martes, 21 de mayo de 2024

Los talentos perdidos, por Antonio Muñoz Molina (El País: 11/05/24)

Miro a ese muchacho africano que me ofrece pañuelos de papel a la vuelta de una esquina o en la puerta del supermercado y me pregunto cuál será su historia, cómo es el lugar del que tuvo que irse, qué travesías escalofriantes habrá hecho hasta llegar aquí, a esta calle de Madrid en la que su identidad personal queda reducida a una presencia genérica, un negro que pide limosna o que ofrece pañuelos, y que extiende una palma endurecida y cóncava cuando se le da una moneda. Miro un momento sus ojos, pero aparto enseguida la mirada, por timidez o vergüenza, como cuando voy en el metro y no llevo monedas para dar al inmigrante, en este caso latinoamericano, que se empeña con una simpatía exasperada en vender cosas que no quiere nadie, bolígrafos con tintas de varios colores, pulseras, bolsitas de caramelos, yendo de un extremo a otro del vagón, con la mochila de sus mercancías al hombro. Los africanos que piden suelen ser jóvenes y fuertes. Los chamarileros voluntariosos del metro son hombres entrados en años, con acentos de países que cada vez es más fácil distinguir, porque en Madrid, en los últimos años, las tonalidades del español de América han añadido flexibilidad y dulzura a nuestro áspero castellano local: en las tiendas, en los bares, en los restaurantes, hasta en los taxis, donde ya van siendo más raras las broncas voces de las radios biliosas. Jóvenes venezolanos se juegan la vida pedaleando en bicicleta para llevar comida y bebida a domicilio a gente caprichosa, en medio del tráfico agresivo de las noches del fin de semana. En nuestras casas, las trabajadoras domésticas nos acostumbran a sabores latinos, enseñan canciones de su tierra a nuestros hijos y nietos, sacan a tomar el sol a los ancianos en sus sillas de ruedas; y el repartidor que llama a la puerta para entregar un paquete nos pide el número de carnet con un acento de aquellas tierras, y también con una cortesía que puede incluir la delicada pregunta: “¿Me regala una firma?”. No se sabe si es a estos inmigrantes a los que se refiere Alberto Núñez Feijóo cuando habla de invasores ilegales “ocupando nuestros domicilios y nosotros no pudiendo entrar en nuestras propiedades”. Aparte de nuestros domicilios, parece que también invaden las escuelas, según el muy avanzado Gobierno catalán, que mezcla la desvergüenza con la hipocresía al atribuir los calamitosos resultados escolares a una “sobrerrepresentación” de los inmigrantes en los colegios públicos. Conozco pueblos del interior de España que se habrían quedado hace tiempo sin escuela sin la afluencia de esos inmigrantes “sobrerrepresentados”. Y, desde luego, donde el problema no existe es en los colegios privados y concertados a los que es seguro que van los hijos de esos agitadores voluntariosos de la xenofobia, ya que, gracias a las extrañas peculiaridades de nuestro sistema educativo, un centro puede estar plenamente financiado con dinero público y, a la vez, exento de admitir a hijos de inmigrantes. Que el rechazo visceral a la inmigración sea una epidemia europea no alivia nuestra deshonra particular, más acusada en un país en el que ha crecido exponencialmente el número de inmigrantes en los últimos años y, sin embargo, es uno de los más seguros del mundo, y en el que los mayores delincuentes, aparte de bancos y jueces que expulsan de sus casas a ancianas sin recursos, son los magnates internacionales del narcotráfico y del dinero negro, o los capos nativos bien arraigados en sus comarcas, sea en la bahía de Cádiz o en las tierras gallegas que gobernó el propio Núñez Feijóo. Mientras los patriotas enardecidos del españolismo o del catalanismo denuncian la amenaza de las muchedumbres extranjeras que van a asaltar nuestras casas y a diluir nuestra cultura en un magma de islamismo y delincuencia, una institución tan poco sospechosa de adanismo multicultural como el Banco de España vaticina, con la inapelable elocuencia de los números, que nuestro país necesitará recibir más de 24 millones de trabajadores inmigrantes en los próximos 30 años si quiere mantener la prosperidad de la economía y la viabilidad del sistema de pensiones. Los mismos que se aprovechan de los inmigrantes indocumentados para explotarlos con crueldad esclavista puede que clamen en público contra la inmigración ilegal. Igual que nuestros distantes conciudadanos europeos, somos cada vez menos y cada vez más viejos, y al mismo tiempo gastamos una gran parte de nuestro ya débil entusiasmo político en exigir vallas más altas y electrificadas, controles fronterizos, patrullas marítimas armadas, para evitar que llegue a nuestro balneario geriátrico la gente joven y capaz que nos permitirá sobrevivir. No vienen a usurpar nuestra casa, sino a levantarla con sus manos, igual que ya trabajan con sus manos la tierra que nosotros hemos abandonado, y cuidan y visten y desnudan con ellas a los ancianos de los que nosotros no tenemos tiempo de ocuparnos. Y harían mucho más, y contribuirían más aún a nuestro bienestar, si tuviéramos no ya la generosidad, sino el sentido práctico, de aprovechar las mejores capacidades con las que muchos de ellos llegan. Un emigrante al que se le ofrece una oportunidad es una fuerza de la naturaleza. Emigrantes del sur y del centro de Europa, fugitivos judíos de los pogromos de la Rusia zarista, negros huyendo del racismo y la pobreza del Sur, levantaron la pujanza económica de Nueva York en las primeras décadas del siglo XX, y una riqueza cultural que no ha sido superada. Hijos de emigrantes, educados en las escuelas y las universidades públicas, escribieron los libros, pintaron los cuadros, hicieron las películas, idearon los descubrimientos científicos que en una parte decisiva han dado forma a nuestro mundo. Y después de aquella primera oleada vino la de los años treinta, la de los expulsados y los huidos de la Europa fascista. La energía y la gratitud del emigrante bien acogido producen resultados formidables, que se prolongan luego en las vidas de sus hijos. Quién sabe qué cualificación tiene, qué habilidad, qué talento posible ese muchacho africano reducido a vender pañuelos en una esquina. Lo que sí sabemos, según un informe publicado en este periódico, es que la gran mayoría de los emigrantes con formación superior y sólida experiencia profesional que llegan a nuestro país no pueden ejercer aquí sus capacidades ni desplegar su talento: por culpa de una Administración que tarda años y años en convalidar un título, por recelo, por racismo, por corporativismo, por un sistema económico en el que prevalece el empleo poco cualificado, y en el que una malla invisible de corruptelas, inercias e intereses creados conspira para frustrar el reconocimiento objetivo del mérito, y, por lo tanto, de la plenitud personal de quien lo posee y del beneficio que puede aportar a la comunidad. Faltan escandalosamente médicos de atención primaria, pero muchos médicos inmigrantes o no encuentran trabajo o se ven reducidos a ganarse la vida como camareros o reponedores de supermercado. No hay oficio que no merezca respeto, pero si un pediatra o un economista o un matemático o un ingeniero pasan la jornada laboral sirviendo cafés se está despilfarrando una formación que fue muy costoso completar. Pocas cosas hay más tristes, y más dañinas, que el talento desperdiciado, el malogrado, el que ni siquiera tuvo la oportunidad de revelarse. El inmigrante ve con ojos nuevos la realidad que el nativo da cansinamente por supuesta. Como ocurrió en Estados Unidos y luego en el Reino Unido, yo estoy seguro de que aparecerá muy pronto una generación de escritores inmigrantes e hijos de inmigrantes que cambiarán la literatura española y nos ayudarán a comprender mejor nuestro país.

viernes, 10 de mayo de 2024

¿Qué significa el final de la tauromaquia?, por Santiago Alba Rico (El País, 10/05/24)

Durante milenios, la lucha del hombre con la naturaleza se representó en el mundo mediterráneo a través de la lucha contra una de sus manifestaciones más vigorosas y temibles: los bisontes primero, los toros después. Distintas formas de tauromaquia, de Creta a España, dejaron sus huellas en el arte y en las costumbres. Esas exhibiciones escenográficas, que evolucionaron con el tiempo, constituían traslaciones teatrales de una batalla real; en ellas, claro, casi siempre ganaba el hombre, invirtiendo así la estadística que se imponía en la intemperie. Para poder subvertir la lógica del mundo (en la que el toro, más fuerte, solía vencer) y al mismo tiempo mantener a la vista esa tensión mortal, se establecieron reglas minuciosas de acercamiento a la bestia: amagos, piruetas, ademanes y trapos que iluminaban de manera simultánea la valentía del hombre y la amenaza del animal. Durante siglos, esta lucha contra el toro ha sido la única ficción teatral en la que la muerte real ha jugado un papel protagonista: la muerte real del toro, por supuesto, pero también la muerte fintada, evocada, evitada, del toreador. Esta combinación de ficciones regladas y peligros ciertos es lo que cautivó a nuestros antepasados, incluidos algunos de los grandes genios de la pintura y la literatura: de Goya a Picasso, de Alberti a Lorca. La tauromaquia ha sido un arte y ha generado mucho arte en sus aledaños. Ya no lo es. Y no lo es porque los humanos ya no vemos en esa ficción reglada y en esa muerte ceremonial una lucha sino una matanza. ¿Eso se debe a que nos hemos vuelto más civilizados, más sensibles, más compasivos? No lo creo. En el primer cuarto del siglo XXI estamos a punto de superar la tauromaquia, pero no todas las otras maquias cuyas víctimas son otros seres humanos: no hemos superado la guerra ni los genocidios ni la tortura. Entonces, ¿por qué nos despierta tanta compasión el toro? Pensémoslo un momento con un poco de serenidad histórica. Esta ya asentada indiferencia ante el llamado arte taurino, esta nueva sensibilidad ante el sufrimiento animal, ¿no son correlativas a la victoria total del ser humano sobre la naturaleza? ¿No son la consecuencia paradójica de la total dependencia animal respecto de la humanidad? Digamos que no tiene ningún sentido escenificar en una plaza una lucha que ya se ha decidido de manera definitiva en el exterior: eso no ya es un drama; es una farsa. O de otra manera: la ceremonia vacía de una batalla que ya se ha ganado fuera nos resulta por fuerza manierista y nauseabunda en la plaza; produce sobre todo repelús estético y, por concomitancia, disgusto moral. No es que en las últimas décadas haya cambiado nuestra sensibilidad ética; lo que ha cambiado es nuestro gusto estético, y ello en razón de los cambios registrados en nuestra relación con la naturaleza. En pleno Antropoceno, cuando la IA es capaz de vencer al campeón mundial de ajedrez y de desmigajar Gaza bajo las bombas, ya no tiene ningún sentido artístico luchar contra los toros. Los antiguos veían en la tauromaquia una batalla y no una matanza porque la naturaleza era aún temible; nosotros solo percibimos la matanza porque ya no vemos en el toro una criatura poderosa y amenazadora, sino una mascota. Creo que es mejor que no nos engañemos sobre nosotros mismos. Me temo que la condición histórica de esta nueva y loable sensibilidad frente al toro es —paradójicamente— nuestro dominio completo y destructivo de la naturaleza y la consecuente mascotización de los animales. Nos parece de muy mal gusto matar con ceremonias a un animal que no puede escapar y que podemos apiolar sin aspavientos de oro en un matadero industrial; da mucha pena, además, ver clavar banderillas en una metonimia viva de nuestros peluches. Me fascinan los toros pintados de Goya y de Picasso; me emocionan algunos pasajes taurinos de José Bergamín; y me parecen bellísimos los poemas tauromáquicos de Lorca. Son arte y seguirán siéndolo cuando ya no se lidien toros en las plazas. Nos seguirán emocionando porque esas imágenes y esas palabras evocan una lucha que hemos trasladado o camuflado, pero no abolido: la lucha de los cuerpos contra la muerte finalmente victoriosa (el momento verdaderamente “real” de una corrida, lo sabemos, no es la banderilla ni el estoque sino la cogida). Odio las corridas y me disgusta el ambiente circundante, y ello por malquerencias estéticas e ideológicas. Y por las razones que acabo de citar me parece una verdadera anomalía cultural la existencia de un Premio Nacional de Tauromaquia; me felicito, por tanto, de su eliminación. Pero me cuesta creer que, tras esta decisión (o cuando la sedicente “fiesta nacional” muera por inanición), España sea un país mejor, los españoles más sensibles que Goya y Lorca y la humanidad menos peligrosa para los humanos. Sencillamente, han cambiado nuestros gustos: somos los vencedores de una lucha milenaria y ahora queremos dedicarnos a otras matanzas sin tantas ceremonias. Y seguiremos banderilleando, día tras día, la democracia.