Hay una idea perversa que identifica modernidad con desinterés familiar, alentada por un capitalismo feroz más que por un verdadero cambio moral de la sociedad. Las condiciones a las que el trabajo obliga, más que la conversión de la virtud de la compasión en rémora, ha hecho que desde hace ya tiempo en los países desarrollados los ancianos hayan sido apartados del centro de la vida y desprovistos de la atención de sus familiares. Abandonados en casas en las que se mueren solos (y no es una exageración: la última, una anciana esta semana en León, hallada dos meses después de morir) o en residencias que son auténticos guardamuebles de viejos, esperan a Godot mirando la televisión y aguardando las horas de las comidas, lo único que les pauta el día y les distrae de su aburrimiento. La visita de sus hijos los domingos, si es que se da, lejos de consolarlos de su soledad la acrecienta.
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