Evaluar los cambios malos que el presidente Trump ha llevado a cabo hasta ahora de forma notoria en Estados Unidos y en el mundo es —en cierto sentido— una tarea fácil. En 10 meses escasos, ha vuelto a abocar al país a un cauce que acabará por destruir el medio ambiente planetario; ha buscado y hecho causa común con los xenófobos violentos y los racistas fanáticos (y cretinos); ha tratado —y fracasado, de momento— de privar de la asistencia sanitaria más vital a millones de norteamericanos que la necesitan; ha reducido la amenaza nuclear a un juego de mesa entre unos ricos incompetentes e inútiles; ha mentido compulsivamente sobre prácticamente toda gestión gubernamental ordinaria. Y al hacer todo esto ha desdibujado la frontera existente entre lo que ha sucedido y lo que no —ese cálculo precioso en virtud del cual la ciudadanía mantiene su equilibrio—.
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