Los pistoleros y sus sacristanes y sus lameculos y sus hooligans usaban el lenguaje de la épica, el romanticismo venenoso y exaltado del Pueblo, esa abstracción tan conveniente para derramar sangre con la conciencia limpia. Ellos, los acosados, los señalados, las probables víctimas futuras, estaban defendiendo la democracia, ejerciendo con miedo y coraje la decisión de no aceptar la tiranía de las armas. Policías, guardias civiles, jueces preservaron ese don tan frágil y tan poco celebrado cuando se le disfruta que es el imperio de la ley. Pero fueron ellos, los aislados, los muy escasos, los amenazados, los que mantuvieron la dignidad civil. No quiero que se me olvide nunca.
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