Una de las consecuencias de la covid-19 en Italia es el descubrimiento de que el fascismo es un virus mutante, aún presente y peligroso. No tengo constancia de que nadie, para corroborar este hallazgo, haya asociado la aparición de la covid-19 en 2019 con el centenario del nacimiento del fascismo, que tuvo lugar en 1919. En realidad, el descubrimiento del virus fascista precedió a la covid-19. De hecho, en abril del año pasado, el escritor Andrea Camilleri afirmó: “El fascismo es un virus mutante”. Desde entonces, los avisos de alarma contra el fascismo viral han sido repetidos por la Asociación de Partisanos Italianos (Anpi), por periodistas, intelectuales e historiadores jóvenes y no tan jóvenes.
Este año, el Día de la Liberación, que conmemora desde 1946 la victoria del antifascismo sobre el fascismo el 25 de abril de 1945, se celebró sin manifestaciones populares, debido a las prohibiciones impuestas por la covid-19. Un anciano partisano declaró: “Hoy el fascismo ha sido derrotado, no vencido. Y nunca se llegó a encontrar una vacuna”. A principios de agosto, el comité antifascista de un municipio lombardo asoció explícitamente la covid-19 “con otro virus que nunca ha sido erradicado: el fascismo”. Sorprende y, confesémoslo, causa dolor, oír decir, en el septuagésimo quinto aniversario de la Liberación, que el antifascismo solo ha ganado una batalla, y no la guerra, contra el fascismo. El descubrimiento del virus fascista puede dar la falsa idea de que el virus ha circulado hasta ahora de forma oculta. Muy al contrario, para detectar la presencia del fascismo en la Italia republicana no es necesario recurrir a la epidemiología, sino que basta y sobra con la historia.
En las siete décadas de democracia, ha habido y sigue habiendo en Italia movimientos que se autoproclaman fascistas, a menudo rivales entre sí, por más que desde 1952 esté en vigor una ley que prohíbe cualquier movimiento apologético del fascismo, es decir, que se remita a los principios y métodos del fascismo. Además, entre 1946 y 1994 Italia tuvo el partido neofascista más vigoroso de Europa, el Movimiento Social Italiano (sus militantes leían sus siglas MSI como “Mussolini sei inmortale”), y durante algunos años fue el cuarto partido más votado, con administradores municipales, diputados y senadores, que en ocasiones contribuyeron a elegir al presidente de la república antifascista. Hubo grupos neofascistas responsables de complots golpistas y de acciones terroristas. Algunas de las asociaciones neofascistas más violentas fueron disueltas por la ley de 1952.
Sin embargo, en 1984, el secretario del partido neofascista rindió homenaje a los restos mortales del secretario del partido comunista. Cuatro años después, dos destacados dirigentes del partido comunista rindieron homenaje a los restos mortales del presidente del partido neofascista. Siete años más tarde, en 1995, el partido neofascista se transformó en un partido posfascista, después de que declarara oficialmente que el antifascismo había sido “un momento históricamente esencial para el retorno de los valores democráticos que el fascismo había conculcado”.
Esta declaración podría ser considerada por los antifascistas de 1995 como la confirmación de que en 1945 el antifascismo había ganado definitivamente la guerra contra el fascismo. Además, entre 1994 y 2011, representantes del partido posfascista elegidos democráticamente formaron parte de los Gobiernos presididos por Silvio Berlusconi, democráticamente constituidos de acuerdo con el voto de los electores. En 2010, el partido posfascista dejó de existir, tras disolverse para fusionarse con el partido de Berlusconi o dar vida al nuevo partido posfascista Hermanos de Italia, que en su mismo símbolo se proclama epígono del Movimiento Social Italiano.
Es evidente, por lo tanto, incluso por estos breves apuntes, que no tiene sentido hablar de un “regreso del fascismo” porque en la Italia republicana nunca han faltado los fascistas, en generaciones sucesivas, e incluso han estado en el Gobierno, si bien nunca han logrado poner seriamente en peligro la democracia fundada por los partidos antifascistas. Con todos sus avatares y su ocasional inestabilidad, la república antifascista ha sabido garantizar las libertades políticas y civiles, incluso a fascistas y neofascistas. Esta garantía fue la consecuencia de la definitiva victoria del antifascismo en 1945.
Sin embargo, en la Italia de hoy, el 68% de los entrevistados, en una encuesta del Pew Research Center, se declara insatisfecho con la democracia; el mismo porcentaje que se recoge en España, mientras que en Inglaterra los insatisfechos son el 69% , en Francia el 58% , el 59% en los Estados Unidos. Pensar que todos esos ciudadanos se han contagiado con el virus fascista es ciencia ficción política o, cuestión más grave, es una forma de eludir la gravedad de los defectos consustanciales a la propia democracia cuando se convierte en una “democracia recitativa”, que conserva las elecciones libres para elegir a los gobernantes, pero renuncia a garantizar la libertad y la dignidad de todos los ciudadanos.
En todo caso, no será la búsqueda de una imaginaria vacuna contra un imaginario virus fascista lo que curará a la democracia de sus males endógenos. Sea como sea, si queremos dar crédito a la teoría del fascismo viral, hay muchas graves cuestiones que se derivan de ello. Si alguna vez se descubre una vacuna antifascista, ¿solo se les inyectará a aquellos que dicen ser fascistas? ¿Cómo podremos identificar a los infectados entre aquellos que no se declaran fascistas? ¿Se inoculará solo a los contagiados o será obligatorio para toda la población sana? ¿Y cómo habrá que comportarse con las personas que la rechacen? ¿Y si el virus fascista, después de curarse una primera vez, vuelve como huésped al mismo cuerpo? Y lo más importante, ¿a quién se le conferirá el poder de identificar quién está infectado con el virus fascista, aunque no muestre síntomas del virus? Son cuestiones inevitables, que no suponen un desafío a la ciencia, sino a la seriedad de cualquier reflexión sobre el fascismo.
La interpretación patológica del fascismo no es nueva. Ya en 1944 Benedetto Croce definía el fascismo y el nazismo como “una enfermedad intelectual y moral”, generada por la crisis de la fe en la libertad, que había contagiado a todas las clases. Pero al mismo tiempo, criticaba el uso de la palabra “fascista” como acusación e insulto, que los partidos antifascistas se lanzaban entre sí, mientras la guerra contra el nazismo y el fascismo aún estaba en curso.
Esa misma advertencia la hizo en 1976 el líder comunista Giorgio Amendola, uno de los jefes de la Resistencia: “Todo aquel que está a la derecha se convierte en fascista. No me canso de decir, siempre que tengo ocasión, que conservador, reaccionario, autoritario, fascista son términos que corresponden a distintas formaciones políticas, a distintas realidades. Por lo tanto, no apruebo determinadas equiparaciones genéricas y superficiales”. Giorgio Amendola era hijo de Giovanni, líder de la oposición liberal antifascista de 1922 a 1926, cuando murió en el exilio tras sufrir violentas agresiones por parte de los fascistas. El dirigente comunista, que también era historiador, rechazaba asimismo la teoría del “regreso del fascismo”: “Suele verse el fascismo italiano como un fenómeno que se repite, como si hubiera una categoría universal de fascismo. Es una abstracción que rechazo”. Pasadas otras cuatro décadas, la nueva teoría del fascismo viral demuestra que las advertencias del filósofo liberal y del político comunista han sido vanas. Quienes hablan del fascismo como un virus ignoran probablemente que se están haciendo eco del racista y antisemita Adolf Hitler, quien definía al judío como “portador de bacilos de la peor especie”.
En esta situación, más que un “regreso del fascismo”, es de temer una mutación en la imagen del antifascismo para las nuevas generaciones.
Después de los movimientos patrióticos del Risorgimento que llevó a la unidad de Italia, el antifascismo fue un heroico movimiento de voluntarios, hombres y mujeres, militantes en diferentes partidos, dispuestos a sacrificar sus vidas, como muchos lo hicieron, en el momento más trágico de la nación, para devolver a los italianos la libertad y la dignidad de un pueblo soberano. Y lo consiguieron, con la decisiva ayuda de los aliados, combatiendo y venciendo al más formidable enemigo de la soberanía popular. Ahora, a pesar de las intenciones de sus partidarios, la teoría del fascismo viral podría reemplazar la imagen histórica del antifascismo heroico y victorioso por otra imagen, ni heroica ni victoriosa, de un antifascismo transformado en movimiento estacional para la periódica caza del “fascista” de turno. Con el riesgo de lograr así un resultado que ni siquiera el fascismo histórico logró alcanzar nunca: ridiculizar el antifascismo.
Emilio Gentile es historiador. Autor de Quién es fascista (Alianza).
Traducción de Carlos Gumpert.