Ustedes sabrán cuándo perdieron la fe; o cuándo estuvieron, digamos, a punto de perderla. En mi caso, lo tengo claro: fue en 2016. La fe en la democracia, me refiero, la única que me quedaba, por otra parte. Porque en los regímenes fundados en la defensa de la religión verdadera, en la recuperación de las glorias patrias o en la implantación revolucionaria de un orden social perfecto, la había perdido hace tiempo. En lo único en que seguía creyendo era en que la mayoría de los ciudadanos podía decidir mejor que nadie cuáles eran sus intereses; que la democracia, con todos sus fallos, era el menos malo de los sistemas políticos posibles.
No reclamaré originalidad alguna. En eso ha creído la práctica totalidad del mundo occidental desde 1945 y España desde la Transición posfranquista. Creencia que se afianzó en 1989-1991, cuando el colapso del comunismo, tras una penosa decrepitud, dejó a la democracia sin su principal alternativa política y social. Pero que flaqueó con la crisis de 2008 y la mezquina respuesta dada, sobre todo, por la UE, y que ha sufrido otro embate este mismo 2020, con la caótica reacción, esta vez mundial, ante la pandemia de covid-19.
Pero 2016 fue el gran año de las dudas. Un referéndum, en junio, dio la victoria al Brexit; otro, en octubre, repudió la paz colombiana con las FARC, y en noviembre, contra todo pronóstico, Donald Trump ganó la presidencia de Estados Unidos. Por no mencionar el autogolpe (o golpe real, pero agrandado y utilizado hasta la invención) de Erdogan, gobernante elegido democráticamente que inició aquel verano la senda dictatorial, o la destitución de Dilma Roussef en Brasil, que abrió el camino, también democrático, a Bolsonaro. Fue un año como para sentarse a pensar.
Muchos lo hicieron y lanzaron lúgubres diagnósticos sobre la democracia. Con libros que acababan siempre proponiendo tecnocracias, Gobiernos ilustrados, “de los mejores”. En definitiva, es lo que hay en China, un modelo a quien nadie puede negar éxitos en función de estabilidad política y éxito económico, y que hereda, pensándolo bien, la tradición imperial (con los sabios confucianos en la cúspide, intocables incluso para el emperador) y la leninista (todo el poder para la “minoría consciente”, conocedora del rumbo de la historia).
Tras esas propuestas oímos al viejo Voltaire, escandalizado ante la idea de abrir la participación política al vulgo, a los iletrados: ¿cómo va a valer lo mismo la opinión de mi cochero que la mía? Que se eduque primero y luego veremos; la única opinión de interés sobre los asuntos públicos es la de la gente culta. No es tan absurdo lo que dice: si los ignorantes son, y siempre serán, más numerosos que los cultivados; si las opiniones políticas que oímos repetir por la calle todos los días son tan parciales, apasionadas y arbitrarias; si los programas televisivos de máxima audiencia son tan deleznables, ¿por qué confiar a la mayoría las decisiones cruciales de nuestra vida colectiva? ¿No entregará esto nuestro futuro a payasos, ignorantes, gente sin principios, más divertidos quizás, más capaces de crear espectáculo o de excitar pasiones rastreras, que los líderes con propuestas complejas y sensatas? ¿No tenemos excelentes ejemplos, como el presidente norteamericano recién descabalgado, modelo de demagogia, de malos modales, de prepotencia, de desprecio a las normas, pero también de halago populista, de obstinada reafirmación en la supremacía de su país, de su raza, de su género?
Pero no nos apresuremos. Es indudable que ha habido desastrosas decisiones democráticas o Gobiernos con apoyo popular que han derivado en tragedias suicidas (empezando por el Terror jacobino, tan devoto del “Pueblo”). Pero la experiencia también nos dice que las élites cualificadas, instaladas en el poder, acaban sirviendo a sus intereses egoístas, de grupo, más que a sus prédicas sobre el bien colectivo.
Lo que esperamos de la política, en definitiva, es que genere decisiones racionales, sensatas, beneficiosas para el mayor número posible de ciudadanos. Eso es lo que buscamos al confiar en la voluntad popular. Democracia, hoy día, no significa gobierno del pueblo. Significa que el pueblo elige a quienes deben gobernar, sin previos requisitos de educación o riqueza, y a quienes deben controlar a los gobernantes. Estas son decisiones cruciales, desde luego, y también podríamos dudar sobre si ponerlas en manos de unas mayorías incultas, apasionadas y manipulables. Si lo hacemos, pese a todo, no es porque tengamos fe en el pueblo, como Rousseau, que lo creía justo, incorruptible e infalible en la defensa de sus intereses. Es porque miramos hacia atrás, repasamos con frialdad los resultados electorales del pasado y los vemos, salvo excepciones, adecuados, explicables por las circunstancias del momento. Es decir, que, sumadas y restadas las disparatadas opiniones individuales, el total de los votos conduce a decisiones razonables.
No somos demócratas por fe, sino por razón, porque creemos en el debate público y argumentado de los asuntos políticos. Somos herederos, en ese sentido, de los ilustrados, y de la mejor tradición filosófica, desde Grecia, que pudo no ser demócrata, pero que siempre se rebeló contra la sumisión resignada a un orden considerado natural; porque creía que la mente humana podía entender la realidad, explicarla, someterla a normas comprensibles y, por tanto, cambiarla; porque consideraba a la humanidad, como Kant, mayor de edad, capaz de tomar su destino en sus manos.
De ahí que en las sociedades más evolucionadas haya triunfado la idea de que las únicas órdenes legítimas, las que obligan a los ciudadanos, son las avaladas por la voluntad popular. Porque damos por supuesto que la mejor vía para alcanzar una respuesta sensata a los problemas es preguntar a todos. Porque no le reconocemos a nadie el monopolio del saber.
Reafirmemos, pues, nuestra convicción democrática. Que de ningún modo se limita a la elección periódica de los gobernantes, sino que incluye la división de poderes y el control y equilibrio entre ellos, con el límite infranqueable de los derechos y libertades ciudadanas. Un conjunto de normas e instituciones que, justamente, son las que deben protegernos frente a redentores y milagreros, o frente a la fácil invención de chivos expiatorios a los que culpar de nuestros problemas. Las instituciones, las reglas pactadas, son la mejor manera de resolver los conflictos lejos del reino de lo pasional. Pero la fuerza y eficacia de esas instituciones dependerán de que nuestros gobernantes no las desprestigien y de que, si eso ocurre, nosotros, los ciudadanos, no lo consintamos; de que creamos en ellas, sepamos estar vigilantes y alzar la voz en su defensa.
De momento, el problema inmediato que nos preocupa refuer