martes, 24 de noviembre de 2020

La buena educación, por David Trueba

Se supone que para cualquiera que siga las informaciones nacionales la cosa está clara. Los nuevos Presupuestos del Estado los ha redactado un comando de ETA en la clandestinidad y la recién aprobada ley educativa ha sido perpetrada por niños con necesidades especiales que quieren invadir los colegios convencionales y dar la murga. A nadie se le escapa que la coalición de Gobierno es fruto del equilibrismo frágil. Hay rumores de que la ampliación del Bernabéu podría servir para albergar el Consejo de Ministros en caso de que los egos allí convocados sigan creciendo. Pero la oposición no está para presumir. Se comportan como la familia Pantoja, que logran picos de audiencia ocasionales, pero la constante parece ser el latrocinio y la traición. La realidad que enfrentamos precisa mejores capitanes, nadie lo duda. Pero esto es como si el día en que nos deja tirados el coche maldecimos no haber pasado la revisión del taller cuando tocaba. Es evidente que la reforma educativa que anhelan los españoles tendría que llegar fruto del consenso. Pero no va a poder ser. Así que en lugar de dedicarnos a glosar los errores que cometemos por ser como somos, quizá sería bueno analizar qué nos ha llevado a ser así. La división de los españoles nace en el colegio. Según el colegio al que acudes, se interioriza una sensibilidad social que ya nunca te abandona. Por eso las mejores personas casi siempre son fruto de una mala educación. Porque en algún momento de su formación detectaron las señales de adoctrinamiento y se fugaron en rebeldía hacia el paraíso del pensamiento crítico. Basta acudir a la liga deportiva colegial los sábados por la mañana para entender el enfrentamiento básico de nuestra sociedad. Uno lleva su colegio adentro como lleva el riñón y la vesícula. La más peligrosa desidia en nuestro sistema educativo es la que acepta la irreversible ley del más fuerte. Es esa que empuja a la enseñanza pública hacia el gueto marginal, preservando las escuelas privadas y concertadas como refugio de los nacionales, los privilegiados y los que no quieren ver la desigualdad porque están tan arriba en la escalera social que no les conviene bajar la mirada si quieren dormir tranquilos. Que el reparto de alumnado se haga apelando a un sentido más proporcional no nos convertirá en un país comunista, sino más finlandés y sueco. En la Noruega de la mente, los colegios no se eligen pensando en que el compañero de pupitre te colocará en un consejo de administración, sino promoviendo que el centro escolar más cercano a tu casa sea igual de bueno que aquel que presume de ruta en autobús, uniforme y polideportivo cubierto con piscina. A ese desfase segregador, rancio e intolerable, ya le ha salido una competencia natural. Los mejores colegios de España son rurales, mezclan alumnos de distintas edades, pero tienen alto número de profesores para baja ratio de chavales. Incluso en entornos rurales aislados se disparan sus resultados pedagógicos. Podría corregirse la nueva ley para que el dibujo, el idioma francés, el latín y la filosofía no sean residuales, pues nos invitan a establecer relaciones distintas con la realidad. Ayudar a entendernos a nosotros mismos es la tarea principal de la escolarización. Llegados al Parlamento, esto ya no tiene arreglo. Va cada cual con su colegio, como los niños el sábado al partido.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Fe y razón , por José Álvarez Junco

Ustedes sabrán cuándo perdieron la fe; o cuándo estuvieron, digamos, a punto de perderla. En mi caso, lo tengo claro: fue en 2016. La fe en la democracia, me refiero, la única que me quedaba, por otra parte. Porque en los regímenes fundados en la defensa de la religión verdadera, en la recuperación de las glorias patrias o en la implantación revolucionaria de un orden social perfecto, la había perdido hace tiempo. En lo único en que seguía creyendo era en que la mayoría de los ciudadanos podía decidir mejor que nadie cuáles eran sus intereses; que la democracia, con todos sus fallos, era el menos malo de los sistemas políticos posibles. No reclamaré originalidad alguna. En eso ha creído la práctica totalidad del mundo occidental desde 1945 y España desde la Transición posfranquista. Creencia que se afianzó en 1989-1991, cuando el colapso del comunismo, tras una penosa decrepitud, dejó a la democracia sin su principal alternativa política y social. Pero que flaqueó con la crisis de 2008 y la mezquina respuesta dada, sobre todo, por la UE, y que ha sufrido otro embate este mismo 2020, con la caótica reacción, esta vez mundial, ante la pandemia de covid-19. Pero 2016 fue el gran año de las dudas. Un referéndum, en junio, dio la victoria al Brexit; otro, en octubre, repudió la paz colombiana con las FARC, y en noviembre, contra todo pronóstico, Donald Trump ganó la presidencia de Estados Unidos. Por no mencionar el autogolpe (o golpe real, pero agrandado y utilizado hasta la invención) de Erdogan, gobernante elegido democráticamente que inició aquel verano la senda dictatorial, o la destitución de Dilma Roussef en Brasil, que abrió el camino, también democrático, a Bolsonaro. Fue un año como para sentarse a pensar. Muchos lo hicieron y lanzaron lúgubres diagnósticos sobre la democracia. Con libros que acababan siempre proponiendo tecnocracias, Gobiernos ilustrados, “de los mejores”. En definitiva, es lo que hay en China, un modelo a quien nadie puede negar éxitos en función de estabilidad política y éxito económico, y que hereda, pensándolo bien, la tradición imperial (con los sabios confucianos en la cúspide, intocables incluso para el emperador) y la leninista (todo el poder para la “minoría consciente”, conocedora del rumbo de la historia). Tras esas propuestas oímos al viejo Voltaire, escandalizado ante la idea de abrir la participación política al vulgo, a los iletrados: ¿cómo va a valer lo mismo la opinión de mi cochero que la mía? Que se eduque primero y luego veremos; la única opinión de interés sobre los asuntos públicos es la de la gente culta. No es tan absurdo lo que dice: si los ignorantes son, y siempre serán, más numerosos que los cultivados; si las opiniones políticas que oímos repetir por la calle todos los días son tan parciales, apasionadas y arbitrarias; si los programas televisivos de máxima audiencia son tan deleznables, ¿por qué confiar a la mayoría las decisiones cruciales de nuestra vida colectiva? ¿No entregará esto nuestro futuro a payasos, ignorantes, gente sin principios, más divertidos quizás, más capaces de crear espectáculo o de excitar pasiones rastreras, que los líderes con propuestas complejas y sensatas? ¿No tenemos excelentes ejemplos, como el presidente norteamericano recién descabalgado, modelo de demagogia, de malos modales, de prepotencia, de desprecio a las normas, pero también de halago populista, de obstinada reafirmación en la supremacía de su país, de su raza, de su género? Pero no nos apresuremos. Es indudable que ha habido desastrosas decisiones democráticas o Gobiernos con apoyo popular que han derivado en tragedias suicidas (empezando por el Terror jacobino, tan devoto del “Pueblo”). Pero la experiencia también nos dice que las élites cualificadas, instaladas en el poder, acaban sirviendo a sus intereses egoístas, de grupo, más que a sus prédicas sobre el bien colectivo. Lo que esperamos de la política, en definitiva, es que genere decisiones racionales, sensatas, beneficiosas para el mayor número posible de ciudadanos. Eso es lo que buscamos al confiar en la voluntad popular. Democracia, hoy día, no significa gobierno del pueblo. Significa que el pueblo elige a quienes deben gobernar, sin previos requisitos de educación o riqueza, y a quienes deben controlar a los gobernantes. Estas son decisiones cruciales, desde luego, y también podríamos dudar sobre si ponerlas en manos de unas mayorías incultas, apasionadas y manipulables. Si lo hacemos, pese a todo, no es porque tengamos fe en el pueblo, como Rousseau, que lo creía justo, incorruptible e infalible en la defensa de sus intereses. Es porque miramos hacia atrás, repasamos con frialdad los resultados electorales del pasado y los vemos, salvo excepciones, adecuados, explicables por las circunstancias del momento. Es decir, que, sumadas y restadas las disparatadas opiniones individuales, el total de los votos conduce a decisiones razonables. No somos demócratas por fe, sino por razón, porque creemos en el debate público y argumentado de los asuntos políticos. Somos herederos, en ese sentido, de los ilustrados, y de la mejor tradición filosófica, desde Grecia, que pudo no ser demócrata, pero que siempre se rebeló contra la sumisión resignada a un orden considerado natural; porque creía que la mente humana podía entender la realidad, explicarla, someterla a normas comprensibles y, por tanto, cambiarla; porque consideraba a la humanidad, como Kant, mayor de edad, capaz de tomar su destino en sus manos. De ahí que en las sociedades más evolucionadas haya triunfado la idea de que las únicas órdenes legítimas, las que obligan a los ciudadanos, son las avaladas por la voluntad popular. Porque damos por supuesto que la mejor vía para alcanzar una respuesta sensata a los problemas es preguntar a todos. Porque no le reconocemos a nadie el monopolio del saber. Reafirmemos, pues, nuestra convicción democrática. Que de ningún modo se limita a la elección periódica de los gobernantes, sino que incluye la división de poderes y el control y equilibrio entre ellos, con el límite infranqueable de los derechos y libertades ciudadanas. Un conjunto de normas e instituciones que, justamente, son las que deben protegernos frente a redentores y milagreros, o frente a la fácil invención de chivos expiatorios a los que culpar de nuestros problemas. Las instituciones, las reglas pactadas, son la mejor manera de resolver los conflictos lejos del reino de lo pasional. Pero la fuerza y eficacia de esas instituciones dependerán de que nuestros gobernantes no las desprestigien y de que, si eso ocurre, nosotros, los ciudadanos, no lo consintamos; de que creamos en ellas, sepamos estar vigilantes y alzar la voz en su defensa. De momento, el problema inmediato que nos preocupa refuer