Mucho se ha escrito, desde la Grecia clásica, sobre el proceso creativo. A menudo se acepta que tiene tres fases. La primera exige dedicación y esfuerzo. El futuro músico, escritor, arquitecto o científico, como tantos otros, deberá llevar a cabo un aprendizaje previo, un trabajo que, según el caso, puede durar días, meses o años. Cubierta esta etapa, se está en condiciones de abordar el momento clave, la iluminación, donde aparece la idea. Y la tercera etapa es de nuevo laboriosa: la ejecución material de esa idea.
La primera y la tercera fase suelen estar al alcance de cualquier persona empeñada. Pero entre ellas está el instante mágico. Aquel que marcará las diferencias entre un artesano y un artista, entre una persona normal y un genio. Es el momento de la inspiración. Y ese instante no requiere de tiempo ni esfuerzo, sino de luz. ¿Qué pasó por la mente de Arquímedes cuando estaba flotando en las termas de Siracusa y gritó su famoso eureka al tiempo que salía desnudo y brazos en alto, corriendo por las calles de la ciudad? El matemático Henri Poincaré explicaba cómo, después de trabajar intensamente en su gabinete sin alcanzar a resolver el problema de las funciones de Fuchs, salió a dar un paseo y de pronto, cuando no pensaba en ello, vio la solución. Esta historia se repite: se dice que Isaac Newton descansaba bajo un manzano cuando vio desprenderse un fruto. Aquel instante afortunado cambió el rumbo de la ciencia y de la humanidad. ¿Cuál es el secreto de ese instante?
Contaré una anécdota personal. Por aquel tiempo me encontraba dando clases de la asignatura Proyectos en la Escuela de Arquitectura de Barcelona y, un día, una alumna atribulada me pidió audiencia. Me quedan sólo dos semanas para entregar el proyecto final de curso, dijo con voz entrecortada y ojos húmedos, y no se me ocurre nada; tal vez esta no es mi carrera, a pesar de lo que me gusta. Entiendo, le dije; te daré un consejo que tal vez no seas capaz de seguir. Es primavera, el tiempo es magnífico, empieza a notarse el calor del verano. Haz tu maletín sin olvidar el traje de baño y alguna de tus novelas favoritas, toma un tren a Sitges e instálate en una pensión cerca del mar. Olvídate del problema durante la primera semana, disfruta. La segunda, si todo sale como espero, la emplearás en dibujar tu proyecto. Me miró en silencio, ojos abiertos. Es asombroso cómo algunos alumnos confían hasta tal punto en sus profesores que son capaces de aceptar ideas aparentemente descabelladas, pensé. A las ocho sale el último tren, me dijo. Se dio la vuelta y la vi salir, decidida a poner en práctica el plan. Me olvidé del asunto y dos días más tarde alguien llamó a la puerta de mi despacho. Era ella. ¿Pero no estás en Sitges? No, contestó. Acabo de regresar. Al día siguiente de llegar, es decir, ayer, estaba tumbada al sol en la playa después de darme un baño y se me ocurrió la idea. Tan clara y completa me llegó que llené mi bloc con multitud de croquis hechos a mano. Aquí están. Esta misma noche empezaré a dibujar los planos.
Pero ¿qué está pasando aquí? Algo evidente. En el proceso creativo la primera y la tercera fase exigen trabajo intenso: tiempo y esfuerzo. Pero el momento de la inspiración, el crucial instante de la epifanía, exige todo lo contrario: olvido, distensión, entresueño. A veces las matemáticas acuden en nuestra ayuda para explicar situaciones que creemos mágicas. Un día descubrí que la intersección de dos curvas, una convexa que representa la capacidad de juicio en función de las frecuencias cerebrales, y otra cóncava que representa la capacidad de imaginación, se cortan en el punto del entresueño. Y es precisamente en ese punto donde el producto matemático de las dos curvas —que representa la capacidad creativa— muestra un máximo. Corresponde a una frecuencia cerebral de unos 10 ciclos por segundo (el llamado ritmo alfa) y, según muestra la curva, ese es el punto de máxima eficacia creativa, el estado de la inspiración. Por eso Arquímedes estaba flotando en la piscina de las termas, por eso Newton descansaba bajo el manzano, y por eso mi alumna estaba tumbada sobre la arena caliente tras darse un baño. De nada sirve aquí el esfuerzo, sino todo lo contrario: debemos huir de él como de un enemigo para echarnos en mano de la holganza. Ese es el estado en que las ideas aparecen. Ellas solas. Todos quietos, dijo el maestro a los toreros.
El problema es que no siempre tenemos a mano unas termas, una playa o un manzano, y la pregunta es: en un mundo cargado de prisas y ansiedad, ¿existe algún camino para colocar la mente en ese estado de máxima eficacia creativa? ¿Puedo, mediante alguna técnica sencilla, situar mi organismo en el estado de bajas vibraciones cerebrales en el que estaba Arquímedes cuando gritó su eureka? Dalí tenía su respuesta: tras tomarme el café y antes de adormecerme en la sobremesa, mantengo la cucharilla en la mano. Cuando, al caer, choca contra el suelo, me despierta. La imagen que en ese momento cruza por mi mente suele ser óptima. Ingenió esa trampa para cazar ideas como los cazadores de tordos instalan su red para atraparlos al vuelo. Se trata de lograr una desconexión parcial de la consciencia y conseguir que la memoria, que no es un archivo estático sino cinético, quede libre para mezclar sus datos por cuenta propia. Pero existen otros caminos. Algunos eran ya conocidos por las culturas antiguas, sin que el hombre ilustrado moderno les haya echado cuenta. Confiar en los dioses, por ejemplo. Homero, en la Odisea, dice: nadie me ha enseñado, un dios ha plantado algunos versos en mi alma. Los dioses, en casi todas las culturas antiguas, son los creadores supremos, los inventores de todas las cosas, y de ellos emana la capacidad creadora, que conceden a algunos mortales como un don. Naturalmente, todo esto no son sino metáforas, pero esconde una explicación del proceso creativo. Para entender a los dioses hay que empezar por prestar atención a una técnica antigua y oriental: la vibración de cuerdas vocales. El sonido que emitimos al pronunciar una palabra (significante) se relaciona con una imagen (significado) que viene a ocupar de forma refleja la pantalla mental de nuestra consciencia. Pero si consigo emitir un sonido sin significado —digamos om—, mi atención consciente acude a ver la imagen correspondiente, pero no la encuentra porque no la hay: om es una palabra sin significado. Y ¿qué ocurre entonces? Pues algo del mayor interés, porque mi conciencia atiende a una pantalla en blanco y queda en vía muerta. Es decir, deja campo libre a mi memoria cinética para que genere imágenes e ideas.
Pero ¿qué tiene esto que ver con los dioses? Pues vean, la oración, que en todas las civilizaciones se entiende como una manera de dirigirse a los dioses, sigue exactamente el mismo recorrido. Porque sus palabras (Alá es poderoso, Dios te salve María, ora pro nobis) suelen ser banales: vibración de cuerdas vocales sin significado, pantalla de la consciencia en blanco, libertad de la memoria creativa para generar encuentros entre los datos que contiene. Nada misterioso, pues. La oración no es más que una técnica sencilla y ancestral para obtener soluciones a los problemas humanos. Y el orante satisfecho, afirma como Homero: Dios me ha iluminado. Metáforas que explican con lenguaje poético un proceso fisiológico sencillo y muy real: nuestra memoria es capaz de generar imágenes e ideas si se atenúa la presión de la consciencia. Y si rezamos en un templo bien diseñado —como tantas iglesias góticas— el resultado es todavía más palpable; cierta arquitectura está pensada para facilitar el favor de los dioses. Los templos no son sino laboratorios de creatividad, pero el hombre ilustrado ha decidido abandonarlos. Lamentable desperdicio.
Otros métodos para alcanzar la epifanía no requieren acudir al templo. Jorge Luis Borges ideó el suyo cuando se hizo pasar por otro, al que llamó Almotasín. En este caso, el descargo de conciencia consistía en desprenderse de la responsabilidad del escrito, dejando libre a su memoria creativa para que diera rienda suelta a sus ocurrencias. El truco de Borges —desviar su propia personalidad hacia un autor ficticio— me sirvió para proponer uno de los ejercicios más celebrados por mis alumnos, esta vez futuros ingenieros, en el curso Teoría de la Invención. Se llamaba Un día divergente. A menudo nuestra rutina es el mayor enemigo de la creatividad y el truco era desprenderse de uno mismo. El ejercicio consistía en convertirse en un personaje inventado durante 24 horas. Ese día no se acudía al trabajo habitual, se vestía de manera diferente, se desayunaba y se comía menús jamás probados, se alquilaba una habitación y se dormía en otra ciudad, se cambiaba de nombre y se estudiaba otra carrera. Para la mayoría de estudiantes este fue un día largo, repleto de aventuras estimulantes, de encuentros y situaciones imprevistas. Sirvió para comprobar que el mundo en que vivimos puede ser otro, empezando por nosotros mismos, y las ideas que de pronto se le ocurren al personaje inventado sorprenden al yo real porque serían impensables en condiciones normales.
El momento eureka sale imprevistamente a nuestro encuentro cuando abandonamos la rutina. Y la explicación es sencilla: tenemos una idea inexacta de qué es y cómo actúa nuestra memoria. Según el Oxford Dictionary, la memoria es un archivo del que podemos extraer datos para visualizarlos en la pantalla mental de la consciencia (rememoración). Pero aquí el Dictionary olvida algo crucial, porque nuestra memoria no es un archivo estático, a la manera de una biblioteca, sino cinético: sus datos están en perpetuo movimiento, hierven como en una caldera, chocan entre sí y se combinan por cuenta propia para generar nuevas imágenes o nuevas ideas (imaginación). En mi opinión, podemos establecer una analogía con la teoría cinética de la materia de Albert Einstein (las partículas de todo cuerpo material —moléculas, átomos, partículas subatómicas— están en perpetuo movimiento y su velocidad media determina su temperatura) proponiendo una teoría cinética de la memoria. Porque los datos de la memoria, como las partículas, se mueven, chocan y se combinan. Y lo prodigioso de este fenómeno es que ocurre de forma autónoma; sin requerir del concurso de la consciencia, que actúa únicamente como espectador y juez. Podemos pues decir que nuestra memoria tiene temperatura, tanto más elevada cuanto mayor es la agitación de los datos que contiene. Y la clave que explica el proceso creativo es que esta agitación de la memoria viene controlada, a la manera de un termostato, por la actividad consciente. La consciencia y la memoria forman un sistema autorregulado, cibernético, como un caballo y su jinete. El motor del proceso está en la memoria, pero viene gobernado por la actividad consciente, que actúa enfriando la capacidad combinatoria de la memoria. De modo que, si queremos que la memoria genere ideas o imágenes, la consciencia debe atenuarse. Así ocurrió cuando Arquímedes flotaba en la piscina o cuando Poincaré daba su paseo. Como la cuerda que tira de la cometa, la consciencia dirige el proceso, pero debe permitir la suficiente holgura para que el ingenio levante el vuelo. Por eso los métodos para conseguir eficacia creativa proponen —usando ardides de uno u otro cariz— que la frecuencia cerebral se sitúe en un estado alfa, de relajada consciencia. Aunque debemos permanecer atentos, porque si la consciencia mengua en exceso, caemos dormidos. Y, eliminada por completo la tensión, la cometa vuela sin control fabricando imágenes imprevisibles (sueños). El estado creativo óptimo es pues el de una consciencia discretamente atenuada, que permita un oscilante tira y afloja sobre la memoria. Y los caminos para alcanzarlo actúan primero sobre nuestro organismo físico y, en segunda instancia, sobre nuestras frecuencias cerebrales. Mi amigo Popón Basal, excelente violoncelista, me contaba que su maestro, el gran Mstislav Rostropovich, le confesó un día su pequeño secreto: llevaba siempre en el bolsillo de su chaqueta una rama de romero y, al tiempo que entornaba con disimulo los ojos sonriendo amorosamente, aspiraba profundamente su aroma antes de brindar al público uno de sus memorables conciertos.