Antonio Scurati (Nápoles, 1969) nos recibe en su estudio de Milán, donde escribe su quinto y último volumen de la novela M., sobre la vida de Mussolini, una empresa literaria que ha llegado a 40 países. Ya se ha convertido en una serie, estrenada en el último festival de Venecia. Se le ve cansado, tanto por las horas de trabajo, como por la inmersión en unos días “oscuros y sangrientos”, los últimos del dictador. Convertirse en una figura pública le ha afectado, pero se lo toma como una misión. Hace seis años percibió que había que volver a contar el fascismo, renovar una memoria que se daba por supuesta, en un momento de auge de la ultraderecha. La llegada, en 2022, del primer Gobierno italiano de extrema derecha le ha convertido en una voz crítica de referencia en el país. Y está pagando las consecuencias, como otros intelectuales. El pasado abril, un monólogo suyo en la RAI, donde acusaba al Ejecutivo de Meloni de no haber renegado de su pasado neofascista, fue cancelado.
En España publica ahora el cuarto tomo, M. la hora del destino (Alfaguara), donde narra los años de la Segunda Guerra Mundial, y un ensayo, Fascismo y populismo (Debate), escrito en 2022, justo después de la victoria de Meloni, donde ya señalaba los paralelismos del movimiento del Duce con el populismo actual, y los peligros que advertía. Algunos de ellos, dice, ya son una realidad. Cansado y todo, conversa apasionadamente.
Pregunta. ¿Cómo se explica el impacto de sus libros? Quizá la gente se ha dado cuenta de que realmente no sabía nada del fascismo, pese a hablar tanto de él.
Respuesta. Sí, esto es decisivo, vivimos en una época en la que nuestra experiencia histórica del tiempo ha terminado. No sentimos una conexión con las generaciones que nos han precedido, ni con las que nos seguirán. Y esto hace que vivamos en una especie de olvido idiota, un eterno presente que no recuerda y no espera. Los lectores han encontrado en estos libros una respuesta. Llegan cuando una nueva clase política, nueva pero vieja, con raíces en el neofascismo, quiere reescribir esa historia. Y esta obra se interpone en su camino, por eso me odian.
P. Usted hace autocrítica: dice que nuestra generación ha vivido de forma hedonista, sin preocuparse de la política.
R. Sí, en los años ochenta recuerdo la España de la Movida, esa explosión de vitalidad, y coincidía con lo que pasaba en Italia. A partir de entonces el vínculo con la memoria histórica se rompió en toda Europa. Se produjo una desmovilización ideológica, un desapego de la política. Aún teníamos detrás los sangrientos setenta, y fue como barrer el polvo bajo la alfombra. Los ochenta en Italia duraron 30 años. Esa época de aturdimiento propone muchas de las graves cuestiones políticas no de los setenta, sino de los años veinte. Hay simetrías y diferencias. La mayor diferencia es la violencia física, característica esencial del fascismo; hoy solo es marginal.
P. La otra cara de la moneda para usted es la seducción. ¿Cómo se articula hoy?
R. La seducción populista pone el cuerpo del líder en el centro, algo en lo que Mussolini fue el primero, una de sus muchas intuiciones sobre la política en la era de las masas, la personalización tan fuerte de la política. Pensemos en Trump. Es la identificación total entre el líder y el pueblo: soy el pueblo. Esto trae consigo la simplificación brutal de la complejidad del mundo contemporáneo. Luego, el desprecio de las instituciones. Y la reducción de todo a un único problema, a un enemigo, un extranjero.
P. ¿Berlusconi no era ya esto? Le pregunto también por el balance de estos dos años de Gobierno de Meloni: se dice que es la derecha de toda la vida, que no es para tanto.
R. No lo comparto en absoluto. Berlusconi fue sin duda el primer líder populista de la nueva era. No es casualidad que fuera el primero en llevar al Gobierno a los herederos del Movimiento Social Italiano [MSI, partido heredero del fascismo, donde militó Meloni]. Preparó el terreno cultural para ello, pero se mantuvo en la órbita liberal. Lo que ha cambiado es la manifiesta tendencia antiliberal. No ha pasado nada si lo que se esperaba era, digamos, un golpe de Estado. Pero se ha ido desarrollando ese proyecto de giro hacia lo que llaman democracia iliberal, un contrasentido. No han secuestrado ni matado a nadie, no lo necesitan. La diferencia entre el populismo de hoy y el viejo fascismo es que la democracia está siendo erosionada desde dentro a través de su degradación cualitativa diaria, y no atacada frontalmente.
P. El populismo simplifica la realidad en un solo enemigo: la inmigración.
R. Es la cuestión central, seguirán ganando elecciones con esta palanca, con ese sentimiento de melancolía hacia la propia existencia histórica que ha tomado el lugar de la esperanza y el ardor con que las generaciones anteriores creían en el destino colectivo. Melancolía de pasiones tristes. Resentimiento, rencor, traición y, sobre todo, el miedo, que se resume en el miedo al inmigrante. Reconozcámoslo, es un problema real, uno de los más grandes de nuestro tiempo con el ambiental, subestimado durante años por la izquierda. No encuentra respuestas a esto.
P. Sobre esta melancolía, el estudioso Renzo de Felice veía en el fascismo algo optimista, vitalista, proyectado al futuro. En cambio, veía en el nazismo un pesimismo trágico muy negativo, replegado en el pasado. Hoy estamos más en esto.
R. Sí, De Felice tenía razón. Los neofascismos de los setenta en Italia eran casi siempre nazifascistas. Individuos que ponían bombas, que entraban y salían del MSI, y eso debería obligar a cortar esas raíces a quien empezó en ese partido. No solo no lo hacen, sino que continúan con los caballos de batalla de esa ideología. Sí, vuelve esta melancolía, pero hoy es mucho más actual Mussolini que Hitler, se le presta más atención.
P. Aun así en su cuarto libro retrata también a Mussolini como alguien despiadado que enviaba a morir a los italianos a guerras absurdas. Esto se conoce poco fuera.
R. Sí, quería relatar las dudas que dieron lugar a sus nefastas decisiones. Y lo subrayo: a mis ojos hacen a Mussolini, si cabe, aún más culpable que Hitler. Él no tenía la ceguera ideológica de Hitler, veía la cara demoniaca del nazismo, le asustaba. Y, aun así, persevera en esta indiferencia ante el sufrimiento de su pueblo y de otros pueblos.
P. Se acusa a Meloni de no renegar de este pasado. ¿Por qué no lo hace?
R. No estoy en su cabeza, pero se mantiene fiel a la directiva respecto al pasado fascista, dada por el fundador del MSI, Giorgio Almirante: “No reivindicar, no renegar”. En esto siguen siendo del MSI. Es claramente una cuestión de identidad. Y su política es de tipo identitario, antiliberal.
P. ¿Cómo se desactiva?
R. Es dificilísimo. Contesto con dos ideas. Una es reencontrar el sentido de la lucha. Volver a nuestros padres y abuelos y recordar que la lucha de la democracia, un experimento en una pequeña parte del mundo, podría cerrarse como un breve paréntesis. La historia de la democracia ha sido siempre una lucha por la democracia, un trabajo cotidiano, un heroísmo menor como el que nos exige la educación de nuestros hijos. Y la otra es poner en marcha esta gran pasión política de la esperanza. Los partidos progresistas deben hacerlo. Contar que estos inmigrantes nos ayudan a construir una sociedad mejor, más justa, menos contaminada. Es difícil, pero es eso o ganarán los alfiles del miedo.