jueves, 19 de diciembre de 2024

La democracia y la verdad, por Daniel Innerarity (El País, 19/12/24)

Con la mejor intención de hacer frente a la actual proliferación de bulos, desinformación y las mentiras en política, algunos, como mi colega el filósofo Diego S. Garrocho el pasado 16 de diciembre en EL PAÍS, echan mano del aliado más disponible pero menos necesario e incluso inconveniente: la verdad. No hace falta que insista en mi desprecio hacia la mentira antes de sostener que introducir a la categoría de la verdad en nuestras disputas políticas no es muy razonable y no mejora nuestras democracias, todo lo contrario. Y no solo porque caracterizar a nuestro tiempo como una era de la posverdad suena como si acabáramos de salir de otra en la que hubiera triunfado siempre la verdad. Más que la indiferencia frente a la verdad, lo que más daña a nuestras democracias es pretender tenerla siempre de nuestra parte. Puestos a buscar culpables reputados de la degradación de nuestras trifulcas políticas, recurrir al pensamiento débil y la posmodernidad es como pretender que lo cutre tiene que tener siempre un autor intelectual. No es la primera vez que oigo que la posmodernidad sería la explicación de que la mentira esté tan extendida en la política actual. De entrada, la reivindicación que Gianni Vattimo hizo del valor de la interpretación no tiene nada que ver con el relativismo banal y, además, detrás de un mentiroso no hay un relativista sino alguien sin el menor interés en tener una relación con la verdad, buena o mala. No creo que los actuales maquinadores de bulos hayan leído a Vattimo y, si lo pudieran comprender, se avergonzarían de lo que hacen. Es una estrategia política que no necesita el prestigio de ninguna teoría. Quien haya conocido a Vattimo ha podido ver, por el contrario, hasta qué punto su respeto por las opiniones de los demás se basaba en el cuestionamiento reflexivo acerca de las propias. Es una paradoja que la defensa de la verdad se haga partiendo de una caricatura de sus supuestos adversarios. Las cautelas hacia el empleo ligero de la categoría de la verdad cuando nos movemos en el terreno de la política es una propiedad del pensamiento liberal en sus distintas versiones, que reconduce nuestras pretensiones de representar la objetividad a un intercambio o combate de opiniones. La democracia no tiene por objetivo alcanzar la verdad, sino conversar y decidir sobre la base de que nadie —mayoría triunfante, élite privilegiada o pueblo incontaminado— tiene un acceso privilegiado a la objetividad. En este sentido se puede entender por qué John Rawls decía que cierta concepción de la verdad (the whole truth) era incompatible con la ciudadanía democrática y por qué Hannah Arendt hablaba de una tensión o no coincidencia entre la verdad y la política. Al afirmar que “la verdad tiene un carácter despótico” no pretendía defender ninguna clase de relativismo, sino proteger el carácter contingente y libre de la política, cuyas decisiones deben ser informadas y respetuosas con la realidad, pero que no se deducen de esa realidad. Una democracia es un sistema de organización de la sociedad que no está especialmente interesado en que resplandezca la verdad, sino en beneficiarse de la libertad de opinar. La democracia es un conflicto de interpretaciones y no una lucha para que se imponga una “descripción correcta” de la realidad. Existen cosas objetivas, por supuesto, pero la mayor parte de lo que entendemos por política tiene muy poco que ver con ellas. No se puede hacer política sin una correcta identificación de los hechos sobre los que debe basarse o actuar, pero aún menos si se piensa que esa constatación de los hechos es una actividad que no implica ninguna interpretación de la realidad. Todos sabemos que los datos —tan importantes, por supuesto— no prescriben una única conclusión y que el célebre “gobernar mediante los números” justifica decisiones diversas, alguna de ellas muy ideológicas. Quien se crea en disposición de monopolizar la objetividad producirá grandes distorsiones en la vida política. Una de las principales razones para utilizar con sumo cuidado la expresión “verdad” en política tiene que ver con la experiencia histórica de en cuántas ocasiones creerse en posesión de ella ha servido para olvidarse de otras dimensiones de la convivencia más necesarias. Que las tiranías ideológicas o tecnocráticas hayan abusado de la verdad no dice, en principio, nada en contra de la verdad, por supuesto, pero parece recomendable que el debate político se sitúe siempre que sea posible en otros términos. Las valiosas aportaciones de quienes se dedican al fact checking no deberían llevarnos a olvidar que la conversación colectiva se refiere solo en una pequeña parte a objetividades y en una mayor medida al modo cómo los humanos interpretamos la realidad en una sociedad pluralista. Por supuesto que hay mentiras flagrantes y mentirosos compulsivos, que merecen ser combatidos con todos los instrumentos periodísticos y jurídicos a nuestro alcance. Pero nuestra relación con la verdad —especialmente en la vida política— es menos simple de lo que quisieran quienes la conciben como un conjunto de hechos incontrovertibles. No vivimos en un mundo de evidencias, sino en medio del desconocimiento, el saber provisional, las decisiones arriesgadas y las apuestas. Además, como la vida misma, también la política posee una dimensión emocional y nuestras emociones —aunque las haya más o menos razonables, mejor o peor informadas— tienen una relación muy indirecta con la objetividad. Una cierta debilidad de la democracia ante los manipuladores es el precio que hemos de pagar para proteger esa libertad que consiste en que nadie pueda agredirnos con una objetividad incontestable, que cualquier debate se pueda reabrir y que nuestras instituciones no se anquilosen. Por supuesto que hay límites para la libertad de expresión, que no todo son opiniones inocentes y que hay mentiras que matan. Una sociedad democrática se caracteriza por permitir la libertad de expresión y limitar al máximo la intervención represiva en el espacio de la opinión. Un largo aprendizaje histórico nos ha llevado a la conclusión de que las mentiras no son tan peligrosas para la democracia como cierta persecución de las mentiras. Hemos de protegernos de los instrumentos a través de los cuales pretendemos protegernos frente a la mentira. En una sociedad avanzada el amor a la verdad es menor que el temor a los administradores de la verdad. Los defensores de la verdad en política dan a entender, por un lado, que la verdad es lo normal y no más bien la excepción; parecen desconocer que nuestro mundo es, en realidad, un conjunto de opiniones generalmente con poco fundamento, donde discurren con libertad muchas extravagancias, se aventuran hipótesis con poco fundamento, se simula y aparenta. La apelación a la verdad tiene también el efecto contrario de dar a entender que nos encontramos siempre ante situaciones límite, frente a una tropa de contestadores de la verdad, lo que daría a sus defensores unos poderes extraordinarios. Esta dramatización puede ser muy perturbadora para la convivencia democrática porque puede hacer que resulte sospechosa la diversidad de interpretaciones de la realidad e incluso justificar el empleo de cualquier medio frente a enemigos tan mentirosos (incluido el recurso a la falsedad para defender la verdad). Siendo el de los mentirosos un grave problema para las democracias, también lo es esa degradación de la conversación democrática debida a que hay demasiada gente demasiado convencida, incapaces de reconocer alguna incertidumbre, que manejan las evidencias con excesiva ligereza, donde los golpes de efecto han sustituido a los argumentos, una confrontación política llena de hipérboles y sin ninguna moderación (justificada por estar defendiendo la verdad). La democracia es un régimen de opinión que desconfía de los detentadores de la verdad, pero no renuncia a que haya mejores y peores argumentos. Dejemos a la verdad en paz y no nos pongamos aprovechadamente de su parte; ella no lo necesita y a nosotros no nos conviene. Esto no es una rendición ante la dificultad de alcanzar la verdad y el cinismo de los manipuladores, sino que implica un mayor nivel de exigencia hacia quienes nos representan: no digan solo cosas verdaderas, sino también oportunas, respetuosas, ilusionantes, bien argumentadas, que apelen a nuestra razón y a las emociones tranquilas que otro liberal, David Hume, consideraba tan necesarias para la convivencia social.

lunes, 9 de diciembre de 2024

Tener menos de todo, por Antonio Muñoz Molina (El País: 7/12/24)

En cada acto de militancia cotidiana hay una sospecha latente de futilidad. ¿De qué sirve esforzarse en gestos individuales que van a tener un efecto nimio o nulo en el discurrir de las cosas, arrollados por fuerzas incontrolables, por designios políticos y económicos que lo avasallan todo? Uno lee y escucha la crecida de la grosería ambiente y se esmera en expresarse con precisión y mesura y en guardar las formas. Quien ha vivido en sociedades de costumbres ásperas y separaciones de hielo entre las personas sabe agradecer la cortesía verdadera de un vecino que saluda mirando a los ojos o de un empleado público o un vendedor que se dirige a uno con amabilidad. Uno se esfuerza en comportarse con decencia en las ocasiones diarias de la vida, y cuando tuvo que educar a sus hijos supo el trabajo que costaba convertir en hábito cosas tan simples como no tirar cosas por la calle, no dar un golpe al cerrar las puertas, no gastar cantidades irresponsables de agua en la ducha. Inculcar altos valores abstractos sin duda es meritorio, pero yo creo que la única manera honrada y tal vez efectiva de predicar es con el ejemplo, y educar en una conciencia aguda de los propios actos, del beneficio o el daño que pueden causar. Como muchas personas de mi generación, me crie con grandes ideales de emancipación universal que con mucha frecuencia no tenían reflejo alguno en la vida práctica, en la simple realidad de las cosas. Admiraba regímenes que en nombre de la justicia aplastaban a la inmensa mayoría de sus súbditos, y en nombre de la igualdad reservaban todo el bienestar a la minoría dirigente, y en nombre de la soberanía colectiva de la clase trabajadora practicaban el mayor culto a la personalidad de un déspota que había existido nunca antes en la historia. La misma discordancia se reproducía en el ámbito de las militancias que entonces se llamaban “de base” y en el de las vidas privadas. En organizaciones presuntamente igualitarias, las mujeres quedaban por debajo de los varones, y en las facultades por las que yo me movía lidercillos de tres al cuarto, poseedores de una retórica palabrera y sofista, actuaban como donjaunes cinegéticos con maneras de sultanes de harén, y envolvían en fulminantes argumentos teóricos impulsos tan antiguos como la soberbia, la vanidad, la pura ambición de poder. A la propensión doctrinaria de origen marxista se sumaban las coartadas que el mayodelsesentayochismo facilitaban a los grandes caraduras. ¿Qué mujer —y en ocasiones varón— iba a ser tan estrecha y reaccionaria que les negara a ellos la satisfacción de sus deseos soberanos? ¿No quedábamos en que estaba prohibido prohibir? He asistido a manifestaciones contra el cambio climático o por alguna causa igual de noble que dejaban atrás un gran río de basura que iba siendo recogida por las brigadas de limpieza que avanzaban con sus mangueras y sus máquinas detrás de los manifestantes. Paso a media mañana por colegios privados en los que al parecer se imparte una educación exquisita y veo el muladar de bolsas, latas, colillas y restos de comida que los alumnos de élite han dejado después del recreo. Me examino a mí mismo y pienso con remordimiento en las veces que me sentí autorizado por mi condición de escritor para eludir responsabilidades familiares de las que no habría podido escapar si no fuera hombre. Así que con los años se ha fortalecido en mí un recelo instintivo hacia las grandes palabras y construcciones teóricas, y una voluntad de fijarme no tanto en lo que las personas dicen, sino en lo que hacen. Y procuro aplicarme a mí mismo esta regla que se podría llamar de militancia práctica, y que, a diferencia de la teórica, se ejerce a cada momento de la vida, y no en la lejanía de los ideales, sino en la proximidad de lo diario. Hay que ponerse en guardia contra lo que Charles Dickens, en Casa desolada, llama “filantropía telescópica”, refiriéndose a una dama victoriana que vive en un sufrimiento permanente y virtuoso por los nativos en las colonias de África, y a la vez trata a patadas a los sirvientes de su casa. Voy por la ciudad en transporte público o en bici o voy andando, separo con cuidado la basura, procuro, procuramos, aprovechar al máximo los alimentos y no desperdiciar nada. Uso abrigos que heredé de mi padre y mi suegro. Compro en la librería, en la panadería, en la pescadería, en la frutería que tengo cerca, y donde me conocen y me fían si me he dejado la cartera en casa. Y al mismo tiempo tengo un sentimiento de futilidad. Voy a los contenedores de reciclaje y ya son vertederos que se desbordan de cartones de embalaje y objetos abandonados. Echo las botellas en el contenedor de vidrio y me doy cuenta del engaño o la estafa en la que todos estamos participando: el reciclaje de vidrio, como casi cualquier otro, requiere mucha energía a cambio de resultados casi siempre escasos. Mucho más eficiente, y más racional, sería devolver las botellas, como se hacía antes, quizás en esas máquinas que hay en muchos supermercados de Europa. Y mucho mejor aún sería no estar produciendo a cada momento tantos millones de toneladas de basura, la de esos embalajes que ya no caben en los contenedores y la de los objetos que venían dentro de ellos, todos también tirados al cabo de muy poco tiempo, de modo que hay que comprar otros nuevos cuanto antes, en una escalada que en esta época del año se vuelve abrumadora y vertiginosa, con esa forma de espiral que las leyes de la física imponen a las grandes catástrofes, desde los huracanes del Caribe y ahora también del Mediterráneo a las extensiones oceánicas de desechos de plástico que giran en las corrientes del noreste del Pacífico. Todos sabemos o intuimos que este sistema de aceleración y multiplicación de todo no puede sostenerse mucho más tiempo. Las leyes físicas, a diferencia de las leyes humanas, y no sé si en especial las españolas, no se las salta nadie. En un mundo de recursos naturales limitados, y además irremplazables, no es posible el crecimiento ilimitado al que aspiran los economistas y los dirigentes políticos. En un libro recién publicado, El futuro de Europa, Antonio Turiel, doctor en Física Teórica e investigador científico, desmiente con rigor y vehemencia la conveniente fantasía de que una transición rápida y completa a energías limpias permitirá atajar el cambio climático y mantener el sistema productivo y social que ahora alimentan los combustibles fósiles. No tengo formación para evaluar cada uno de sus argumentos, pero me parece que sus premisas y sus conclusiones son en gran medida irrefutables: más que cambiar unas fuentes de energía por otras, queriendo mantenerlo todo igual, lo que es urgente es cambiar la vida y establecer un orden de prioridades. “Necesitamos garantizar unas condiciones de vida digna para todo el mundo”, escribe Turiel, “trabajo, alimentos, agua, ropa, vivienda, educación, sanidad”. Y necesitamos hacerlo en un mundo cada vez más sumergido en el gran trastorno del cambio climático, de la degradación de los suelos fértiles y el agotamiento de los mares, de la contaminación de esos residuos químicos que envenenan no solo el agua y el aire, sino también el flujo de nuestra sangre y las células más escondidas de nuestros cuerpos. Para que todos tengan lo necesario hará falta que los privilegiados tengan, tengamos, un poco o bastante menos de todo. La militancia práctica de cada uno solo se vuelve de verdad efectiva si se integra en un vasto activismo comunal que se convierta en voluntad política. El precio de no hacer nada no es una deuda postergada a un vago futuro: la están pagando ahora nuestros conciudadanos de Valencia.

miércoles, 4 de diciembre de 2024

Escribir y leer para huir del amo; por Gabriela Cabezón Cámara (El País: 4/12/24)

“Escarbo/ escarbo/ escarbo// el hueso de dios/ todavía puede estar/ en el corazón caliente/ de la tierra”: habla un perro y esto es un pequeño fragmento de un libro —La bestia ser, de la poeta argentina Susana Villalba— y de algo así, de algún hueso de dios, del corazón caliente de la Tierra, de literatura, de ficción, de la vida misma y de cómo todo esto está tramado quiero escribir hoy. Por ejemplo, de cómo la ficción nos rige. De cómo una ficción, la idea de futuro, ha sido privatizada en los hechos: el futuro, hoy, se concibe como la colonización de Marte —Elon Musk dice que la conquista marciana salvará a la humanidad—, la inmortalidad —Aubrey de Grey sostiene que para 2050 los que puedan pagar los tratamientos vivirán mil años y, ojo, estamos hablando de empresas que cotizan en la bolsa, como Unity Biotechnology, con accionistas como Jeff Bezos y Peter Thiel—. No hace ni falta aclararlo: los demás, los que no somos parte del 1% de hombres blancos dueños del mundo, no vamos a tener cohetes a disposición. Fármacos contra el envejecimiento tampoco. Los demás, decía, no podemos concebir más futuro que el colapso al que nos arrojan. En este punto, les recomiendo Ciencia ficción capitalista (Anagrama), el libro de Michel Nievas de donde saco esta información. De ficciones habla Michel, de hechos, de cómo la ficción y los hechos se tejen y hacen mundo. De eso que es tan parte del corazón caliente de la Tierra como nosotros, los que le sobramos al futuro de la humanidad según lo imaginan —y construyen— estos megamillonarios que se están dando cuenta —Musk es tal vez el ejemplo menos discreto— de que no necesitan ni democracias ni bienestar general para acumular riquezas. Que, de hecho, una concentración tan bestial de la riqueza es opuesta a cualquier idea de democracia. Y florecen, ay, acá, y allá también, y por muchas partes del globo, neofascismos. Muchos llegan al gobierno. Con sus propias ficciones: una meritocracia que, si no fuera trágica nos haría reír a carcajadas, tiene como próceres a hijos de ricos. La idea de que la crueldad es la causa de progreso: el que no se pueda pagar los tratamientos y los fármacos que necesita para vivir, que se muera; el que no se pueda pagarse un techo, que viva tirado en la calle y perseguido por la policía; el que no pueda mudarse, que sea achicharrado por los pesticidas que le tiran en la cabeza. Y cada vez son menos los que pueden pagarse nada. Según el informe de Oxfam de septiembre de este año, “el 1% de los más ricos del mundo posee más riqueza que el 95% de la población mundial en conjunto”. Acá, en la Argentina, nuestro neofascismo habla de “motosierra” para hablar del ajuste de un Estado que tenía mucho por corregir pero tenía, también, la idea de que debía servir a los ciudadanos en lo elemental: salud pública, educación pública, alguna ayuda para garantizar el acceso a la vivienda. Se acabó. Decreto tras decreto. Con la venia, o la impotencia, de una clase política agotada, rotos los lazos con sus supuestos representados. En este marco, avanza, también, una restauración del patriarcado más rancio. Lo anuncian y empiezan a intentar ejecutarlo. Hay resistencia. Basta de educación sexual para niñas, niños y adolescentes. Basta de soberanía sobre el propio cuerpo y la propia voluntad de ser, o no ser, madres. Mujeres, a la cocina, a la obediencia, a la reproducción. En este marco avanzan los intentos de censura a las escritoras. ¿Tiene sentido explicar que la literatura, como todas las artes, es el reino de la libertad? Ahí donde el imaginario colectivo se sirve de una autora, de un autor, de une autore —toda la diversidad genérica posible es relevante en este caso— para cristalizar algunas de las formas que está soñando para sí misma la humanidad. Esa práctica, la de las artes, tal vez sea lo único que nos queda, a los que fuimos formados por la cultura tanática de Occidente, de la forma de soñar de los pueblos originarios: ese espacio-tiempo en el que el soñador puede ser no humano, comunicarse con los ancestros, con los otros seres de la Tierra y concebir lo antes inconcebible. Concebir, por ejemplo, otros futuros posibles para la vida de la Tierra, es decir, para nosotros, la humanidad, también. Otras formas de vida para el 99%. Para decirlo en términos más accesibles a Occidente, voy a citar a Deleuze: “Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir, un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo vivido. La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se deviene–mujer, se deviene–animal o vegetal, se deviene–molécula hasta devenir–imperceptible”. Escribir, y leer, es salirse del centro, del poder: huir del amo. Devenir-perro y buscar el hueso de dios que todavía pueda estar en el corazón caliente de la tierra.

lunes, 2 de diciembre de 2024

Cambiar de actitud, no de ideas; por Pau Luque Sánchez (El País:1/12/24)

Recuerdo que una vez el historiador de las ideas Paco Fernández Buey me contó cómo, al calor cuasihegemónico del PSUC como fuerza antifranquista, algunas gentes pudientes de Barcelona tenían como proyecto ir a trabajar a las fábricas para así “proletarizarse”. Paco me lo contaba con esa media sonrisa propia de los sabios y los viejos marxistas (si es que tal cosa no es redundante). Años más tarde, aquel intento de proletarización, se revelaría, sencillamente, como una excentricidad más de niños ricos, narcisistas y moralmente hipocondríacos. Nada de lo anterior quita que hubiera, al menos en algunos casos, un genuino compromiso político con los intereses de los trabajadores por parte de personas de los barrios más adinerados de Barcelona. Esto era algo noble y nada estridente. Lo que no podía haber era una “proletarización”. Y es que no importa quién uno sea para apoyar políticamente una causa. Sin embargo, quién uno es sí importa si lo que pretende es encarnarla. Me acordé de esta historia de proletarización de gente bien al leer un montón de columnas y artículos que discuten si y por qué la izquierda parece haber perdido el apoyo de una parte significativa de las clases trabajadoras de las sociedades occidentales. Y lleva semanas revoloteándome la cabeza la siguiente hipótesis. Si en los años sesenta y setenta las élites progresistas pretendían “proletarizarse”, lo ocurrido en los últimos 15 años puede tildarse de desproletarización progresiva de esas mismas élites. Esto último tiene algo de exageración, pero ya hace tiempo que sospecho que es en la exageración donde descansa la verdad. Así las cosas, ha habido un desprecio más o menos disimulado por aquellas actitudes, perplejidades y dudas que carecían de pedigrí cultural, académico y, más en general, intelectual. No estoy señalando un problema de desproletarización de las ideas. Las élites progresistas no han defendido ideas elitistas. Puede que se hayan equivocado en las políticas económicas (yo así lo creo, por ejemplo, al aceptar las políticas de austeridad impuestas por Alemania tras el crash de 2008). Pero ni estas, ni tampoco las ideas que ha intentado poner en práctica acerca de las cuestiones de raza, género o inmigración son ideas cuya motivación resida en atacar los intereses de las clases trabajadoras, más bien al contrario. Pero lo cierto es que han generado diversos grados de rechazo. Esto se debe, creo, a que tales ideas —singularmente las que se refieren a la raza, el género o la inmigración— fueron en realidad defendidas como moralinas y no como nobles ideas políticas. Y cuando digo que fueron defendidas como moralinas me refiero, sobre todo, a esa peculiar actitud superficial y altanera —el “yo no soy como ellos”— que cristaliza en la veneración más absurda y absoluta por la coherencia. Nada ha hecho más daño a la izquierda política que pensar que la coherencia moral es un valor exclusivo de la izquierda. En 2019, Barack Obama —nada menos que Obama— dio una charla a un grupo de jóvenes en la que dijo que veía en los campus de las universidades, o sea entre el mandarinato cultural e intelectual, una disposición hacia la pureza, así como una aversión a verse comprometido (en el sentido negativo de verse moralmente manchado), de las que había que deshacerse tan rápido como se pudiera. Sospecho que ese tipo de discurso cayó en saco roto porque el air du temps es el que es. Ya cambiará. Pero me parece que, a su manera, Obama venía a decir que toda la altivez y arrogancia morales que encierra el “yo no soy como ellos” no es una desproletarización de las ideas, sino de las actitudes. Y es que las personas en situación de radical desventaja social no acostumbran a poder permitirse ser coherentes: tirar hacia adelante con lo que se pueda no suele ir de la mano con la coherencia. En el sentido más superficial que la nefasta comunicación política saca constantemente a relucir, la coherencia moral es una fantasía que sólo acarician —aunque terminen fracasando— quienes tienen la vida resuelta. También esto es desproletarización de las actitudes. Tenía razón Máriam Martínez-Bascuñán cuando recientemente advirtió de que la izquierda no puede adoptar la verborrea populista. Pero esto no debería impedir darse cuenta de que existe una élite —aunque nos incomode la expresión, ellos mismos, con su altanería, han decidido colocarse en lo más alto de esa pirámide simbólica— que consagra una inalcanzable coherencia moral como eje vertebrador de su discurso político. No hace falta copiar el discurso populista para transmitir otra imagen de la política. A mí me persuade la que sugirió el filósofo Bernard Williams: la política no es moral aplicada; es un juego de equilibrios en que la incoherencia moral será probablemente inevitable. Así que no hace falta cambiar de ideas. Hace falta cambiar de actitud.