), en problemas políticos, porque es lo propio de la pugna política; y porque es la clave de todo lo demás. Un Estado ineficaz no puede resolver nada. El Estado debe funcionar, gestionar bien, la burocracia debe estar preparada e imbuida de sentido de servicio público. ¿A quién se le ocurriría poner la economía en manos de una burocracia corrupta e incompetente? Antepongamos a cualquier otra exigencia la buena gobernanza y el fortalecimiento del Estado de Derecho. Porque sólo un poder controlado y limitado, pero eficaz, permitirá aumentar a la vez la igualdad y la libertad. En el caso español, a todo esto se añade un problema de la máxima gravedad: la organización territorial del poder. Para el que la izquierda nunca ha sabido ofrecer una solución clara. Cargada de mala conciencia ante un españolismo asociado al franquismo, coquetea con los nacionalistas periféricos. El gobierno actual llegó a serlo con el apoyo de ERC y Bildu. Con lo que regaló la bandera nacional a la derecha. Elabore y defienda de una vez el PSOE una propuesta seria de reorganización territorial del Estado, un federalismo completo, con clara delimitación de competencias y adscripción de recursos, con órganos de coordinación (Senado, para empezar) y de arbitraje (Tribunal Constitucional consensuado) y con un compromiso de lealtad que excluya independentismos e intentos de recentralización. Sólo planteándose estos temas podrán los aspirantes a líderes adecuarse a los tiempos y al lugar en el que viven. Y el electorado dejará de verles como anticuados y arrellanados en el poder.