jueves, 31 de marzo de 2022

El difícil arte de ser uno mismo, por Juan Gabriel Vásquez

He vuelto a leer en estos días la brevísima biografía de Montaigne que Stefan Zweig dejó sin terminar cuando se quitó la vida. Su larga huida del nazismo había comenzado en 1934, cuando se refugió en Inglaterra tras ver, con más claridad que otros, lo que Hitler representaba en realidad; y siguió seis años más tarde en Nueva York, después de que su nombre apareciera, con dirección y todo, en una lista negra de personajes que habrían de ser arrestados tan pronto como los nazis ocuparan la isla. Zweig y Lotte Altman, su segunda esposa, viajaron más tarde de Nueva York a Buenos Aires y de Buenos Aires a Petrópolis, en Brasil, y mientras vagaban por América iban siguiendo el desarrollo de la guerra, cada vez con más pesimismo, cada vez confiando menos en la respuesta que los aliados pudieran darle a Hitler. El 22 de febrero de 1942, cansados de escapar y seguros de lo que para ellos era la derrota de la civilización, se tomaron una sobredosis de barbitúricos y se durmieron abrazados en su cama matrimonial, y así los encontraron los policías al día siguiente, muertos junto a la mesa de noche donde estaban el vaso de agua y las pastillas. Es extrañamente conmovedor que Zweig hubiera estado trabajando en este libro, esta biografía de Montaigne, en el momento de su desespero y su suicidio. La biografía es apenas un borrador, la obra de quien escribe sin acceso a los libros necesarios y a veces citando de memoria, pero precisamente por eso nos salta a la vista la urgencia con que fue escrita. En realidad, las cien páginas que nos han llegado apenas pueden llamarse biografía, y son más bien un ensayo personalísimo —casi un panfleto, un manual de autodefensa existencial— que usa la vida de Montaigne para hablar de lo que obsesionaba a Zweig en el desconsuelo de su exilio: aquella época catastrófica en que la guerra y las ideologías tiránicas amenazaban las libertades que los seres humanos habían conquistado con sangre en los últimos siglos. “Cuánto coraje”, escribe Zweig, “cuánta honradez y decisión se requiere para permanecer fiel a su yo más íntimo en estos tiempos de locura gregaria”. Nada es más difícil, añade, que “conservar la independencia intelectual y moral en medio de una catástrofe de masas”. Independencia en tiempos de locura gregaria: esta era para Zweig la gran virtud de Montaigne, o su logro más admirable. Por supuesto, eso era exactamente lo que Zweig echaba de menos en su época, asolada por ideologías totalitarias a las que el individuo adhería con entusiasmo o sin él, por miedo o por odio, pero en todo caso buscando siempre el amparo de las multitudes. También Montaigne vivió tiempos convulsos. Tenía menos de treinta años cuando los católicos y los hugonotes comenzaron a matarse entre sí, y le faltaban dos para llegar a los cuarenta cuando los años de violencias diversas fueron a dar a los ocho mil muertos en un solo día de la masacre de San Bartolomé. Pero además su punto de partida era especial, por decir lo menos, y ahora podemos comprender bien que le interesara tanto a Zweig. Montaigne era hijo de una madre de ascendencia judía y de un padre católico, y por eso, escribe Zweig, “estaba predestinado a ser un hombre del centro y de la unión que miraba a todos lados sin prejuicios, con amplitud de miras, librepensador y ciudadano del mundo, un espíritu libre y tolerante”. Sí, ahí está: un hombre del centro. Es imposible no leer esa frase ahora y llenarnos de melancolía, no sólo al imaginar lo que podía pasarle a Zweig por la cabeza al escribirla, sino por ver lo que les ha ocurrido a esas palabras ahora, ochenta años después, en la época desastrada que nos ha tocado en suerte. “Un hombre de centro”, escribe Zweig, y nuestro tiempo tribal y polarizado le habría escupido inmediatamente (a Zweig, pero probablemente también a Montaigne) por equidistante y tibio. No sé si sea posible “mirar sin prejuicios”, pero sé que intentarlo, en nuestro tiempo cínico, es una señal inequívoca de ingenuidad, y es difícil no leer una invocación a la tolerancia sin sentir el hálito temible del buenismo: debe de ser una de las palabras más desgastadas de nuestro diccionario, ahora que se la han apropiado todos para los propósitos más diversos: entre ellos, para defender su propia intolerancia. Pero así pasa en todos los ámbitos: la libertad religiosa consiste para muchos en el derecho de expulsar las religiones ajenas, para que no molesten; la libertad de expresión, en exigir que los demás se callen, para que sus ideas no nos hagan interferencia. En cuanto al cosmopolitismo —ciudadano del mundo, dice Montaigne, que conoció un mundo bastante más pequeño que nosotros— parece estar de capa caída ahora que en todas partes estallan los nacionalismos más ramplones y volvemos todos a refugiarnos en las políticas de la identidad, en nuestros pequeños fundamentalismos portátiles; y otra vez va siendo cierto que sólo entre los nuestros —los que hablan nuestra lengua y comen lo que comemos y piensan lo que pensamos— nos sentimos tranquilos y a salvo. No es otra cosa lo que hacen las redes sociales, por poner un ejemplo; lo hacen con nuestra connivencia y aun nuestro beneplácito, y yo no veo que sean muchos los que intenten con seriedad defenderse de esas distorsiones. A eso hemos vuelto: al pensamiento de manada, o a la imposibilidad de sustraernos a la presión del grupo, como si las sociedades en que vivimos se hubieran instalado en una mentalidad de adolescente. Sí, lo sé: nunca ha sido sencillo el oficio de pensar por cuenta propia. Ya escribía Zweig que en toda la obra de Montaigne sólo encontró una sola afirmación categórica: “La cosa más importante del mundo es saber ser uno mismo”. Ser uno mismo nos puede sonar hoy a libro de autoayuda, pero hay que ver lo difícil que es, cómo puede convertirse en el trabajo de toda una vida. La independencia o el disenso provocan la inmediata desconfianza de los grupos que se han situado en los extremos, y en el centro queda el hombre del que habla Zweig, que sobre todo admiraba de Montaigne ese esfuerzo por salvaguardar su libertad “en una época de servilismo generalizado a ideologías y facciones”. “Dejaba a los otros hablar, agruparse en cuadrillas, encolerizarse, predicar y fanfarronear”, dice Zweig sobre Montaigne, “y sólo se preocupaba de una cosa: ser juicioso él mismo, humano en una época de inhumanidad, libre en medio de una locura colectiva”. Zweig, escribiendo a comienzos de los años cuarenta, proyectaba sus propias ansiedades sobre un hombre del siglo XVI, pero estaba convencido de que Montaigne era su contemporáneo, de que hablaba también de su mundo, de que “su lucha es la más actual de la tierra”. Por supuesto que el mundo de Zweig no es nuestro mundo, ni este mundo nuestro es el que vivió Montaigne: ese mundo de violencia religiosa y guerras civiles, ese mundo de locura gregaria y de sectarismos enloquecidos. Por fortuna.

lunes, 28 de marzo de 2022

No quiero ver el color, por Marina Pérezagua

Hace unos meses, un amigo llegaba a casa por la noche y se encontró con un matrimonio vecino en la calle. Estaban muy alterados. Buscaban a un hombre que había cortado la cadena del garaje y, al verlos llegar, había salido corriendo. Antes de aparcar, este amigo dio una vuelta para ver si lo encontraba. En efecto, lo encontró, llamó a la policía y avisó al matrimonio. Tanto él como ella le reprendieron porque la única razón por la que querían localizar al ladrón era para devolverle la cizalla que se había dejado olvidada al verse sorprendido. No pretendían llamar a la policía, porque el ladrón era negro y ellos no eran racistas. Absurdo. Verídico. Absurdo hasta para mí, que no me caracterizo precisamente por favorecer ningún tipo de autoridad. Absurdo y deshonesto, pues dudo que la pareja se preocupara por las consecuencias de una posible detención. El hecho de que se desvincularan de la realidad del robo con tal sandez sólo puede responder a la hambrienta necesidad de exhibirse como ejemplo de moderación y tolerancia; una tolerancia que no tiene que ver con la comprensión hacia el otro, hacia el hombre, sino una condescendencia vergonzosa hacia el hombre negro. Sólo ven el color. Negro, blanco o cualquier color. También es lo primero que veo al conocer a alguien. Durante los primeros instantes su color es el indicativo que va a determinar mi conducta inicial hacia esa persona. Al escribir esto no ignoro que muchos pueden juzgarme, pero también sé que al escribir lo contrario —es decir, que hasta hace muy poco yo no veía el color— también me sentenciarán, porque no ver el color es imposible, dirán, todos estamos condicionados por un racismo inherente a nuestro propio tono de piel al nacer. Todos, excepto, claro está, los blancos que hacen del mensaje antirracial una suerte de salvoconducto que les permite alzarse como moralmente superiores. El problema es que, en la mayoría de los casos, esta olimpiada por identificarse como imprescindible en el devenir social —es decir, no racista, no especista, no tránsfobo, no binario o no cualquiera de las ya miles de variantes de estas fallas del alma humana— empieza y termina en esta misma proclamación. Detrás del mensaje no suele haber nada, y mucho menos un verdadero compromiso solidario. No veo que la situación social haya mejorado desde que batallamos por clasificar y asignarnos un puesto dentro de la defensa de cualquier minoría; es más, la mordaza del mensaje es tan potente que se anula a sí misma. Ya no se puede decir, por ejemplo, que la explosión demográfica en África sigue siendo un problema. Estamos inmersos en una suerte de totalitarismo ideológico que responde a los mismos mecanismos que Hannah Arendt asignaba a los totalitarismos del siglo XX: un fanatismo que tiene mucho más que ver con una lógica de la idea desarraigada de la realidad que con un pensamiento vinculado a la libertad, la reflexión o el sentido. No se privilegia la humanidad de las ideas que se defienden, sino únicamente los mecanismos por los cuales estas ideas funcionan y se retroalimentan en un plano muy ajeno a la acción progresista. En un momento en que aparentemente la defensa de ciertos principios importa más que nunca, resulta paradójico que el compañerismo y el bienestar social se manifiesten seriamente perjudicados, y el ser humano va quedando reducido a un charco de abstracciones que no son más que una tentativa de dominio absolutamente individual y agresivo. Todo o casi todo es cosmética. Lo que se sigue llamando ideología es una mujer europea o norteamericana de piel y ojos claros que se riza el cabello a lo afro y utiliza maquillaje oscuro para legitimar ante los demás su discurso reivindicativo por los derechos de la comunidad afroamericana. Este personaje no es ficticio; existe en la figura de Rachel Dolezal, mujer norteamericana y blanca que durante 10 años se hizo pasar por descendiente afroestadounidense y llegó a presidir la Asociación Nacional para el Avance de las Personas de Color (NAACP). Dolezal insiste en que su identidad es negra y, por tanto, no ha engañado a nadie, mientras que sus detractores la excomulgan de la comunidad porque, al ser blanca, no puede tener idea de lo que realmente significa ser negra. Sin embargo, a pocos les extraña que un señor nacido y crecido con el nombre de Andrés, pero que ahora se llama Anna, trans y negro, se indigne de que una mujer blanca se identifique como negra. De nuevo, el absurdo, absurdo por la absoluta arbitrariedad de los discursos, que ni siquiera se detienen en preguntas esenciales: ¿en qué principios culturales, éticos o biológicos nos basamos para defender que el sexo con el que nacemos es fluido, pero, sin embargo, no podemos desprendernos de ninguna manera de nuestro tono de piel? ¿Es la identidad racial una cualidad más inherente al ser humano que la identidad sexual y por tanto se le asigna un mayor estatismo? ¿Qué somos primero, sexo o color?, ¿sexo o lugar de nacimiento? Lo curioso es que, ante la dificultad de respuesta a estas cuestiones, frente a las que yo personalmente titubeo, una inmensa mayoría parece estar dotada de una clarividencia que le permite discernir sobre las identidades de los otros, nada menos. Uno de los peligros de la ideología hoy es que está desvinculada del problema en sí, y más bien se utiliza como seña de identidad; sólo tiene que ver con nosotros mismos y nos separa del resto del mundo, porque el resto del mundo sólo importa en la medida en que lo usamos para ubicarnos en nuestro reducido núcleo de otros que no nos van a llevar la contraria. Nos definimos hasta el punto de que uno tiene problemas para mantenerse al día de todas las consideraciones que hay que tener en cuenta para dirigirse a alguien desde su naturaleza sexual, racial, de género. Es un etiquetado que sólo deshumaniza en un mundo de farsantes, más cínico que nunca, más vacío, donde los verdaderos activistas, los más silenciosos y efectivos, no son escuchados porque no requieren ser vistos. Esto responde a una lógica similar a la de aquellos que se oponían a la erradicación de la mendicidad en la España del Siglo de Oro. De acuerdo con la doctrina de la Iglesia, la conservación de la pobreza era necesaria para que los ricos pudieran practicar la caridad de la limosna y ganarse así la salvación de su alma. ¿Y cómo se aseguraba la limosna? A través del sermón. El poder del sermón cumple hoy, mediante su adoctrinamiento, una función similar a la que ejercía hace cinco siglos. Esta defensa de las minorías es en gran parte una falacia, un sermón ideológico que necesita que el negro, la mujer o el moro sigan siendo vistos como el negro, la mujer y el moro de hace 50 años para que otros puedan ostentar su superioridad moral. El discurso ideológico es la limosna contemporánea, el ejercicio de caridad de los privilegiados de hoy. La defensa de los derechos de los más desfavorecidos es cada vez más un simulacro que lubrica el engranaje de un mundo especialmente desconsiderado y cada vez más racista. No quiero ver el color, no quiero exhibir mis limosnas, y, desde luego, no acepto sermones que sólo se pronuncian para beneficio y exhibición de unos párrocos consentidos. Marina Perezagua es escritora, autora de Seis formas de morir en Texas (Anagrama). ideológico es la limosna contemporánea, el ejercicio de caridad de los privilegiados de hoy. La defensa de los derechos de los más desfavorecidos es cada vez más un simulacro que lubrica el engranaje de un mundo especialmente desconsiderado y cada vez más racista. No quiero ver el color, no quiero exhibir mis limosnas, y, desde luego, no acepto sermones que sólo se pronuncian para beneficio y exhibición de unos párrocos consentidos.

sábado, 5 de marzo de 2022

Literatura y dinero, por Manuel Vilas

Las novelas en donde nunca sale el dinero o el precio de las cosas suelen ser maravillosas, grandes cuentos de hadas que nos quitan muchos pesos de encima. Y las necesitamos tanto como las novelas en donde sí aparecen el dinero y el precio de las cosas. Hasta los místicos tenían que comer y vestirse. Hoy, Juan de la Cruz estaría obligado a entrar en alguna zapatería para comprarse unas desaliñadas sandalias vintage. Y tendría que pagarlas. También Vladimir Lenin estaría obligado a vestirse y elegir un color de corbata y unos zapatos y una gorra de diseño capaz de visualizar grandes y profundos valores revolucionarios. Y Jesucristo tendría que arreglarse la melena en alguna peluquería y elegir una túnica fashion. La complejidad del capitalismo, desde la caída del muro de Berlín, se ha hecho gigantesca. Quienes lo identifican solo con el neoliberalismo cometen una torpeza intelectual que provoca tristeza. Porque el capitalismo es ya la totalidad. La globalización de la economía y, por tanto, de la cultura es una de las últimas grandes extensiones del capitalismo, cuya última metamorfosis consiste en haber mutado en codicia de belleza y de verdad. Las clases medias occidentales viajan por el mundo. Anhelan viajar, y para viajar necesitamos flamantes aeropuertos, aviones seguros, hoteles de cuatro estrellas (qué gran invento la categoría de cuatro estrellas) y carreteras modernas. Las clases medias exigen belleza. Ya no quieren solo comer y tener un techo. Ahora pedimos belleza, ver belleza, ver arte, llevar vidas elevadas, viajar a Roma, ver la Capilla Sixtina, viajar a Paris, ver el Louvre ¿Pero quién construye los aeropuertos y los aviones y los hoteles que saciarán nuestra hambre de belleza y de verdad? En el mundo de la cultura el menosprecio del capitalismo es moneda común, pero acaba siendo un acto reaccionario e infantil, lleno de pereza intelectual. Ese menosprecio jamás viene acompañado de renuncia alguna. Nadie quiere vivir en una choza, ir descalzo, renunciar a su smartphone o a una buena conexión wifi o a un premio a la excelencia profesional en el ámbito que sea. El menosprecio al capitalismo acaba así en desprecio por el mundo del trabajo, por el desprecio a los trabajadores. Y ahí está la gran paradoja que convierte la condena general del capitalismo en un acto profundamente reaccionario. Porque hay gente que madruga para hacer posible que existan los aeropuertos, los aviones y los hoteles. Es una vieja paradoja que conocen muy bien los antropólogos. Pues detrás del capitalismo quien alienta no son solo las obscenas 30 o 40 grandes fortunas del mundo, sino todos los asalariados de la tierra, millones y millones de seres humanos que dependen del éxito de un sistema económico que nos avergüenza nombrar. El capitalismo es muy inteligente y sabe que su nombre nos aterroriza; por eso cambia su apelación por la de democracia, para alcanzar así una manera prestigiosa de presentarse en sociedad. Los escritores estamos obligados a mirar este mundo, a mirar el corazón del capitalismo, a mirar a las pupilas de la bestia, como Dante miró el infierno allá por 1300. Hace poco, leía una entrevista al escritor César Aira en donde se preguntaba por qué a la música de Mozart nadie le exige función social y, en cambio, sí se le exige a la literatura. Aira daba con una de las servidumbres de la literatura, que es a la vez su mérito primitivo. Los escritores no tenemos una herramienta abstracta. Las palabras designan las cosas reales. Sí, los escritores tenemos una función social. Y la literatura destila ideología por todas partes, y más ideología destila cuando el escritor se empeña en decir que su literatura no destila ideología. La literatura tiene delante la representación del capitalismo y de la democracia; incluso tiene la posibilidad de defender los territorios de la libertad individual frente al escarnio del capitalismo. La vida privada, la exaltación de las pasiones íntimas, los sentimientos, las relaciones familiares, las amorosas, allí donde el capitalismo no consigue entrar aparentemente, allí reina la literatura. Pero con toda esa exaltación de las bondades irreductibles de la vida el escritor tiene que construir novelas racionales y con capacidad de emocionarnos y tiene que devolver esos territorios de libertad humana al sucio mundo de los precios, al mercado, al comercio, a un código de barras, a la búsqueda del éxito. Por eso, a veces los escritores no pueden evitar, en un ejercicio de responsabilidad, ver allí una profunda herida que abrasa, una melancolía final. Sin éxito social la literatura no existe. Pero qué es el éxito de una obra literaria. El éxito democrático de una obra literaria son los lectores. Pero debajo de ese éxito absolutamente puro y legítimo surgen, como si de un río subterráneo se tratase, las aguas de la transformación de las emociones en mercancía, en dinero. De modo que la literatura, como el cine, como la pintura, como la música, acaba regresando al engranaje del capitalismo. Y es allí donde todos acabamos doblegados. Un artista —escritor, músico, pintor— invoca en su obra la invención de un territorio humano, pero ese territorio siempre tendrá un precio. Una novela cuesta 20 euros. Ir al cine, nueve euros. Una entrada para la ópera, 50 euros como mínimo y con visibilidad reducida. Entrar en un museo, unos 15 euros. Comprar una obra de arte, eso ya es imposible. A mi amigo el escritor y cineasta mexicano Guillermo Arriaga un periodista le preguntó que en qué se notaba la diferencia entre el cine y la literatura y contestó que en los hoteles en donde lo alojaban. No era una respuesta anecdótica; era precisa, extremadamente inapelable. El éxito de un escritor nunca será el mismo que el de un director de cine como el de un director de cine no será el mismo que el de una estrella del rock. Es el malvado capitalismo, que divide las artes antes de que lo hagan nuestros más preclaros teóricos de la cultura. No es una escena indeseable la que intento describir, es lo que tenemos delante. Ver esa escena, mirarla en toda su complejidad, no reducirla a una historia de buenos y malos, me parece un acto de responsabilidad intelectual. Denostar el capitalismo desde una novela o desde una película o desde un cuadro para tener éxito dentro del capitalismo me parece una diminuta y casi dulzona perversión moral dentro de un mundo de perversiones infinitamente mayores. No es un delito, dios santo, para nada. Es casi una perversión divertida, infantil, graciosa, mueve a sonrisa. Es como una diablura de niños. Es también un sueño. Es nuestro sueño más admirable en alguna medida, aunque su ingenuidad tiene un punto aterrador. Es el sueño de nuestra civilización. Sí nos queda la democracia, ese lugar estratégico que busca la fraternidad. Sí nos queda lo que ya vio Walt Whitman. Nos queda el acto maravilloso de vivir en plenitud. Solo la poesía está fuera del capitalismo porque no vale ni 10 céntimos de euro. La poesía es la humanidad sin cadenas. Huir del capitalismo no es fácil. Para que las cosas existan deben tener un precio. Me acuerdo de un wéstern de Sergio Leone, titulado Por un puñado de dólares. En ese puñado nuestras vidas crecen, se expanden y desaparecen. O mejor aún, y recordando a Bécquer: ¿qué es capitalismo? ¿Y tú me lo preguntas? Capitalismo eres tú.