He vuelto a leer en estos días la brevísima biografía de Montaigne que Stefan Zweig dejó sin terminar cuando se quitó la vida. Su larga huida del nazismo había comenzado en 1934, cuando se refugió en Inglaterra tras ver, con más claridad que otros, lo que Hitler representaba en realidad; y siguió seis años más tarde en Nueva York, después de que su nombre apareciera, con dirección y todo, en una lista negra de personajes que habrían de ser arrestados tan pronto como los nazis ocuparan la isla. Zweig y Lotte Altman, su segunda esposa, viajaron más tarde de Nueva York a Buenos Aires y de Buenos Aires a Petrópolis, en Brasil, y mientras vagaban por América iban siguiendo el desarrollo de la guerra, cada vez con más pesimismo, cada vez confiando menos en la respuesta que los aliados pudieran darle a Hitler. El 22 de febrero de 1942, cansados de escapar y seguros de lo que para ellos era la derrota de la civilización, se tomaron una sobredosis de barbitúricos y se durmieron abrazados en su cama matrimonial, y así los encontraron los policías al día siguiente, muertos junto a la mesa de noche donde estaban el vaso de agua y las pastillas.
Es extrañamente conmovedor que Zweig hubiera estado trabajando en este libro, esta biografía de Montaigne, en el momento de su desespero y su suicidio. La biografía es apenas un borrador, la obra de quien escribe sin acceso a los libros necesarios y a veces citando de memoria, pero precisamente por eso nos salta a la vista la urgencia con que fue escrita. En realidad, las cien páginas que nos han llegado apenas pueden llamarse biografía, y son más bien un ensayo personalísimo —casi un panfleto, un manual de autodefensa existencial— que usa la vida de Montaigne para hablar de lo que obsesionaba a Zweig en el desconsuelo de su exilio: aquella época catastrófica en que la guerra y las ideologías tiránicas amenazaban las libertades que los seres humanos habían conquistado con sangre en los últimos siglos. “Cuánto coraje”, escribe Zweig, “cuánta honradez y decisión se requiere para permanecer fiel a su yo más íntimo en estos tiempos de locura gregaria”. Nada es más difícil, añade, que “conservar la independencia intelectual y moral en medio de una catástrofe de masas”.
Independencia en tiempos de locura gregaria: esta era para Zweig la gran virtud de Montaigne, o su logro más admirable. Por supuesto, eso era exactamente lo que Zweig echaba de menos en su época, asolada por ideologías totalitarias a las que el individuo adhería con entusiasmo o sin él, por miedo o por odio, pero en todo caso buscando siempre el amparo de las multitudes. También Montaigne vivió tiempos convulsos. Tenía menos de treinta años cuando los católicos y los hugonotes comenzaron a matarse entre sí, y le faltaban dos para llegar a los cuarenta cuando los años de violencias diversas fueron a dar a los ocho mil muertos en un solo día de la masacre de San Bartolomé. Pero además su punto de partida era especial, por decir lo menos, y ahora podemos comprender bien que le interesara tanto a Zweig. Montaigne era hijo de una madre de ascendencia judía y de un padre católico, y por eso, escribe Zweig, “estaba predestinado a ser un hombre del centro y de la unión que miraba a todos lados sin prejuicios, con amplitud de miras, librepensador y ciudadano del mundo, un espíritu libre y tolerante”.
Sí, ahí está: un hombre del centro. Es imposible no leer esa frase ahora y llenarnos de melancolía, no sólo al imaginar lo que podía pasarle a Zweig por la cabeza al escribirla, sino por ver lo que les ha ocurrido a esas palabras ahora, ochenta años después, en la época desastrada que nos ha tocado en suerte. “Un hombre de centro”, escribe Zweig, y nuestro tiempo tribal y polarizado le habría escupido inmediatamente (a Zweig, pero probablemente también a Montaigne) por equidistante y tibio. No sé si sea posible “mirar sin prejuicios”, pero sé que intentarlo, en nuestro tiempo cínico, es una señal inequívoca de ingenuidad, y es difícil no leer una invocación a la tolerancia sin sentir el hálito temible del buenismo: debe de ser una de las palabras más desgastadas de nuestro diccionario, ahora que se la han apropiado todos para los propósitos más diversos: entre ellos, para defender su propia intolerancia. Pero así pasa en todos los ámbitos: la libertad religiosa consiste para muchos en el derecho de expulsar las religiones ajenas, para que no molesten; la libertad de expresión, en exigir que los demás se callen, para que sus ideas no nos hagan interferencia.
En cuanto al cosmopolitismo —ciudadano del mundo, dice Montaigne, que conoció un mundo bastante más pequeño que nosotros— parece estar de capa caída ahora que en todas partes estallan los nacionalismos más ramplones y volvemos todos a refugiarnos en las políticas de la identidad, en nuestros pequeños fundamentalismos portátiles; y otra vez va siendo cierto que sólo entre los nuestros —los que hablan nuestra lengua y comen lo que comemos y piensan lo que pensamos— nos sentimos tranquilos y a salvo. No es otra cosa lo que hacen las redes sociales, por poner un ejemplo; lo hacen con nuestra connivencia y aun nuestro beneplácito, y yo no veo que sean muchos los que intenten con seriedad defenderse de esas distorsiones. A eso hemos vuelto: al pensamiento de manada, o a la imposibilidad de sustraernos a la presión del grupo, como si las sociedades en que vivimos se hubieran instalado en una mentalidad de adolescente. Sí, lo sé: nunca ha sido sencillo el oficio de pensar por cuenta propia. Ya escribía Zweig que en toda la obra de Montaigne sólo encontró una sola afirmación categórica: “La cosa más importante del mundo es saber ser uno mismo”.
Ser uno mismo nos puede sonar hoy a libro de autoayuda, pero hay que ver lo difícil que es, cómo puede convertirse en el trabajo de toda una vida. La independencia o el disenso provocan la inmediata desconfianza de los grupos que se han situado en los extremos, y en el centro queda el hombre del que habla Zweig, que sobre todo admiraba de Montaigne ese esfuerzo por salvaguardar su libertad “en una época de servilismo generalizado a ideologías y facciones”. “Dejaba a los otros hablar, agruparse en cuadrillas, encolerizarse, predicar y fanfarronear”, dice Zweig sobre Montaigne, “y sólo se preocupaba de una cosa: ser juicioso él mismo, humano en una época de inhumanidad, libre en medio de una locura colectiva”.
Zweig, escribiendo a comienzos de los años cuarenta, proyectaba sus propias ansiedades sobre un hombre del siglo XVI, pero estaba convencido de que Montaigne era su contemporáneo, de que hablaba también de su mundo, de que “su lucha es la más actual de la tierra”. Por supuesto que el mundo de Zweig no es nuestro mundo, ni este mundo nuestro es el que vivió Montaigne: ese mundo de violencia religiosa y guerras civiles, ese mundo de locura gregaria y de sectarismos enloquecidos. Por fortuna.