miércoles, 16 de octubre de 2024

Nuevos guerreros de Lepanto, por Antonio Muñoz Molina (El País, 12/10/24)

Yo creía hasta ahora que solo los cervantinos incondicionales nos acordábamos de la batalla de Lepanto, y seguíamos las referencias a ella en la obra y en la vida de nuestro héroe, que ya en su vejez comprendía melancólicamente que una victoria militar de hacía casi medio siglo estaba siendo olvidada, y con ella la memoria del sufrimiento y el heroísmo de muchos muertos anónimos, y el desengaño y la penuria de muchos supervivientes, entre ellos el propio Cervantes, mutilado de guerra que persiguió en vano alguna recompensa a sus méritos. Un año antes de morir, “viejo, soldado, hidalgo y pobre”, aún se acordaba con apasionada elocuencia de haber participado “en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”. Es una exageración muy poco característica de su forma de escribir, en la que los altos vuelos retóricos siempre quedan ridiculizados por la ironía. Cervantes había visto de cerca el contraste entre las leyendas oficiales de la épica guerrera y la dureza de la realidad, entre la glorificación de los caudillos militares como don Juan de Austria y el triste destino de los soldados, los marineros, los remeros forzados en las galeras victoriosas. Había experimentado en su propia piel las heridas de la guerra y las de los latigazos y las humillaciones de la esclavitud. Y en su cautiverio de Argel, durante cinco años, había convivido a diario con una variedad de gente y de creencias religiosas que en la España de Felipe II ya era imposible. Al enemigo musulmán se le llamaba genéricamente el Turco. Pero en Argel Cervantes vio que detrás de ese calificativo sin rostro habitaba un hervidero de personas reales, muchas de ellas de lealtades cruzadas, cristianos que se habían convertido por conveniencia al islam, mercaderes griegos, italianos, albaneses, judíos, frailes españoles dedicados durante años a la tarea de rescatar cautivos. Y todos ellos se entendían en una jerga bastarda hecha de retales de diversos idiomas que era objeto de la curiosidad de un oído tan alerta a todo tipo de hablas como el de Cervantes, católico devoto y observador compasivo y sin prejuicios de todo el arco de la condición humana. Pero ahora me entero, gracias a una de esas sagaces crónicas italianas de Íñigo Domínguez, que la efemérides para mí lejana y literaria de la batalla de Lepanto es una fiesta anual de los neopaleofascistas italianos de Matteo Salvini, que se reúnen cada 7 de octubre no para recordar a aquel soldado Cervantes que tuvo tanto amor por Italia —su idioma, su literatura, su alegría de vivir, tan ajena al ceño áspero español—, sino para conmemorar belicosamente la victoria de la Liga Santa contra el imperio otomano. Hay que tener mucho cuidado con los movimientos políticos que veneran batallas ganadas o perdidas hace varios siglos. Por lealtad al recuerdo de la batalla de Kosovo de 1389 los nacionalistas serbios sembraron de destrucción y de cadáveres en los primeros años noventa el país desguazado que un poco antes era Yugoslavia. Como bien sabía Cervantes, el “día después” de Lepanto (por decirlo en nuestro español mal traducido de ahora) fue en gran medida un fiasco. La armada cristiana dejó pasar la oportunidad de perseguir a la muy debilitada de los turcos e infligirle un daño definitivo. La Liga Santa, constituida por España, el Papado y la República de Venecia —ahora Salvini propone una “Santa Alianza”— quedó deshecha muy pronto, por las disputas internas, y, sobre todo, por la ambición de Venecia de mantener los lazos comerciales en el Mediterráneo con el imperio de los infieles. Cervantes, recuperado parcialmente de heridas gravísimas, siguió combatiendo cuatro años más, antes de ser hecho cautivo, y vio en ese tiempo cómo se disipaban en aventuras militares inútiles las supuestas ganancias de la victoria de Lepanto. Ahora, Matteo Salvini y sus repugnantes aliados de toda Europa se ven a sí mismos como herederos de don Juan de Austria, almirantes de una nueva armada cristiana que se dispone a combatir en esas mismas aguas del Mediterráneo a un enemigo que en el fondo es el mismo de siempre, el Turco, el Moro, el Negro, el Ladrón de nuestras casas, el Violador de nuestras mujeres, el que nos va a quitar lo que es nuestro, cada uno de esos privilegios que parecen haber servido solo para alimentar el resentimiento, no la lealtad hacia el sistema democrático y de protección social que los ha hecho posibles. En la cubierta de la galera Marquesa, ardiendo de fiebre, sobreponiéndose al miedo, Miguel de Cervantes veía aproximarse las naves enemigas y era consciente del equilibrio de fuerzas entre las dos armadas. Ahora, en las nuevas batallas soñadas de Lepanto, el enemigo invasor son los fugitivos inermes de las guerras, las persecuciones políticas, el hambre, la desertización acelerada por el cambio climático. Hasta ahora, la gran victoria naval de la que se enorgullece Salvini fue la obtenida contra el buque español Open Arms, al que en 2019, cuando era ministro del Interior, forzó a permanecer 19 días delante de la costa de Lampedusa, con 147 emigrantes hacinados a bordo, rescatados del mar, acosados por el hambre y la sed, por una claustrofobia que a muchos de ellos los empujó a saltar al agua en la que muy poco antes estuvieron a punto de ahogarse. Ese enemigo irrisorio al que venció Matteo Salvini expande ahora por el mundo su amenaza universal. En Springfield, Ohio, los emigrantes de Haití cazan y devoran los gatos y los perros y hasta las ardillas en los jardines de las personas decentes. En las zonas de Carolina del Norte devastadas por el huracán Helene los damnificados blancos no reciben ayuda porque votan al Partido Republicano y porque los fondos del Gobierno federal se gastan en sobornar a los inmigrantes ilegales para que voten a los demócratas. La delincuencia es más baja que nunca en nuestro país, y ha ido descendiendo en los mismos tiempos en que llegaban más inmigrantes, pero dirigentes políticos y agitadores en la televisión y en las redes claman contra la inseguridad creciente provocada por los menores extranjeros. Informes de rigor intachable aseguran que los inmigrantes no perjudican a los nativos en su trabajo ni en sus prestaciones sociales, pero nada de eso desacredita a los demagogos que los acusan de “quitarnos lo que es nuestro”. A Cervantes, que lo había visto todo en esta vida, lo fascinaba la extraña capacidad humana para no ver lo que se tiene delante de los ojos, y para empeñarse en ver lo que no existe, y dejarse engañar por las mentiras y las fantasías de otros. La locura de don Quijote es en gran parte un empecinamiento fanático en no ver lo evidente, y más tarde una voluntad de aceptar las mentiras que otros han urdido para manipular su conducta o tan solo para burlarse cruelmente de él. Según una encuesta reciente, una gran mayoría de españoles considera que en nuestro país hay demasiados inmigrantes, y asocia esa abundancia con hechos negativos, como la inseguridad o el deterioro de las prestaciones sociales. Al mismo tiempo, para esa misma mayoría sus relaciones personales o laborales con inmigrantes son positivas. La amenaza del enemigo abstracto se disuelve ante la cara, la presencia, el trabajo de una persona concreta. Pero Cervantes nos advirtió de lo que saben muy bien los manipuladores satánicos de las mentes humanas: que es muy fácil persuadir a casi cualquiera de que la realidad no es lo que muestra serenamente la razón, sino un simulacro urdido por encantadores maléficos para sembrar la duda y ocultarnos la batalla de Lepanto que no ha cesado nunca, la del nativo contra el bárbaro, del cristiano contra el infiel, del Bien contra el Mal.

Entrevista a Antonio Scurati en El País (13/10/24) , por Íñígo Domínguez

Antonio Scurati (Nápoles, 1969) nos recibe en su estudio de Milán, donde escribe su quinto y último volumen de la novela M., sobre la vida de Mussolini, una empresa literaria que ha llegado a 40 países. Ya se ha convertido en una serie, estrenada en el último festival de Venecia. Se le ve cansado, tanto por las horas de trabajo, como por la inmersión en unos días “oscuros y sangrientos”, los últimos del dictador. Convertirse en una figura pública le ha afectado, pero se lo toma como una misión. Hace seis años percibió que había que volver a contar el fascismo, renovar una memoria que se daba por supuesta, en un momento de auge de la ultraderecha. La llegada, en 2022, del primer Gobierno italiano de extrema derecha le ha convertido en una voz crítica de referencia en el país. Y está pagando las consecuencias, como otros intelectuales. El pasado abril, un monólogo suyo en la RAI, donde acusaba al Ejecutivo de Meloni de no haber renegado de su pasado neofascista, fue cancelado. En España publica ahora el cuarto tomo, M. la hora del destino (Alfaguara), donde narra los años de la Segunda Guerra Mundial, y un ensayo, Fascismo y populismo (Debate), escrito en 2022, justo después de la victoria de Meloni, donde ya señalaba los paralelismos del movimiento del Duce con el populismo actual, y los peligros que advertía. Algunos de ellos, dice, ya son una realidad. Cansado y todo, conversa apasionadamente. Pregunta. ¿Cómo se explica el impacto de sus libros? Quizá la gente se ha dado cuenta de que realmente no sabía nada del fascismo, pese a hablar tanto de él. Respuesta. Sí, esto es decisivo, vivimos en una época en la que nuestra experiencia histórica del tiempo ha terminado. No sentimos una conexión con las generaciones que nos han precedido, ni con las que nos seguirán. Y esto hace que vivamos en una especie de olvido idiota, un eterno presente que no recuerda y no espera. Los lectores han encontrado en estos libros una respuesta. Llegan cuando una nueva clase política, nueva pero vieja, con raíces en el neofascismo, quiere reescribir esa historia. Y esta obra se interpone en su camino, por eso me odian. P. Usted hace autocrítica: dice que nuestra generación ha vivido de forma hedonista, sin preocuparse de la política. R. Sí, en los años ochenta recuerdo la España de la Movida, esa explosión de vitalidad, y coincidía con lo que pasaba en Italia. A partir de entonces el vínculo con la memoria histórica se rompió en toda Europa. Se produjo una desmovilización ideológica, un desapego de la política. Aún teníamos detrás los sangrientos setenta, y fue como barrer el polvo bajo la alfombra. Los ochenta en Italia duraron 30 años. Esa época de aturdimiento propone muchas de las graves cuestiones políticas no de los setenta, sino de los años veinte. Hay simetrías y diferencias. La mayor diferencia es la violencia física, característica esencial del fascismo; hoy solo es marginal. P. La otra cara de la moneda para usted es la seducción. ¿Cómo se articula hoy? R. La seducción populista pone el cuerpo del líder en el centro, algo en lo que Mussolini fue el primero, una de sus muchas intuiciones sobre la política en la era de las masas, la personalización tan fuerte de la política. Pensemos en Trump. Es la identificación total entre el líder y el pueblo: soy el pueblo. Esto trae consigo la simplificación brutal de la complejidad del mundo contemporáneo. Luego, el desprecio de las instituciones. Y la reducción de todo a un único problema, a un enemigo, un extranjero. P. ¿Berlusconi no era ya esto? Le pregunto también por el balance de estos dos años de Gobierno de Meloni: se dice que es la derecha de toda la vida, que no es para tanto. R. No lo comparto en absoluto. Berlusconi fue sin duda el primer líder populista de la nueva era. No es casualidad que fuera el primero en llevar al Gobierno a los herederos del Movimiento Social Italiano [MSI, partido heredero del fascismo, donde militó Meloni]. Preparó el terreno cultural para ello, pero se mantuvo en la órbita liberal. Lo que ha cambiado es la manifiesta tendencia antiliberal. No ha pasado nada si lo que se esperaba era, digamos, un golpe de Estado. Pero se ha ido desarrollando ese proyecto de giro hacia lo que llaman democracia iliberal, un contrasentido. No han secuestrado ni matado a nadie, no lo necesitan. La diferencia entre el populismo de hoy y el viejo fascismo es que la democracia está siendo erosionada desde dentro a través de su degradación cualitativa diaria, y no atacada frontalmente. P. El populismo simplifica la realidad en un solo enemigo: la inmigración. R. Es la cuestión central, seguirán ganando elecciones con esta palanca, con ese sentimiento de melancolía hacia la propia existencia histórica que ha tomado el lugar de la esperanza y el ardor con que las generaciones anteriores creían en el destino colectivo. Melancolía de pasiones tristes. Resentimiento, rencor, traición y, sobre todo, el miedo, que se resume en el miedo al inmigrante. Reconozcámoslo, es un problema real, uno de los más grandes de nuestro tiempo con el ambiental, subestimado durante años por la izquierda. No encuentra respuestas a esto. P. Sobre esta melancolía, el estudioso Renzo de Felice veía en el fascismo algo optimista, vitalista, proyectado al futuro. En cambio, veía en el nazismo un pesimismo trágico muy negativo, replegado en el pasado. Hoy estamos más en esto. R. Sí, De Felice tenía razón. Los neofascismos de los setenta en Italia eran casi siempre nazifascistas. Individuos que ponían bombas, que entraban y salían del MSI, y eso debería obligar a cortar esas raíces a quien empezó en ese partido. No solo no lo hacen, sino que continúan con los caballos de batalla de esa ideología. Sí, vuelve esta melancolía, pero hoy es mucho más actual Mussolini que Hitler, se le presta más atención. P. Aun así en su cuarto libro retrata también a Mussolini como alguien despiadado que enviaba a morir a los italianos a guerras absurdas. Esto se conoce poco fuera. R. Sí, quería relatar las dudas que dieron lugar a sus nefastas decisiones. Y lo subrayo: a mis ojos hacen a Mussolini, si cabe, aún más culpable que Hitler. Él no tenía la ceguera ideológica de Hitler, veía la cara demoniaca del nazismo, le asustaba. Y, aun así, persevera en esta indiferencia ante el sufrimiento de su pueblo y de otros pueblos. P. Se acusa a Meloni de no renegar de este pasado. ¿Por qué no lo hace? R. No estoy en su cabeza, pero se mantiene fiel a la directiva respecto al pasado fascista, dada por el fundador del MSI, Giorgio Almirante: “No reivindicar, no renegar”. En esto siguen siendo del MSI. Es claramente una cuestión de identidad. Y su política es de tipo identitario, antiliberal. P. ¿Cómo se desactiva? R. Es dificilísimo. Contesto con dos ideas. Una es reencontrar el sentido de la lucha. Volver a nuestros padres y abuelos y recordar que la lucha de la democracia, un experimento en una pequeña parte del mundo, podría cerrarse como un breve paréntesis. La historia de la democracia ha sido siempre una lucha por la democracia, un trabajo cotidiano, un heroísmo menor como el que nos exige la educación de nuestros hijos. Y la otra es poner en marcha esta gran pasión política de la esperanza. Los partidos progresistas deben hacerlo. Contar que estos inmigrantes nos ayudan a construir una sociedad mejor, más justa, menos contaminada. Es difícil, pero es eso o ganarán los alfiles del miedo.

viernes, 4 de octubre de 2024

La quimera del odio, por Josep Ramoneda (El País: 4/10/24)

Los debates políticos cansan. Siempre previsibles. Con la oposición en ejercicios lamentables de demagogia. Con escasez de ideas y propuestas en positivo. Con los gobiernos a la defensiva y, a menudo, con inquietantes efectos en la opinión pública. Podemos optar por la resignación: son incorregibles, sólo son capaces de pensar en términos de buenos y malos, los míos y los tuyos. La confrontación parlamentaria con insultos y descalificaciones, sin plan alguno, confesable por lo menos, sólo aumentan el desencanto. Y la demagogia es una contribución a lo peor: una imagen falsa de la realidad, que el perdedor crea impunemente porque todo vale para tumbar al adversario. Tenemos ahora mismo dos ejemplos claros: la inmigración y la seguridad. La inmigración ha hecho de pronto un salto de cuarta a primera preocupación ciudadana sobre una falsa apelación a la realidad: las cifras se magnifican, la retórica nacionalista se dispara y se habla ya del desmoronamiento de la patria ocupada por los parias de la tierra. Y, en consecuencia, contra toda evidencia se hace la transferencia a la cuestión de la inseguridad, sin que haya datos objetivos que justifiquen esta imputación. Los inmigrantes van a por nosotros, estigmatización de los que llegan para confortar a los que siguen. La democracia debería ser un espacio de debate y a menudo se instala en el odio y el resentimiento. Es teatro, dicen, pero un teatro peligroso cuando se representa en la escena pública. Ahora mismo, a la derecha se le hace muy larga la espera para volver al poder. La figura de Feijóo como alternativa, varada en la banalidad de la descalificación permanente, no consigue romper el techo. Desde la nuda altivez, Ayuso viene levantando la voz, subiendo la apuesta demagógica. Y la extrema derecha —como en toda Europa— acecha a la derecha, arrastrándola cada vez más a la xenofobia y al desprecio al otro. La ciudadanía mira con recelo a la clase política, porque la ve opaca y distante, porque la escenificación permanente de la pelea parlamentaria, sin viso alguna de transformación efectiva, cansa. Y la alineación automática de muchos medios, algunos de ellos en manos de viejos guardianes de la verdad progresistas convertidos por una súbita revelación a la dramatización de una patria herida y amenazada y de la democracia desbordada por los enemigos de España, hace todavía más inquietante la situación. Hay una cierta fatiga con el discurso político. Con el riesgo de que ya solo cunda la demagogia. En realidad, son los efectos no deseados de un sistema diseñado para frenar los abusos de poder. Y estos inevitablemente se cuelan en las instituciones. Es la natural precariedad de la democracia que forma parte de su condición. Precisamente porque es abierta pueden entrar todos: los que la respetan y los que quieren apoderarse de ella. Y ahora mismo el conflicto se representa con el autoritarismo posdemocrático acechando. La democracia se funda en el principio de la mitad más uno, que es el número de escaños que otorga el poder. De ahí la tendencia al dualismo, cristalizado en la oposición derecha/izquierda con las puntuales apariciones del centrismo para decantar la balanza generalmente hacia la derecha. Esta dinámica conduce inevitablemente a la confrontación: te quito a ti para ponerme yo. Y de hecho es la razón de ser de la democracia: situar el conflicto en el terreno de la palabra en lugar de la violencia. Dicho de otro modo, la democracia es una forma de sublimación que canaliza el conflicto por la vía de la negociación y la discrepancia abierta. Cuando se tensa supura el odio, siempre al acecho. Una democracia de calidad requiere una cierta cultura que sublime las bajas pasiones humanas, que sería pretencioso dar por adquirida. Como escribe Ricard Solé: “El odio se va incorporando al espacio de la razón y convierte el problema de la polarización en una verdadera pesadilla” como instrumento de los que se creen portadores de la verdad. En la democracia todos tenemos voto y palabra pero como en todo sistema hay una inercia a convertir los protagonistas en casta, en este caso lo que llamamos la clase política, que no siempre sabe ganarse el crédito que requeriría. Y que demasiado a menudo se convierte en estrecha y endogámica, con los partidos políticos como oscuro espacio de encuadre. De ahí se generan la desconfianza y el malestar sobre los que se construye la demagogia, la arbitrariedad y la dinámica de buenos y malos, patriotas y traidores. La distancia con la ciudadanía se agranda y por esta brecha se cuelan los discursos autoritarios, los portadores de grandes promesas. Una sociedad es un edificio muy complejo, formado por poderes económicos, sociales, culturales y morales, que luchan por el control y la influencia, algunos, especialmente en el poder económico, con poderosos recursos y capacidad de influencia porque su potencia le sitúa por encima de los demás y tiene a los gobernantes bajo advertencia. La democracia es un espacio frágil para conseguir un razonable equilibrio entre todos estos factores que reiteradamente sufren asaltos de los que creen que su Dios o su patria son los únicos verdaderos. Y cuando las patrias chocan el incendio crece. En España, después de un período conflictivo que pagaron quienes valoraron mal los límites de lo posible conforme a la relación de fuerzas, podía darse ahora una cierta oportunidad de recomposición, que no significa claudicación. Difícil sin duda, en un marco en que la confrontación política ha llegado incluso al poder judicial con inquietantes señales de politización. Y la confusión de poderes se agranda en la medida que en la sociedad cada vez se concentra más en unas pocas manos que controlan el poder económico y el digital, espacio propio de la confusión, que no favorece la distinción entre la verdad y la mentira. ¿Es posible desprenderse de la quimera del odio?

jueves, 3 de octubre de 2024

La izquierda debe apelar a la mayoría, por Daniel Bernabé (El País, 3/10/24)

Juan Antonio Bardem estrena El puente en 1977, una película de enorme inteligencia política que pretendió desmontar, o al menos servir de epílogo, a la comedia desarrollista del franquismo. Cuenta la historia de un mecánico que, tras quedarse compuesto y sin novia, agarra su moto y se lanza a la carretera, dirección Torremolinos, en busca de aventuras. El viaje compone una road movie castiza por la Nacional IV, donde un genuino representante de la clase trabajadora, interesado tan sólo en las chicas y vivir el momento, va tomando conciencia de la situación de España a cada kilómetro recorrido. Quien lo interpreta es Alfredo Landa, que transformó su carrera a partir de esta película de una manera análoga a la metamorfosis experimentada por su personaje. Bardem era miembro del Partido Comunista, pero no rueda una película para militantes, sino para el público convencional. Sitúa el foco sobre un tipo desclasado, fotografiando el país existente, no el que le gustaría que existiera, apoyándose en un actor popularísimo con el que muchos podrían sentirse identificados. Parte del costumbrismo, pero lo hace avanzar dándole un contrapunto crítico. Se atreve con un cine que apela a la mayoría. Eloy de la Iglesia, también director, también con carnet del PCE, estrena un año después El diputado, un genial thriller donde se entrecruzan el terrorismo de extrema derecha y la homosexualidad, un tema entonces tabú también en la izquierda. A lo largo de la siguiente década se convierte en uno de los cronistas principales del cine quinqui, trayendo a primer término la delincuencia, la marginación y el consumo de drogas. De la Iglesia, que conquista al público a través del escándalo, busca epatar a la sociedad, agarrar la moral burguesa por la pechera y gritarle su hipocresía mientras la zarandea, posiblemente sin acabar de tener en cuenta que el pensamiento de la clase dominante es el pensamiento dominante. Si Bardem comprende, retrata y propone, De la Iglesia se indigna, mitifica e impone. Esta disparidad constituye algo más que materia para la arqueología cinematográfica o ideológica. Ilustra un debate que afecta de lleno al corazón de la izquierda y que se extiende hasta nuestros días, sobre quién es su sujeto político y cuál es la manera de llegar al mismo. Estas preguntas no parten de un capricho intelectual, sino que surgen candentes de la progresiva irrelevancia de este espacio en toda Europa. Podemos encontrar un ejemplo práctico de esta discrepancia en la posición que el progresismo toma acerca de la inmigración. En nuestro país, en los últimos meses, esta cuestión se ha vuelto un tema central en la agenda pública, y ha llegado incluso a escalar a la primera posición en la encuesta del CIS como principal preocupación para los españoles. ¿Los motivos? Más allá de la propia elaboración demoscópica, que a los expertos les ha resultado polémica, parece evidente que importa la llegada a nuestras costas de un número mayor de inmigrantes irregulares. Si esto sucede cada verano, la diferencia es que en este hemos sufrido una intensa campaña de la extrema derecha para equiparar inmigración a delincuencia. El tema es serio y no depende únicamente de los ultras nacionales. Hay que recordar cómo el Reino Unido sufrió a principios de agosto los disturbios racistas más graves en 40 años. También que su génesis fue de todo menos espontánea. Una vez más, los bulos, unidos a la potencia de difusión digital, incendiaron la pradera. Elon Musk, propietario de una de estas plataformas de la mentira, jefe de campaña no oficial de Donald Trump, declaró que “la guerra civil es inevitable”. Debemos esclarecer si la ultraderecha internacional ha elegido el epígrafe de la inmigración para desestabilizar las democracias europeas. Pero también cómo de seco estaba el campo para que la chispa prendiera. Y esto último, que la izquierda vea a la sociedad como es, no cómo le gustaría que fuera, resulta poco usual. Además vale para no atribuir a los ultras una capacidad omnímoda de manipulación. Es evidente que la migración está cambiando nuestro continente. En España viven más de ocho millones de extranjeros, cuando en 1998 su número era de 637.000. Si en 2015 llegaban a nuestro país de manera regular algo más de 300.000 personas, en 2022 el número ascendió a 1,2 millones. Además, debemos tener en cuenta que su distribución por el territorio no es homogénea, sino que se concentran en las zonas de menor renta. Tengan o no una base cierta, las preocupaciones de la población local por los recursos, por la seguridad e incluso por la identidad existen, sobre todo en un contexto tan árido como el de nuestro presente. ¿Atenderlas es comprar los marcos de la extrema derecha? Atenderlas es hacer política con lo real, anticiparse dándoles un encaje progresista para no brindar a los agitadores la exclusiva del tema. Una parte de la izquierda, bien representada entre los dirigentes, la academia y los medios, está más preocupada por cuestionar la legitimidad de las inquietudes generales que por darles una solución; por buscar un nuevo apellido a la fobia que por atajar las causas que alimentan ese miedo. También por montar procesos inquisitoriales a quien se atreve, tan sólo, describir el escenario. Además, llamar privilegios a los derechos conquistados no parece la mejor idea mientras lo reaccionario galopa a lomos del populismo. A menudo, la gente no necesita promesas desmesuradas, sino tan sólo saber que alguien se está ocupando de aquello que le preocupa. Los movimientos migratorios son, en nuestra época, el efecto directo de un neoliberalismo depredador con los países de origen y de una globalización que multiplicó los beneficios, pero también las desigualdades. Y los ciudadanos, aun sin tener claros los términos de la ecuación, sí perciben la inestabilidad asociada al fenómeno. En los últimos 15 años hemos sufrido varias crisis de entidad. La extrema derecha sustenta su auge en ofrecer lugares falsos pero aparentemente seguros frente a estos cambios bruscos. Refugios hostiles con las minorías que hablan sin tapujos a la conmoción de las mayorías, aprovechando que la democracia liberal, maniatada por la ortodoxia de banqueros e inversores, ha reaccionado de manera muy lenta para garantizar el futuro. Proteger a las minorías supone situar a las mayorías en el centro de la acción política, tanto a un nivel material, garantizando el nivel de vida, como a un nivel cultural, dando al ciudadano medio la relevancia que merece. Sería injusto no hacer notar los cambios producidos en este sentido —cómo después de la pandemia elementos como el trabajo han tomado importancia en la agenda de la izquierda—, tanto como obviar que sigue pesando la inercia de una época de identidades competitivas. Asumir que existen conflictos centrales no significa condenar al ostracismo problemas de índole particular, sino asegurarnos de que lo específico no sea lo único que importe en el orden de prioridades. No se trata de elegir, sino de dejar constancia de que en estos últimos 20 años la izquierda eligió prestar mayor atención a aquello que nos diferencia en demérito de aquello que nos iguala. ¿Y qué es lo que nos iguala, es decir, cuál debería ser la base para conformar sujetos políticos en el siglo XXI? Pues la participación en la economía productiva, objeto de las clases medias y trabajadoras, frente a la economía financiera, llevada a cabo por especuladores y rentistas. La vivienda, lo laboral o los servicios públicos, la existencia cotidiana, se vuelve más precaria e incierta a medida que una minoría la considera un objeto accionarial. No se trata tan sólo de bienestar; se trata de no retroceder hasta el feudalismo.

miércoles, 2 de octubre de 2024

¿Qué puede ofrecer la izquierda en un mundo en colapso?, Eliane Brum (El País: 2/10/24)

En las grandes y pequeñas campañas electorales de la mayor parte del mundo, como las elecciones presidenciales en Estados Unidos y las municipales en Brasil, el calentamiento global y la pérdida de biodiversidad aparecen en una posición irrelevante o están completamente ausentes de los debates. Pero, aunque no se aborde, el colapso del funcionamiento del planeta es posiblemente lo que más repercute en la política y está directamente conectado con el ascenso de la extrema derecha tanto en el norte como en el sur global. La cuestión es: ¿qué tienen que ofrecer los partidos y los políticos cuando la temperatura se altera rápidamente, las sequías y las inundaciones se multiplican, los fenómenos extremos son cada vez más frecuentes y graves y los científicos advierten que estamos en territorio desconocido? La extrema derecha, que ha engullido a la derecha tradicional liberal, tiene una respuesta clara: la vuelta a un pasado que nunca existió. O sea: un pasado de glorias y sin conflictos, donde está establecido lo que le incumbe a cada género y raza, con una supremacía masculina y blanca indiscutida, donde solo hay familias de hombre con mujer y los LGBTIQ+ permanecen en el armario o en tratamiento médico. Esta supuesta inmutabilidad social y cultural se correspondería con la inmutabilidad de la trayectoria de la vida: nacer, crecer, estudiar, formar una familia tradicional, conseguir un trabajo estable, montar tu propio negocio o heredar la empresa familiar y morir sabiendo que todo se repetirá en las generaciones venideras. Lo que promete la extrema derecha es obviamente una mentira, ya que ese pasado solo fue posible para una minoría y dejó fuera a la mayoría, sumida en la pobreza, la miseria o la esclavitud. Y los conflictos fueron intensos y les costaron la vida a los más vulnerables. También es un gran engaño porque no hay inmutabilidad en un planeta en mutación. Pero la extrema derecha ha corrompido la verdad y ha decidido inventar tanto la realidad del pasado como la realidad del presente. Vende a una población asustada la mentira de que toda la inseguridad reinante no es responsabilidad del modo colonial capitalista que, entre otras muchas formas de violencia, ha convertido la naturaleza en mercancía y ha alterado el clima del planeta, pero sí de una supuesta “degeneración” moral producida por las izquierdas. ¿Y las izquierdas? Se encuentran en una encrucijada, y algunas ni siquiera lo entienden. Están las viejas izquierdas, que en Brasil tienen a Luiz Inácio Lula da Silva como exponente, que sigue creyendo que lo único que quiere la gente es tener un coche en el garaje, una barbacoa con cerveza el fin de semana y una casa propia con muchos electrodomésticos. Y lo que es peor: lo cree cuando el petróleo y la industria cárnica están entre los principales villanos del calentamiento global. Y luego están las nuevas izquierdas, que han llegado al siglo XXI y se dan cuenta de la gravedad del momento. Pero ¿qué pueden ofrecer? La política o el político más honesto debe decir a sus votantes que no basta con votar. Además de votar mucho mejor, para sacar a los negacionistas activos o pasivos de los puestos de poder hay que participar mucho más activamente en las decisiones. Hay que presionar a diario a los parlamentarios y gobernantes para que adopten medidas de emergencia de mitigación y adaptación, pero también para frenar a las grandes corporaciones que se están comiendo el planeta. Tendría que decir que hay que responsabilizarse mucho más de las decisiones que se toman en el presente, porque de ellas no solo depende tu vida, sino también la de tus hijos y nietos, no dentro de un siglo, sino el año que viene. La política o el político más honesto tendría que decir que la vida ya es peor y que empeorará mucho más. Y tendría que decir que hay que aprender a perder. Cambiar los hábitos alimentarios y la forma en que nos desplazamos por y entre las ciudades es solo el principio. No basta con reciclar los restos del consumo, hay que consumir enormemente menos. Entre la mentira que da el consuelo de la esperanza, aunque sea falsa, y la verdad que exige sacrificios y pérdidas, ¿quién vota a un político que dice la verdad? La respuesta es: tenemos que ser nosotros. Tenemos que votar a quienes dicen la dura verdad, pero están dispuestos a luchar. Ese es el comienzo de un cambio que tiene que ser muy rápido, porque el paisaje del planeta se está transfigurando velozmente. En las políticas y los políticos que dicen lo que es más difícil de oír y aún más difícil de hacer es donde está nuestra oportunidad de tener un mañana.