Cuando ella llegaba a casa, nada más abrir la puerta, voceaba alegremente: “¡Familia!”. Como un clarín, irónico y tierno. Desde el cuarto del fondo donde sonaba la televisión respondía su madre: “¡Hola, m’hija!”. Y yo gruñía alegre sin apartarme del ordenador: “¡Cariño!”. Entonces era como si encajasen por fin las piezas del rompecabezas de la vida y por un momento inapelable todo estaba bien. El disparate de la felicidad. Después, su madre murió y ella entraba en casa sin decir nada. Venía al cuarto donde yo tecleaba y me daba un beso ligero, con una especie de suspiro que me parecía de alivio, como si llegase después de enfrentar serios peligros../...
Ella y yo, la familia escueta y completa. Porque la simple existencia —insistencia, mejor— rutinaria, biológica, necesita la presencia amada y amable para ascender a vida humana. Sin la proximidad del amor estamos lejos de nosotros mismos. Ahora ya no está. Cuando abro la puerta todo sigue apagado, se fue la luz y entro en silencio. Me daría miedo el eco de mi voz. Según Víctor Hugo, todo el infierno cabe en una palabra: soledad. La palabra que no puede decirse en voz alta para evitar la respuesta aciaga de la oscuridad. Pasado mañana hace cuatro años.
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