Los domadores de animales salvajes conocen como “romper el alma” el proceso de sumisión de las bestias por el cual se logra que una foca aplauda o un elefante haga estupideces propias sólo de un humano. Es curioso que, a pesar de las evidencias del daño físico que conlleva esta cruenta metamorfosis (heridas abiertas, espaldas quebradas, mutilaciones), en este caso no utilicen un eufemismo, sino que llamen a las cosas por su nombre: romper el alma, una de las expresiones tópicas pero efectivas que se suelen utilizar cuando nuestro primer amor nos hace daño: me ha roto el alma. Pero qué ingenuos somos. Eso no es posible, porque antes de llegar a la adolescencia ya tenemos el alma rota, con una diferencia: nos han vendido su fractura como educación, ahorro, sentido cívico. Todos hemos sido criados desde niños en la ficción de que nuestra educación está diseñada para cimentar el ejercicio de una mayor libertad, de la que podremos gozar cuando seamos adultos. Lógicamente, esto no puede ocurrir, porque ejercitamos una instrumentalización orientada a la producción y que está absolutamente arraigada en las identidades y entidades que nos conforman, desde la escuela hasta los medios de comunicación que fijan estas estructuras defectuosas en las masas. De igual manera que no existe un pegamento que una los pedazos del elefante roto aunque sea liberado, vivimos en un chantaje prometedor de futuro hacia el niño, una transformación irreversible que pasa por un proceso encubierto de doma y mansedumbre, un sistema que por desgracia no permite que sea el amor el primer sentimiento que llegue a rompernos el alma, de frente, sin artificio, sin opacar la transparencia de ese dolor.
Estoy sentada en un banco del zoológico más antiguo del mundo. Fue fundado en 1752 como casa de fieras imperial del palacio de Schönbrunn en Viena. Hace años solía resistirme a entrar en cualquier zoológico, pero teniendo en cuenta que cualquiera de nosotros ha llegado a conocer la extinción total de diversas especies, oponerse a los zoológicos me parece un gesto escénico. Escribo esto sobre la estela de una emoción intensa que he vivido hace escasos minutos, frente al recinto acristalado de los orangutanes. Al fondo había un orangután que, al darse la vuelta, resultó ser hembra, y que sostenía a su bebé tal como en ese momento yo sostenía a mi hija de seis meses. Se fue acercando lentamente, hasta que lo único que se interponía ya entre nuestro olfato y nuestro olor era el cristal. Nos observaba mientras acariciaba la cabeza diminuta, con mechones dispersos y anaranjados de su cría, que con los ojos negros muy abiertos miraba a su madre de esa forma paradójica que contiene la mirada de los bebés: con más admiración que pensamiento. Cada vez se acercaban más personas que querían asistir a lo que parecía ser un insólito gesto de presentación por parte de la madre orangután. A pesar de la emoción que me provocó esa suerte de comunicación entre ella y yo, dos especies distintas de primates, sé que mi experiencia no ha sido única. Por las redes circulan vídeos con escenas similares. Otras madres han sido testigos de esta interacción por parte de grandes primates que se acercan para mostrar orgullosas a su bebé e interesarse por ese otro bebé que se encuentra al otro lado del encierro, con una mirada que no resulta más inteligente, una ternura que no resulta más humana.
Esto me lleva a recordar un episodio que viví en mis años de doctorado: conocí a un chico con el que me gustaba hablar, era inteligente, me divertía. Mi interés se transformó en repulsión en el momento en que me contó sobre su nuevo trabajo: le pagaban por criar, jugar, mimar y ganarse la confianza de las crías de chimpancé que llegaban al laboratorio de la universidad, de modo que, cuando hiciera falta realizar un nuevo experimento, él les tendiera la mano y ellos, confiados por el cariño programado y asesino, marcharan sin rechistar hacia la experimentación con su cuerpo. Esta persona utilizó palabras muy similares a estas, que recuerdo con precisión por el impacto que me causó su frialdad: “Confían en mí y vienen sin rechistar”. En otras palabras, esta persona se encargaba de eso que los domadores conocen como “romper el alma”, sólo en que en su caso la sumisión no llevaba al animal a hacer equilibrios sobre una pelota o a tocar una trompeta, sino a entregar sus córneas o partes de sus órganos.
Me repugnaba la figura del protector, del padre, como medio hacia la traición y la tortura. Entonces pienso en el cuento de Leopoldo Lugones en el que el narrador describe los experimentos que realizó con un mono que había comprado en el saldo de un circo arruinado, a quien llamó Yzur. Los experimentos se fundamentaban en una leyenda de la isla de Java que aseguraba que el hecho de que los monos no hablen no se debe a una incapacidad fisiológica o de inteligencia. Aludiendo a que no hay ninguna evidencia científica para que el mono no hable, la conclusión es que los monos no hablan para que no les hagan trabajar. A partir de esta creencia, el nuevo dueño del mono comenzará a torturarle gradualmente para intentar sacarle las palabras.
Si lo pienso, el trabajo de aquel chico de mi universidad y las acciones del dueño de Yzur no son tan extraordinarios en su crueldad como podría parecerme. Como a estas crías de chimpancé, todos hemos sido educados en la sumisión. Y nos han sometido con tal destreza que se trata de una sumisión que, en el caso de que lleguemos a descubrir, no estaremos dispuestos a enfrentar, porque para entonces ya no seremos capaces de renunciar a los mecanismos de sometimiento, que en muchos casos incluyen ciertas comodidades de las que no queremos prescindir. En los últimos años todos hemos podido sentir la fragilidad de la libertad individual, esa sensación de paz inestable, tornadiza, que antes sólo atribuíamos a países de políticas conflictivas, pero no creo que tengamos menos libertades que antes; es sólo que la pedagogía de la sumisión se ha hecho más evidente, aunque sigue sin importar. Esa es la tortura asumida. Antes de que el amor nos rompa el alma, el Estado ya lo hizo, no una, sino mil veces, todas ellas a traición, pero en el nombre del padre, del hijo, del educador.
¿Cómo mitigar para mi hija siquiera parte de esa pedagogía de la sumisión? Tal vez no deba contarle que yo misma he cometido delitos de los que no me arrepiento. ¿Le digo lo que de verdad pienso para que a base de quejarse corra el riesgo de terminar siendo lo que se conoce como una inadaptada social? ¿O la engaño enseñándole respeto y obediencia a la idiotez de ciertas autoridades para que acabe bailando al ritmo del organillo ciudadano? Aún no lo sé. Pero no creo poder inculcarle el don de la ceguera, porque no lo tengo.
Los experimentos con Yzur terminan con su muerte, pero en los últimos minutos de su agonía el chimpancé logra murmurar sus primeras y últimas palabras:
“AMO, AGUA, AMO, MI AMO”.
Estas palabras, no por azar, son de necesidad y sumisión.
Mi hija aún no entiende, pero yo pronuncio para ella paria, insurrecta, desobediente. Yo escupo vino a las órdenes y guerras de mi patrón. Yo le digo:
“Respetaremos el silencio de los monos que no quieren trabajar”.
Intentaré que el amor sea lo único que te rompa el alma.
Marina Perezagua es escritora, autora de Seis formas de morir en Texas (Anagrama).