viernes, 4 de octubre de 2024

La quimera del odio, por Josep Ramoneda (El País: 4/10/24)

Los debates políticos cansan. Siempre previsibles. Con la oposición en ejercicios lamentables de demagogia. Con escasez de ideas y propuestas en positivo. Con los gobiernos a la defensiva y, a menudo, con inquietantes efectos en la opinión pública. Podemos optar por la resignación: son incorregibles, sólo son capaces de pensar en términos de buenos y malos, los míos y los tuyos. La confrontación parlamentaria con insultos y descalificaciones, sin plan alguno, confesable por lo menos, sólo aumentan el desencanto. Y la demagogia es una contribución a lo peor: una imagen falsa de la realidad, que el perdedor crea impunemente porque todo vale para tumbar al adversario. Tenemos ahora mismo dos ejemplos claros: la inmigración y la seguridad. La inmigración ha hecho de pronto un salto de cuarta a primera preocupación ciudadana sobre una falsa apelación a la realidad: las cifras se magnifican, la retórica nacionalista se dispara y se habla ya del desmoronamiento de la patria ocupada por los parias de la tierra. Y, en consecuencia, contra toda evidencia se hace la transferencia a la cuestión de la inseguridad, sin que haya datos objetivos que justifiquen esta imputación. Los inmigrantes van a por nosotros, estigmatización de los que llegan para confortar a los que siguen. La democracia debería ser un espacio de debate y a menudo se instala en el odio y el resentimiento. Es teatro, dicen, pero un teatro peligroso cuando se representa en la escena pública. Ahora mismo, a la derecha se le hace muy larga la espera para volver al poder. La figura de Feijóo como alternativa, varada en la banalidad de la descalificación permanente, no consigue romper el techo. Desde la nuda altivez, Ayuso viene levantando la voz, subiendo la apuesta demagógica. Y la extrema derecha —como en toda Europa— acecha a la derecha, arrastrándola cada vez más a la xenofobia y al desprecio al otro. La ciudadanía mira con recelo a la clase política, porque la ve opaca y distante, porque la escenificación permanente de la pelea parlamentaria, sin viso alguna de transformación efectiva, cansa. Y la alineación automática de muchos medios, algunos de ellos en manos de viejos guardianes de la verdad progresistas convertidos por una súbita revelación a la dramatización de una patria herida y amenazada y de la democracia desbordada por los enemigos de España, hace todavía más inquietante la situación. Hay una cierta fatiga con el discurso político. Con el riesgo de que ya solo cunda la demagogia. En realidad, son los efectos no deseados de un sistema diseñado para frenar los abusos de poder. Y estos inevitablemente se cuelan en las instituciones. Es la natural precariedad de la democracia que forma parte de su condición. Precisamente porque es abierta pueden entrar todos: los que la respetan y los que quieren apoderarse de ella. Y ahora mismo el conflicto se representa con el autoritarismo posdemocrático acechando. La democracia se funda en el principio de la mitad más uno, que es el número de escaños que otorga el poder. De ahí la tendencia al dualismo, cristalizado en la oposición derecha/izquierda con las puntuales apariciones del centrismo para decantar la balanza generalmente hacia la derecha. Esta dinámica conduce inevitablemente a la confrontación: te quito a ti para ponerme yo. Y de hecho es la razón de ser de la democracia: situar el conflicto en el terreno de la palabra en lugar de la violencia. Dicho de otro modo, la democracia es una forma de sublimación que canaliza el conflicto por la vía de la negociación y la discrepancia abierta. Cuando se tensa supura el odio, siempre al acecho. Una democracia de calidad requiere una cierta cultura que sublime las bajas pasiones humanas, que sería pretencioso dar por adquirida. Como escribe Ricard Solé: “El odio se va incorporando al espacio de la razón y convierte el problema de la polarización en una verdadera pesadilla” como instrumento de los que se creen portadores de la verdad. En la democracia todos tenemos voto y palabra pero como en todo sistema hay una inercia a convertir los protagonistas en casta, en este caso lo que llamamos la clase política, que no siempre sabe ganarse el crédito que requeriría. Y que demasiado a menudo se convierte en estrecha y endogámica, con los partidos políticos como oscuro espacio de encuadre. De ahí se generan la desconfianza y el malestar sobre los que se construye la demagogia, la arbitrariedad y la dinámica de buenos y malos, patriotas y traidores. La distancia con la ciudadanía se agranda y por esta brecha se cuelan los discursos autoritarios, los portadores de grandes promesas. Una sociedad es un edificio muy complejo, formado por poderes económicos, sociales, culturales y morales, que luchan por el control y la influencia, algunos, especialmente en el poder económico, con poderosos recursos y capacidad de influencia porque su potencia le sitúa por encima de los demás y tiene a los gobernantes bajo advertencia. La democracia es un espacio frágil para conseguir un razonable equilibrio entre todos estos factores que reiteradamente sufren asaltos de los que creen que su Dios o su patria son los únicos verdaderos. Y cuando las patrias chocan el incendio crece. En España, después de un período conflictivo que pagaron quienes valoraron mal los límites de lo posible conforme a la relación de fuerzas, podía darse ahora una cierta oportunidad de recomposición, que no significa claudicación. Difícil sin duda, en un marco en que la confrontación política ha llegado incluso al poder judicial con inquietantes señales de politización. Y la confusión de poderes se agranda en la medida que en la sociedad cada vez se concentra más en unas pocas manos que controlan el poder económico y el digital, espacio propio de la confusión, que no favorece la distinción entre la verdad y la mentira. ¿Es posible desprenderse de la quimera del odio?

jueves, 3 de octubre de 2024

La izquierda debe apelar a la mayoría, por Daniel Bernabé (El País, 3/10/24)

Juan Antonio Bardem estrena El puente en 1977, una película de enorme inteligencia política que pretendió desmontar, o al menos servir de epílogo, a la comedia desarrollista del franquismo. Cuenta la historia de un mecánico que, tras quedarse compuesto y sin novia, agarra su moto y se lanza a la carretera, dirección Torremolinos, en busca de aventuras. El viaje compone una road movie castiza por la Nacional IV, donde un genuino representante de la clase trabajadora, interesado tan sólo en las chicas y vivir el momento, va tomando conciencia de la situación de España a cada kilómetro recorrido. Quien lo interpreta es Alfredo Landa, que transformó su carrera a partir de esta película de una manera análoga a la metamorfosis experimentada por su personaje. Bardem era miembro del Partido Comunista, pero no rueda una película para militantes, sino para el público convencional. Sitúa el foco sobre un tipo desclasado, fotografiando el país existente, no el que le gustaría que existiera, apoyándose en un actor popularísimo con el que muchos podrían sentirse identificados. Parte del costumbrismo, pero lo hace avanzar dándole un contrapunto crítico. Se atreve con un cine que apela a la mayoría. Eloy de la Iglesia, también director, también con carnet del PCE, estrena un año después El diputado, un genial thriller donde se entrecruzan el terrorismo de extrema derecha y la homosexualidad, un tema entonces tabú también en la izquierda. A lo largo de la siguiente década se convierte en uno de los cronistas principales del cine quinqui, trayendo a primer término la delincuencia, la marginación y el consumo de drogas. De la Iglesia, que conquista al público a través del escándalo, busca epatar a la sociedad, agarrar la moral burguesa por la pechera y gritarle su hipocresía mientras la zarandea, posiblemente sin acabar de tener en cuenta que el pensamiento de la clase dominante es el pensamiento dominante. Si Bardem comprende, retrata y propone, De la Iglesia se indigna, mitifica e impone. Esta disparidad constituye algo más que materia para la arqueología cinematográfica o ideológica. Ilustra un debate que afecta de lleno al corazón de la izquierda y que se extiende hasta nuestros días, sobre quién es su sujeto político y cuál es la manera de llegar al mismo. Estas preguntas no parten de un capricho intelectual, sino que surgen candentes de la progresiva irrelevancia de este espacio en toda Europa. Podemos encontrar un ejemplo práctico de esta discrepancia en la posición que el progresismo toma acerca de la inmigración. En nuestro país, en los últimos meses, esta cuestión se ha vuelto un tema central en la agenda pública, y ha llegado incluso a escalar a la primera posición en la encuesta del CIS como principal preocupación para los españoles. ¿Los motivos? Más allá de la propia elaboración demoscópica, que a los expertos les ha resultado polémica, parece evidente que importa la llegada a nuestras costas de un número mayor de inmigrantes irregulares. Si esto sucede cada verano, la diferencia es que en este hemos sufrido una intensa campaña de la extrema derecha para equiparar inmigración a delincuencia. El tema es serio y no depende únicamente de los ultras nacionales. Hay que recordar cómo el Reino Unido sufrió a principios de agosto los disturbios racistas más graves en 40 años. También que su génesis fue de todo menos espontánea. Una vez más, los bulos, unidos a la potencia de difusión digital, incendiaron la pradera. Elon Musk, propietario de una de estas plataformas de la mentira, jefe de campaña no oficial de Donald Trump, declaró que “la guerra civil es inevitable”. Debemos esclarecer si la ultraderecha internacional ha elegido el epígrafe de la inmigración para desestabilizar las democracias europeas. Pero también cómo de seco estaba el campo para que la chispa prendiera. Y esto último, que la izquierda vea a la sociedad como es, no cómo le gustaría que fuera, resulta poco usual. Además vale para no atribuir a los ultras una capacidad omnímoda de manipulación. Es evidente que la migración está cambiando nuestro continente. En España viven más de ocho millones de extranjeros, cuando en 1998 su número era de 637.000. Si en 2015 llegaban a nuestro país de manera regular algo más de 300.000 personas, en 2022 el número ascendió a 1,2 millones. Además, debemos tener en cuenta que su distribución por el territorio no es homogénea, sino que se concentran en las zonas de menor renta. Tengan o no una base cierta, las preocupaciones de la población local por los recursos, por la seguridad e incluso por la identidad existen, sobre todo en un contexto tan árido como el de nuestro presente. ¿Atenderlas es comprar los marcos de la extrema derecha? Atenderlas es hacer política con lo real, anticiparse dándoles un encaje progresista para no brindar a los agitadores la exclusiva del tema. Una parte de la izquierda, bien representada entre los dirigentes, la academia y los medios, está más preocupada por cuestionar la legitimidad de las inquietudes generales que por darles una solución; por buscar un nuevo apellido a la fobia que por atajar las causas que alimentan ese miedo. También por montar procesos inquisitoriales a quien se atreve, tan sólo, describir el escenario. Además, llamar privilegios a los derechos conquistados no parece la mejor idea mientras lo reaccionario galopa a lomos del populismo. A menudo, la gente no necesita promesas desmesuradas, sino tan sólo saber que alguien se está ocupando de aquello que le preocupa. Los movimientos migratorios son, en nuestra época, el efecto directo de un neoliberalismo depredador con los países de origen y de una globalización que multiplicó los beneficios, pero también las desigualdades. Y los ciudadanos, aun sin tener claros los términos de la ecuación, sí perciben la inestabilidad asociada al fenómeno. En los últimos 15 años hemos sufrido varias crisis de entidad. La extrema derecha sustenta su auge en ofrecer lugares falsos pero aparentemente seguros frente a estos cambios bruscos. Refugios hostiles con las minorías que hablan sin tapujos a la conmoción de las mayorías, aprovechando que la democracia liberal, maniatada por la ortodoxia de banqueros e inversores, ha reaccionado de manera muy lenta para garantizar el futuro. Proteger a las minorías supone situar a las mayorías en el centro de la acción política, tanto a un nivel material, garantizando el nivel de vida, como a un nivel cultural, dando al ciudadano medio la relevancia que merece. Sería injusto no hacer notar los cambios producidos en este sentido —cómo después de la pandemia elementos como el trabajo han tomado importancia en la agenda de la izquierda—, tanto como obviar que sigue pesando la inercia de una época de identidades competitivas. Asumir que existen conflictos centrales no significa condenar al ostracismo problemas de índole particular, sino asegurarnos de que lo específico no sea lo único que importe en el orden de prioridades. No se trata de elegir, sino de dejar constancia de que en estos últimos 20 años la izquierda eligió prestar mayor atención a aquello que nos diferencia en demérito de aquello que nos iguala. ¿Y qué es lo que nos iguala, es decir, cuál debería ser la base para conformar sujetos políticos en el siglo XXI? Pues la participación en la economía productiva, objeto de las clases medias y trabajadoras, frente a la economía financiera, llevada a cabo por especuladores y rentistas. La vivienda, lo laboral o los servicios públicos, la existencia cotidiana, se vuelve más precaria e incierta a medida que una minoría la considera un objeto accionarial. No se trata tan sólo de bienestar; se trata de no retroceder hasta el feudalismo.

miércoles, 2 de octubre de 2024

¿Qué puede ofrecer la izquierda en un mundo en colapso?, Eliane Brum (El País: 2/10/24)

En las grandes y pequeñas campañas electorales de la mayor parte del mundo, como las elecciones presidenciales en Estados Unidos y las municipales en Brasil, el calentamiento global y la pérdida de biodiversidad aparecen en una posición irrelevante o están completamente ausentes de los debates. Pero, aunque no se aborde, el colapso del funcionamiento del planeta es posiblemente lo que más repercute en la política y está directamente conectado con el ascenso de la extrema derecha tanto en el norte como en el sur global. La cuestión es: ¿qué tienen que ofrecer los partidos y los políticos cuando la temperatura se altera rápidamente, las sequías y las inundaciones se multiplican, los fenómenos extremos son cada vez más frecuentes y graves y los científicos advierten que estamos en territorio desconocido? La extrema derecha, que ha engullido a la derecha tradicional liberal, tiene una respuesta clara: la vuelta a un pasado que nunca existió. O sea: un pasado de glorias y sin conflictos, donde está establecido lo que le incumbe a cada género y raza, con una supremacía masculina y blanca indiscutida, donde solo hay familias de hombre con mujer y los LGBTIQ+ permanecen en el armario o en tratamiento médico. Esta supuesta inmutabilidad social y cultural se correspondería con la inmutabilidad de la trayectoria de la vida: nacer, crecer, estudiar, formar una familia tradicional, conseguir un trabajo estable, montar tu propio negocio o heredar la empresa familiar y morir sabiendo que todo se repetirá en las generaciones venideras. Lo que promete la extrema derecha es obviamente una mentira, ya que ese pasado solo fue posible para una minoría y dejó fuera a la mayoría, sumida en la pobreza, la miseria o la esclavitud. Y los conflictos fueron intensos y les costaron la vida a los más vulnerables. También es un gran engaño porque no hay inmutabilidad en un planeta en mutación. Pero la extrema derecha ha corrompido la verdad y ha decidido inventar tanto la realidad del pasado como la realidad del presente. Vende a una población asustada la mentira de que toda la inseguridad reinante no es responsabilidad del modo colonial capitalista que, entre otras muchas formas de violencia, ha convertido la naturaleza en mercancía y ha alterado el clima del planeta, pero sí de una supuesta “degeneración” moral producida por las izquierdas. ¿Y las izquierdas? Se encuentran en una encrucijada, y algunas ni siquiera lo entienden. Están las viejas izquierdas, que en Brasil tienen a Luiz Inácio Lula da Silva como exponente, que sigue creyendo que lo único que quiere la gente es tener un coche en el garaje, una barbacoa con cerveza el fin de semana y una casa propia con muchos electrodomésticos. Y lo que es peor: lo cree cuando el petróleo y la industria cárnica están entre los principales villanos del calentamiento global. Y luego están las nuevas izquierdas, que han llegado al siglo XXI y se dan cuenta de la gravedad del momento. Pero ¿qué pueden ofrecer? La política o el político más honesto debe decir a sus votantes que no basta con votar. Además de votar mucho mejor, para sacar a los negacionistas activos o pasivos de los puestos de poder hay que participar mucho más activamente en las decisiones. Hay que presionar a diario a los parlamentarios y gobernantes para que adopten medidas de emergencia de mitigación y adaptación, pero también para frenar a las grandes corporaciones que se están comiendo el planeta. Tendría que decir que hay que responsabilizarse mucho más de las decisiones que se toman en el presente, porque de ellas no solo depende tu vida, sino también la de tus hijos y nietos, no dentro de un siglo, sino el año que viene. La política o el político más honesto tendría que decir que la vida ya es peor y que empeorará mucho más. Y tendría que decir que hay que aprender a perder. Cambiar los hábitos alimentarios y la forma en que nos desplazamos por y entre las ciudades es solo el principio. No basta con reciclar los restos del consumo, hay que consumir enormemente menos. Entre la mentira que da el consuelo de la esperanza, aunque sea falsa, y la verdad que exige sacrificios y pérdidas, ¿quién vota a un político que dice la verdad? La respuesta es: tenemos que ser nosotros. Tenemos que votar a quienes dicen la dura verdad, pero están dispuestos a luchar. Ese es el comienzo de un cambio que tiene que ser muy rápido, porque el paisaje del planeta se está transfigurando velozmente. En las políticas y los políticos que dicen lo que es más difícil de oír y aún más difícil de hacer es donde está nuestra oportunidad de tener un mañana.